Authors: Ana María Matute
En Occidente, más allá de la tundra, el Rey murió y el Bastardo subió al trono. Al decir de las gentes, y de la historia, fue un gran Rey.
Aquella horda desapareció como había llegado. Pero, aunque indirectamente, fue gracias a ellos que llegó la fortuna al Conde Olar y sus hijos. Los dientes de Sikrosio crujían de despecho al pensar que de entre aquellos hijos que combatieron junto al padre no había estado él, no estaba él, estaba dormido. Y se habían batido de tal forma que, de entre todos los señores de la zona invadida, fueron los únicos que vencieron y expulsaron a los rubios e inesperados visitantes de los ríos. Alguien había oído hablar de ellos, historias de pueblos junto al mar, pero jamás les habían visto -eran cosas de otro tiempo-, y nadie les volvió a ver.
La derrota de los piratas y el clamor de aquella victoria que daba pruebas de un valor poco común, fue lo que poco más tarde, por orden expresa del nuevo Rey -el antiguo Príncipe Bastardo-, dieron al Conde Olar el título de Margrave -con derecho a herencia absoluta- de aquella región larga, estrecha, incómoda e insalubre que, desde ese momento, tomó también el nombre de Olar. En adelante la pacificación de los vecinos y parientes y la derrota de Tersgarino eran cosas que le atañían únicamente a él. Pasaron a ser un problema privado y estrictamente personal.
Más que ningún otro antecesor, el Margrave Olar asoló por su cuenta la región. De su Torreón colgaron, uno a uno, belicosos barones, campesinos rebeldes, siervos fugitivos, ladrones, mendigos, brujos adivinos, malos administradores y todo aquel que se interpuso en su camino. Elevó a sus hijos en rango y prestigio, pero nunca pudo dar muerte ni presentar batalla decente a Tersgarino. Para siempre dueños de Olar, los margraves de aquel nombre dominaron el país con gran sentido de la propia supervivencia.
Volvieron, uno a uno, los inviernos implacables, las fiebres, las incursiones esteparias, las revueltas internas -cada vez menores, en verdad-, y se apagaron algo la insumisión de barones y el bandidaje de los contornos.
Por fin -aunque a través de su hermano bastardo-, la legendaria promesa que le hizo el Rey se cumplía. El Conde Olar era el Margrave, con derecho hereditario, el Señor absoluto, total, de aquella franja de tierra invadida por las nieblas, la insalubre vecindad del Lago de las Desapariciones, el frío húmedo del invierno, el terror de la estepa, el sueño secreto y largamente acariciado, casi imposible, de invadir aquel Sur que, tras las montañas Lisias, él imaginaba, desde niño, como el paraíso...
Jamás Olar volvió a saber del Rey Bastardo. Y el Rey se despidió de Olar como de un mal sueño: ya no existía para él. Las jaras comieron las rutas que se adentraban hacia Occidente. Sólo les quedaban el poderío, la fuerza, la sangre, las espadas, el alerta continuo, la estepa y el miedo: un recelo, una memoria gris y helada, un dragón y un guerrero de largas trenzas y barba roja, gritando como un ave, raro y solitario animal, en la niebla que ascendía del río.
Pero los rubios piratas no volvieron jamás, jamás, para desesperación de Sikrosio. Todo había sucedido tal y como lo guardaba ahora en la memoria. Su padre había ganado aquella batalla, había expulsado a los piratas de Olar, había salvado la Marca al Rey. Pero el Rey había muerto y la cabeza de su hijo rodaba por los escalones de madera del Castillo en llamas. Cuando el hermano bastardo del Rey subió al trono y les olvidó, Olar pasó enteramente a sus manos «para siempre, para siempre, siempre...». Los puños contra la cabeza, la risa escandalosa de su padre entre las cenizas del Castillo abrasado.
Aquel gran Rey occidental, tan poderoso y turbulento como sagaz, verdadero Señor del pequeño territorio comprendido entre la estepa y las altas tundras donde ocurrieron estas cosas, fue tan grande, y tan abundantes y diversas sus preocupaciones, que jamás prestó demasiada atención -en rigor, y según se desprende de los hechos, ninguna- a esta región fronteriza -de límites tan imprecisos como remotos-, cuyo núcleo de pequeños condados llegaría a constituir la Marca Olar.
De Occidente había recibido Olar cuanto era y poseía: religión, costumbres, organización y lengua -aun adulterada por otra que, desde épocas inmemoriales, llegárales a través de la selva norteña-. Pero a fuerza de cautela y recelo, año tras año, al fin consiguió imponer Olar -si no legalmente, al menos de hecho- su autonomía. Y debió su independencia a su primer Margrave: hombre valiente -a diferencia de sus coterráneos-, generoso y tenaz: así, al menos, se procuró perdurara su memoria en todos los olarenses, tanto nobles vasallos como villanos, campesinos o siervos.
Lo cierto es que al Margrave Olar debían la creación de su milicia. Hasta entonces, la propiedad de las tierras se había dividido, de forma tan violenta como arbitraria y tornadiza, entre barones y condes, los únicos cualificados para el mundo militar. Eran pocos y demasiado imbuidos por el lucro personal, o el orgullo insensato para llegar a disponer de un solo, grande y verdadero Ejército -cosa en verdad anhelada, dada la constante amenaza en que vivían-. Por vez primera en aquellas latitudes, el Margrave Olar extendió entre sus vasallos el privilegio de libertad, propiedad y nobleza; y estas gentes fueron los sólidos cimientos del naciente país. El feudo constituía su único bien y apenas les daba para vivir. Abandonaron, desde entonces, sus casas y haciendas en manos de los campesinos, y marcharon a vivir al Castillo del Señor de sus tierras.
Más propio sería decir que donde vivieron fue sobre sus caballos. A los seis o siete años, sus propios padres los encaramaban a él, y éste constituía, desde tal punto y hora, todo lo que poseían y estimaban en el mundo; y no tuvieron otro amigo, ni otro maestro, que el entrañable cuadrúpedo. A menudo dormían en el suelo, de camino, con el aparejo de su montura como almohada, o hacinados en los toscos torreones del Señor a quien servían. Sin otro oficio que el de las armas, peleaban entre sí -con más frecuencia que seso- por el puro afán de mantenerse en forma. De semejantes festivales de sangre, a menudo salían descalabrados, y aun muertos. Otra cosa, en verdad, no sabían hacer, ni se esperaba de ellos. Para eso se ejercitaban, y para nada más crecían, vivían y morían. Pero eran espléndidos hombres de armas y el Margrave Olar precisaba soldados de su catadura. En ellos asentó su fuerza e independencia, de suerte que, en las -por aquellos días- frecuentes invasiones de las Hordas ecuestres llegadas de la estepa, el Margrave Olar y su naciente Ejército consiguieron rechazarlas y vencerlas siempre.
No sólo hizo estas cosas el Margrave. Ordenó construir fortificaciones de madera, de Norte a Sur, a lo largo de la linde esteparia. Y arrojó así de las praderas -adicionadas a Olar desde aquel día- a esas Hordas a caballo. Mientras él vivió, mantuvo allí tropas en guarniciones permanentes y, por primera vez, en aquellas pavorosas latitudes, ondearon sus enseñas. De esta forma quedaron delimitadas las fronteras orientales de la Marca que llevó su nombre.
El Margrave Olar tardó en morir varios años. Sikrosio, entonces, le sucedió. Pero no le fue fácil conseguirlo, y habría siempre, mientras tuvo vida, de luchar y matar, entre su propia sangre incluso, para mantener su derecho -o lo que él creía así-. Sus hermanos no aceptaban fácilmente aquella sucesión. Ni sus parientes ni los barones ni, como siempre, Tersgarino, desde su Desfiladero entre Olar y la estepa. Pero Sikrosio persiguió y dio muerte, y aun torturó, a todo aquel que le disputara el poderío de aquella estrecha franja de tierra.
No era hombre cobarde, y además, amaba la lucha; no sospechaba siquiera otra forma de vida, aun viviendo, como vivía, en la defensa de apenas nada: aquel bárbaro dominio de margraves, aquella franja de tierra mineral, estaba casi enteramente ocupada por el gran Lago -llamado más tarde, y no sin motivo, de las Desapariciones-, y un sinfín de pequeños y no menos insalubres pantanos que infestaban de mosquitos y fiebres el aire; cruzada de Norte a Sur y de Oeste a Este por varios ríos, éstos no bastaban para fertilizar debidamente una tierra estéril que mucho tiempo -y generaciones- tardaría en proveer de riquezas a unos pocos de sus habitantes, mientras mantuvo en la desesperación a los más.
A pesar de la sumisión al Conde Olar del puñado de barones que se disputaban el margraviato, sus límites seguían siendo inestables y mantenían a Sikrosio en alerta. El Vigía velaba sus noches de continuo, un ojo abierto y otro cerrado, siempre avizor en lo alto de aquel Torreón de madera que se alzaba en el altozano, expuesto a los fríos vientos que llegaban del Norte y sacudido por la lluvia de arena que arrojaban las dunas desde la estepa. A pesar de haber crecido, aquel Torreón no podía de ningún modo llamarse Castillo ni cosa que se le pareciera.
Allí, Sikrosio se debatía, como su padre, entre el olvido de Occidente y su miedo al Este. La ancha tundra y sus difíciles caminos ahora ya borrados, aunque único contacto con el mundo, fueron para Sikrosio sólo un remoto pasado del que pronto hubo de desprenderse -tanto él como cuantos habitaban aquel dominio disputado a sangre y fuego-. La estepa, por su parte, seguía enviándoles de vez en cuando incursiones de jinetes que propagaban en sus lindantes praderas la muerte y el terror.
Y durante los largos hastíos del invierno, cuando los hombres no podían luchar contra la naturaleza, el sueño del Sur jamás conocido encendía, también como a su padre, la imaginación de Sikrosio. Separados de él por las Lisias, cordillera que ninguno se atrevía a cruzar, decíase que al «otro lado de las montañas» el mundo podía ser algo hermoso, cálido y confortable: un sueño, en fin, del todo imposible. Los mercaderes, además, nunca osaban adentrarse ni cruzar por tierras de Olar, por su justo temor al desvalijamiento y a la pérdida de sus vidas.
Así, Sikrosio quedaba solo entre el Norte espeso y selvático, del que llegaba el misterio de un pasado que le sabía a la sal de un mar gris y helado, sacudido por la rara y temblorosa nostalgia de un dragón de fuego, y la humillación en su memoria.
La soledad parecía la verdadera Señora de Olar. La soledad, el acecho, la más perentoria necesidad de supervivencia en un cerrado círculo de ambición y pillaje. Desde que vino al mundo hasta que lo abandonó, no conoció otra cosa el primogénito del Conde Olar. Ni tampoco imaginó pudiera existir algo más. En el tiempo y lugar donde le tocó vivir, Sikrosio había sido hasta este determinado momento un hombre normal, ni peor ni mejor que la mayoría.
Habitaba con su esposa, hijos, caballeros, concubinas, servidores, siervos, enanos, bufones y toda clase de gente sospechosa, a la que era muy aficionado, en el mismo Torreón donde morara su padre. El tosco Torreón originario, como todo el recinto y las murallas, se había engrandecido. Varias dependencias fueron añadidas, pero la visión del ya pequeño Castillo llegó a hacerse aborrecible para todos aquellos que antes, en tiempos del Margrave Olar, vieran en él su cobijo e, incluso, su esperanza.
Sikrosio fue violento y borracho empedernido. Parecía no tuviese más empeño en esta vida que sembrar el descontento -y aun el terror- en toda la Marca, donde ejercía sin límites previsibles su opresivo dominio. Tan sólida era su ignorancia, que jamás llegó a diferenciar cabalmente su mano derecha de la izquierda, ni conocía otra cosa que el nombre de los animales que cazaba. Con el de las personas que le rodeaban solía embarullarse de tal modo, que acabó llamando a todos Pahl -ya que este nombre era breve y, según le venteaba la memoria, se prestaba a variaciones aproximadas-, y a duras penas llegó a memorizar correctamente el nombre de sus hijos, a pesar de haberlos inventado él: tras obligar al capellán a recitarle todo el Santoral en medio de sus libaciones, a la postre, los rechazó todos por -según él- insuficientes. Pero esto era lo más soportable de su persona, puesto que ignorantes eran, en su mayoría, los demás señores, buenos o malos, que por aquellas tierras moraban.
Más grave era la constancia y prueba, que daba a manos llenas, de una mentalidad y talante tan obtusos y sensuales como capaces de la astucia más sórdida y el fanatismo más extremo. Al contrario de su antigua despreocupación religiosa, de cuando en cuando sufría terrores supersticiosos que degeneraban en una cólera desprovista de significación para quienes tenían la mala ventura de padecerla o aun observarla a prudente distancia. Igualmente injustificables eran las explosiones de alborozo que, ante el estupor general, le hacían manotear y farfullar espurreos y gorjeos casi pajariles de insólita candidez.
Con semejantes ejemplos en sus tierras, la mayor parte de los antiguos caballeros habíanse convertido en bandoleros, más o menos enmascarados. Brutales, rapaces, sin la más leve sospecha de lo que podía significar la palabra piedad, o el más sucinto respeto hacia la vida ajena, se entregaban -como su Señor- a la violencia, el saqueo y abuso, sin el mínimo rebozo. Allí donde pisaban, sumían en el terror a siervos y campesinos; y bajo tales enseñas, sólo el peso de la fuerza se imponía sobre toda razón o consideración. Luego de consumadas estas andanzas -que a él mucho le regocijaban-, Sikrosio y sus caballeros-bandidos regresaban al Castillo del Margrave y allí comenzaban y se prolongaban indefinidamente sus burdas orgías.
Días más tarde, evaporados los entusiasmos por el entumecimiento y el hastío, aventados ya los últimos humos alcohólicos -pues la cerveza presidía sus menores actos-, estremecíase Sikrosio en una suerte de terror o arrepentimiento del más oscuro y turbio origen, puesto que sus lamentaciones no iban dirigidas hacia las víctimas y los atropellos causados, sino ante la amenaza del infierno que, sin duda, acechaba con golosa delectación el vuelo -seguramente poco gracioso- de su alma hacia parajes menos carnales. Ordenaba entonces otra clase de lúgubres orgías: penitencias colectivas, donde jamás faltaban la sangre, los latigazos y las cadenas, en desagravio a unas faltas que había cometido él solo. Y no era extraño ver azotados a sus siervos en expiación de la última de sus barrabasadas.
En este clima de violencia, no era difícil adivinar una total carencia de energía, si se hubiera presentado la posibilidad de tener que enfrentarse a cualquier peligro que, por parte de fuerzas externas, sobreviniera al país. Y con indudable olfato, alguien percibió estas flaquezas, pues no tardaron en resurgir por el horizonte estepario, que tan acertadamente guardara el Margrave Olar, los temibles jinetes, que todos llamaban Diablos Negros.