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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (67 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¿Y se la llevó consigo?

—No. Los aldeanos que la habían recogido eran muy pobres, y comenzaban, sobre todo el marido, a cansarse de su generosidad. Mi madre, que lo comprendió así, les entregó una pequeña cantidad de dinero, que duró muy poco tiempo, y les ofreció que les enviaría más, aunque con ánimo de olvidar su promesa. No pareciéndole garantía bastante de la infelicidad futura de la niña la pobreza y el descontento de los aldeanos, quiso robustecerla contándoles la historia de la deshonra de su hermana, historia que alteró en la medida que más convenía a sus miras. Les recomendó que tuvieran cuidado con aquella niña, por cuyas venas corría mala sangre, y añadió que era ilegítima y que seguramente con el tiempo había de ser una mala pécora. Creyeron el cuento los aldeanos, y la niña arrastró una existencia miserable, tan miserable, que hasta a nosotros nos llenó de satisfacción. Una señora viuda de Chester, metiéndose donde no debía, la vio por casualidad y tuvo lástima de ella. La llevó a su casa. El diablo debió volvernos las espaldas por entonces, pues a pesar de todos nuestros trabajos, que no fueron pocos, la niña continuó en casa de la viuda y fue feliz. Hace dos o tres años la perdí de vista, y no volví a tropezarla hasta hace dos o tres meses.

—¿La ve usted ahora?

—¡Claro que sí! Apoyada en su brazo de usted.

—Mas no por eso deja de ser mi sobrina —terció la señora Maylie, abriendo sus brazos a la niña, próxima a caer desmayada—; no por eso deja de ser mi hija querida. ¡Por todos los tesoros del mundo no renunciaría ahora a ella! ¡Mi dulce compañera... mi hija idolatrada!...

—¡La única persona que me ha querido!... —exclamó Rosa, abrazando a la dama—. ¡La que yo más quiero y reverencio en el mundo!... ¡Oh! ¡Mi corazón va a estallar!... ¡No puedo resistir tanta emoción!

—Y tú eres y has sido siempre para mí la mejor, la más dulce de las hijas, la que me has dado a probar las delicias de una felicidad que con ninguna otra de la tierra puede compararse —dijo la bondadosa dama, abrazándola una y otra vez—. Pero... ¡vaya, querida mía! ¡No olvides que hay quien espera anhelante tus brazos!.. ¡Pobrecillo!... ¡Mírala... mírala... ahí tienes a tu tía!

—¡No! ¡Mi tía no! —gritó Oliver, echándole los brazos al cuello y besándola con transporte—. ¡Nunca la llamaré tía!... ¡La llamaré hermana, hermana cariñosa, hermana adorable, a quien mi corazón me enseñó a amar con ternura desde el momento que la vi! ¡Rosa... mi querida Rosa... cuanto te quiero... oh!

Respetemos las lágrimas que rodearon por las mejillas de los dos huérfanos, y las palabras entrecortadas que se cruzaron durante el prolongado abrazo que siguió; son lágrimas y palabras sagradas. En un momento, y en el mismo instante, encontraban y perdían a un padre, una hermana y una madre. La misma copa les ofrecía dulces alegrías y tristezas amargas. No eran, empero, de pesadumbre sus lágrimas, pues la misma pena que anegaba sus almas aparecía tan dulcificada por recuerdos los más gratos y tiernos, que quedaba limpia de toda sensación dolorosa y convertida en dicha solemne.

Mucho tiempo permanecieron solos. Unos golpecitos dados a la puerta anunciaron que alguien esperaba fuera.

Abrióla Oliver, y se fue presuroso, cediendo el puesto a Enrique Maylie.

—Todo lo sé —comenzó diciendo éste, sentándose junto a la encantadora joven—. Mi querida Rosa... nada ignoro... No me trae aquí el azar —añadió, al cabo de una pausa prolongada—; ni ha sido tampoco hoy cuando me han revelado lo que pasa. Lo supe ayer... no antes. ¿No adivinas que vengo a recordarte una promesa?

—¡Alto! —exclamó Rosa—. ¿Dices que lo sabes todo?

—Absolutamente todo. Recuerda que me diste permiso para volver sobre el asunto que en nuestra última entrevista tratamos, siempre que lo hiciera dentro del plazo de un año.

—En efecto.

—No para insistir en que modificaras tu resolución —añadió el joven—, sino para que la expusieras por segunda vez, si tal era tu deseo. Yo me comprometí a poner mi posición social y mi fortuna a tus pies, pero sin hacer nada para conmoverte en el caso en que persistas en tu primera resolución.

—Los mismos motivos que entonces guiaron mi conducta habrán de guiarla ahora —contestó con entereza Rosa. ¿Cuándo, en la medida de esta noche, me han ligado obligaciones sagradas para con aquella cuya bondad me libró de una vida de miseria y de sufrimientos? ¡Es una lucha... lucha terrible —añadió Rosa—; pero lucha que me llena de orgullo! ¡Es un golpe cruel, pero mi corazón sabrá sufrirlo con denuedo!

—Las revelaciones de esta noche —comenzó diciendo Enrique.

—Las revelaciones de esta noche —interrumpió Rosa—, me dejan, por lo que a mí respecta, en la misma situación de antes.

—¡Te empeñas en tratarme con crueldad, Rosa! —exclamó Enrique.

—¡Oh... Enrique... Enrique! —contestó la joven, rompiendo a llorar—. ¡Ojalá me fuera dado evitarme ese dolor!

—¿Por qué, pues, han de imponértelo? —replicó Enrique tomándole una mano—. ¡No olvides, Rosa querida, no olvides lo que has oído esta noche!

—¿Y qué es lo que he oído? —exclamó Rosa—. ¿Qué es lo que he sabido? Que la deshonra, al envolver a mi familia, tan profundamente afectó a mi pobre padre, que le obligó a esconderse donde... ¡Oh! ¡No hablemos de ello Enrique, que harto se ha hablado ya!

—¡No, no! ¡Aún no! —gritó Enrique, deteniendo a la joven que se levantaba para marcharse—. Esperanzas, deseos, sueños, ilusiones, sentimientos, todo... todo, excepto el amor que te profeso, ha sufrido en mí un cambio radical. Hoy no te ofrezco ya un puesto elevado entre una sociedad consagrada a las agitaciones y grandezas del mundo, de ese mundo envidioso y miserable, donde hay que sonrojarse de todo menos de lo que realmente es vergonzoso y vil: te ofrezco nada más que una cosa... un corazón y un hogar... Rosa, querida, única cosa que te puedo ofrecer.

—¿Pero qué significan tus palabras? —preguntó la joven.

—Significa que cuando me despedí de ti, lo hice con la resolución firme de destruir todos los obstáculos que pudieran alzarse entre nosotros dos, decidido a pedir un puesto en tu rango social si me era imposible llevarte a ti al mío, y a volver mis espaldas con desprecio a todo aquel que te mirase con desdén. Eso es lo que he hecho ya. Los que por ese motivo se han alejado de mí, se han alejado también de ti, demostrándome que tenías tú razón. Protectores poderosos, amigos influyentes, individuos de mi familia que entonces me prodigaban sonrisas, me miran con indiferencia... ¡No importa! Quedan en Inglaterra risueñas campiñas y árboles seculares en una de las regiones más ricas, con una aldea, y una iglesia... ¡que son míos; míos, querida! Allí me espera una casita rústica, Rosa, donde viviré contigo más orgulloso y contento que rodeado de todos los esplendores del mundo. He aquí mi rango, he aquí mi posición actual. ¡Ambos los pongo a tus pies!

—Nada tan desagradable como tener que esperar a enamorados a la hora de cenar —dijo Grimwig, que acababa de descabezar un sueño.

A decir verdad, la cena estaba esperando hacía bastante tiempo. Ni la señora Maylie, ni su hijo, ni Rosa, pues los tres se presentaron juntos en el comedor, pudieron encontrar nada que justificase su tardanza.

—Esta noche sí que me han asaltado tentaciones muy serias de comerme mi propia cabeza, pues he llegado a temer que no tendría otra cosa para satisfacer mi hambre —repuso Grimwig—. Si se me permite la libertad, ofreceré mis respetos a la futura de Enrique.

Sin esperar permiso, Grimwig abrazó a la pobre niña, cuyas mejillas se pusieron encendidas como la grana; y como el ejemplo es contagioso, seguidamente imitaron la conducta de Grimwig y el doctor Losberne. No faltaban maliciosos que aseguran que quien había roto el fuego fue Enrique Maylie, antes de salir de la habitación obscura inmediata; pero otras personas dignas de crédito dicen que el joven no se atrevió a tanto.

—¡Oliver... hijo mío! —exclamó la señora Maylie—. ¿De dónde vienes? ¿Por qué esa tristeza? ¡Veo lágrimas en tus ojos!... ¿Qué te pasa?

¡Cuán fecundo en decepciones es el mundo! ¡Nuestras esperanzas más queridas, precisamente las que más honran a nuestra naturaleza, son con frecuencia las primeras en disiparse!

¡El pobre Ricardito había fallecido!

Capítulo LII

Última noche del judío

Inmenso gentío llenaba la espaciosa sala de justicia, en la que no quedaba ni una pulgada de terreno que no estuviera ocupada por un rostro humano. Desde la barra hasta el rincón último de las galerías más apartadas, las miradas de todos se encontraban en un solo punto, buscaban a un mismo hombre, se clavaban en un mismo ser humano: en el judío. De frente y a sus espaldas, por su derecha y por su izquierda, el infame viejo parecía ocupar el centro de un firmamento cuajado de ojos brillantes, de ojos que centelleaban como estrellas, cuyas veces hacían.

Bañado en raudales de viva luz aparecía el miserable, puesta una mano sobre la balaustrada y la otra junto a la oreja, estirando el cuello y ansiosa la mirada, a fin de no perder una sola de las palabras que con abrumadora claridad pronunciaba el presidente del tribunal al hacer el resumen de la causa. Las contadas veces que de los labios del orador brotaban palabras que suavizasen algún tanto la luz siniestra bajo la cual se le presentaba, el reo fijaba miradas medrosas en los individuos del jurado, con el fin de apreciar el efecto que en su ánimo pudieran hacer, mientras que, cuando con claridad y precisión aplastantes, se puntualizaban cargos y circunstancias agravantes, volvía hacia su defensor sus ojos con expresión de suprema angustia, como conjurándole a intentar un esfuerzo desesperado para salvar su mísera existencia. El reo había permanecido inmóvil desde que dieron comienzo la vista, y cuando el presidente de la Sala puso fin a su discurso, todavía perseveró aquél en la misma actitud de atención intensa, cual si en sus oídos siguieran resonando las palabras de su acusador.

Murmullos apenas perceptibles del público parecieron volverle al sentimiento de la realidad. El criminal alzó los ojos, y vio que el jurado se retiraba a deliberar. Sus miradas se desparramaron entonces por la galería, y vio que las gentes se levantaban para verle la cara, que muchos recurrían a sus anteojos y que otros cuchicheaban con sus vecinos, clavando en él miradas de aborrecimiento. Eran muy pocos los que sin acordarse al parecer de él, esperaban con impaciencia la reaparición del jurado, admirándose de que tardase tanto en ponerse de acuerdo sobre el veredicto. En ninguna cara, ni aun entre las de las mujeres, que había muchas, pudo encontrar la más ligera muestra de simpatía hacia su persona, ni otra expresión que la del deseo de que fuera condenado.

Cuando con mirada extraviada se hacía cargo de todo, restablecióse el silencio, y volviendo la cabeza, tropezaron sus ojos con el calabocero, quien le tocó en un hombro sin decir palabra. El reo le siguió como un autómata hasta el banquillo.

Desde allí, volvió de nuevo sus miradas a la galería. Algunas personas estaban comiendo, otras se hacían aire con los pañuelos, pues la aglomeración de gente había caldeado la atmósfera. Un joven dibujaba al lápiz su cara.

La imaginación del reo volaba suelta, mariposeando de un pensamiento a otro con rapidez pasmosa. Si aquél veía a sus jueces, preguntábase por qué vestirían aquellas togas, cómo se las pondrían y cuál sería su precio. Reparó en un caballero gordo que había salido sobre media hora antes y acababa de volver, y esa circunstancia le sugirió la idea de que habría ido a comer y fue motivo suficiente para que hiciera mil cábalas acerca, de la comida que le habrían servido, y dónde se la habrían servido.

Y no quiere esto decir que ni por un instante se viera libre su imaginación del espectáculo pavoroso y opresor de la fosa abierta a sus pies, no: era una imagen que le acosaba insistente, pero en forma vaga, sin concentrar, sin absorber toda su potencia imaginativa. Así, por ejemplo, mientras temblaba y se estremecía ante la idea de su muerte próxima, contaba los clavos que adornaban una puerta monumental que tenía enfrente, y se preguntaba quién y cuándo habría roto la cabeza de uno de ellos, y deseaba saber si la arreglarían o la dejarían como estaba.

Alzábase ante sus espantados ojos la silueta siniestra del cadalso, y cuando se estremecía al pensar en los horrores de la horca, puso fin a sus reflexiones para seguir los movimientos de un hombre que comenzó a regar el suelo para refrescarlo un poco.

Sonó al fin un grito imponiendo silencio. El reo volvió la cabeza, y vio que salían los individuos del jurado junto a él pasaron, más nada pudo leer en sus rostros,, impasibles como el mármol.

Reinó un silencio profundo, aterrador, un silencio de muerte. Nadie se movía, nadie respiraba... hubiérase dicho que no había nadie en la sala.

Luego se oyó una voz que dijo:

—¡Culpable!

Gritos frenéticos estallaron en el auditorio, gritos que repitieron mil gargantas, gritos a los que hicieron eco la infinidad de personas que, no hallando asiento ni hueco en la sala, esperaban en la puerta y en la calle. Aquellos gritos, semejantes al horrísono bramar del trueno, eran de alegría. Aquellas buenas gentes se regocijaban y saboreaban por anticipado el placer de ver ahorcar a un hombre el lunes próximo. Calmóse el tumulto, y preguntaron al reo si quería oponerse a la sentencia de muerte que pesaba sobre él. Fajín había vuelto a su actitud de antes y miraba con fijeza al que acababa de interrogarle; pero éste hubo de repetir dos veces más la pregunta antes que el judío diera pruebas de haberla oído, y cuando se dio por entendido, de su garganta no salieron más que palabras entrecortadas, siempre las mismas: que era un viejo... un viejo... un viejo y nada más.

Leyeron la sentencia de muerte en medio de un silencio terrible; y el sentenciado la escuchó con la impasibilidad de una estatua de mármol, sin que se contrajera uno solo de los músculos de su cara. Todavía continuaba escuchando con el cuello estirado, la cara de espectro, abiertos y sin expresión sus ojos y torcida la boca, cuando el carcelero le puso una mano sobre el hombro y le indicó que le siguiera. El reo le miró con expresión de imbecilidad perfecta, y siguió sin replicar.

Obligáronle a cruzar una sala baja donde esperaban varios presos turno para comparecer ante sus jueces. Muchos hablaban con sus parientes o amigos a través de una reja que separaba la sala del patio donde aquéllos se encontraban. Nadie dirigió la palabra al
condenado.
En cambio, a su paso, los presos se separaron para que pudieran verlo bien los que se apiñaban en la reja, le silbaron y dirigieron mil denuestos. El judío enarboló el puño y a buen seguro que lo hubiera dejado caer sobre alguno; pero los que le conducían se interpusieron, y le obligaron a penetrar por un corredor tétrico que apenas si medio iluminaban algunos faroles.

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