Authors: Ana María Matute
La presentación oficial de Tontina al Rey revistió, como largamente soñara Ardid, suntuosidad y espectacularidad como jamás se viera en Olar. Rápidamente, de cofres y arcas, surgieron las ricas prendas que para tal efecto se guardaban y que en previsión trajeron -hacía demasiado tiempo- de la maravillosa Isla de Leonia. La propia Ardid vistió para esta ocasión a su nuera. Tan sólo con la ayuda de Dolinda, Artisia y tres jovencitas al servicio de éstas, que acercaban peines y alfileres, adornaron a la futura Reina de Olar con las mismas galas que luciera el día de la boda por poderes. Fue cepillado y alisado el traje bordado en perlas, y el manto de armiño cubrió sus hombros, graciosamente echado hacia atrás, de forma que no ocultara la magnificencia del vestido. Y fue calzada con aquellos zapatos de nácar y perlas que estrenara el día de la boda -y uno perdiera, si bien que por última vez-. Y cuando hubieron trenzado, y retorcido, y combinado de mil maneras los luminosos e increíblemente rubios cabellos, que se deslizaban como agua entre los dedos, y hubieron prendido en ellos broches de piedras rojas y verdes, descubrió Ardid, con asombro, una peregrina joya que pendía sobre su pecho.
—¿Qué es esto? -preguntó-. Una piedra azul, partida y horadada... Creo haberla visto antes en alguna parte.
—Señora -dijo Tontina, cubriéndola con ambas manos-, os ruego que no me ordenéis desprenderme de ella. Es el único vestigio de aquello que yo llamaba -aunque ahora entiendo que muy tontamente- mi Secreto e íntimo Tesoro.
—Ah, bien -dijo Ardid, aunque un leve resquemor, que no acertaba a definir, la invadió-. Pero creo que deberíais ocultarla bajo el vestido...
Así lo hizo Tontina, pero con tanta precipitación que el extremo agudo de la piedra se clavó en su carne, y un dolor tan vivo la inundó, que estuvo a punto de desfallecer.
—¿Qué es esto? -se alarmó Dolinda-. ¿Os encontráis mal, Princesa?...
—No es nada -murmuró al fin Tontina. Recuperó el tono rosado de sus mejillas y sonrió, aunque de forma tan melancólica que su sonrisa hizo brotar lágrimas de todas las mujeres-. ¡Ya ha pasado!....
—Todas las muchachas, en estas ocasiones, suelen sufrir desmayos y desfallecimientos -dijo Ardid, con sonrisa de suficiencia. Aunque, a decir verdad, conocía tales cosas sólo por referencias, ya que jamás las experimentó en su persona.
Una vez acicaladas todas las damas, se dirigieron hacia el Salón del Trono con solemne paso y gran boato, por orden de nobleza y jerarquía escrupulosamente trazadas por Ardid. Allí, según instrucciones maternas, aguardaba Gudú -a quien su madre envió recado presuroso de que, al menos por una vez, se abstuviera dar muestras de impaciencia: ya que el protocolo exigía una ligera impuntualidad en la persona de Tontina-. A su vez, le suplicaba encarecidamente que se bañase y trocase sus ropas de soldado -que sospechaba hediondas- por el traje ricamente bordado que le enviaba; y que, a ser posible, usase el perfume que el buen Almíbar había traído para él, dada la ocasión, y que gentilmente tenía el honor de ofrecerle.
Aunque con aire resignado -la prudencia le recomendaba seguir los consejos de su madre, que tenía por sabia-, y negándose a escanciar el perfume en sus rizados y negros cabellos, indomables en verdad a todo acicalamiento -al menos, por una vez-, pero limpios, Gudú se armó de toda la paciencia de que era capaz. E incómodo dentro de aquellas ropas -pues no habían tenido en cuenta la expansión habida en dos años por su vigorosa naturaleza-, le apretaban y tironeaban por todas partes, amenazando descoserse en varios puntos. Con la corona ciñendo la cabeza, la espada de su padre al cinto y el regio manto rojo que fuera de Volodioso cubriendo sus espaldas, aguardaba, sentado en el trono, rodeado de todos sus nobles, caballeros, pajes y lo más escogido y aseado de sus capitanes. Yahek se había bañado, a su vez, por orden del Rey -él mismo estimaba que su olor superaba a cuantos conocía o tenía noticia existieran-, y su cráneo rojizo y brillante atraía las miradas, hasta el punto de distraer la atención de cualquier otra ostentación capilar, con gran descontento de los nobles.
Junto a Gudú, en pie y a su derecha, el Príncipe Predilecto aparecía vestido, nuevamente, con el traje que le regalara Almíbar. Si bien, según observó, le quedaba ahora muy ancho. Por lo visto, el tiempo transcurrido había afinado su silueta -aunque no ablandado sus músculos y nervios- más de lo que fuera previsible. Y era el más modestamente ataviado de cuantos allí se hallaban. La propia Ardid, al hacer su entrada en la estancia, ceremoniosamente, tras lanzar rápida pero certera mirada sobre todos, y hallándolos en general satisfactorios, vino a reparar en ello. Y se dijo, con el vago remordimiento que a veces le embargaba contemplándole: «Ay, no atiné a su debido tiempo que esta noble criatura, siendo el mejor hermano, el más leal y generoso de cuantos soñara para mi hijo, aparece hoy como el peor trajeado y el peor atendido de todos... Pero me hago el firme propósito de que, en adelante, corregiré y compensaré tales descuidos». Aunque tal propósito fue a acompañar, de inmediato, otros similares que aún aguardaban su realización.
Pero la Princesa no veía ni pensaba lo mismo. Jamás había visto antes a su esposo, y parecía natural que su primera mirada fuera para él. Pero lo cierto es que le pareció entrar en una estancia sólo poblada por sombras, más o menos vagas. Y únicamente una figura, de pie junto al trono, se hizo visible para ella. Y en aquel momento sintió, más que pensó, que jamás nadie, ni en la esplendorosa y fantasiosa Corte de su padre, ni en parte alguna, vio criatura más radiante: sus cabellos castaños tenían el reflejo dorado de la vida -pues el resplandor de toda la vida posible en el mundo, le aureolaba como una corona-, y sus ojos, de un azul oscuro y brillante, parecían retener la luz del mundo: aquella luz sobre el mar en las noches transparentes del Norte, donde ella había nacido; y también la luz de aquel país, donde las viñas maduraban como un reguero de oro al sol, y los almendros y cerezos se cubrían de nubes blancas como la nieve y rosadas como el amanecer. De la luz de los fiordos y de la luz del Sur, fundidas, nacía para ella el Príncipe Predilecto. Y la vida, en su esplendor apagaba cualquier otro brillo, y su rostro borraba cualquier otro rostro, y su mirada otra mirada. Y ensimismada en estas cosas, tropezó con los tapices de la Isla Leonia, que tan cuidadosamente habían sido desembarcados, enrollados, guardados y, a su vez, desenrollados y extendidos sobre las húmedas piedras del rudo Castillo, para la ocasión. Al tropezar, nuevamente el dolor de la piedrecilla se hundió, un poco más, en su pecho.
—Teneos firme, niña querida -murmuró Ardid-. No es momento para desmayos ni alifafe alguno: sois ya la Reina de Olar. Estas palabras tuvieron la virtud de producir en Tontina una fuerte conmoción. Como si bruscamente la sacudieran de un sueño y despertase. Sólo entonces vio a todos los presentes, que la contemplaban extasiados. Y, al fin, sentado en el trono, al Rey Gudú que, contraviniendo las órdenes maternas, levantóse casi de un salto. Y, de pronto, sus ojos grises y brillantes, que resaltaban poderosamente en el atezado rostro, la hirieron como el filo de las espadas. Y súbitamente sintió en su boca un gusto de sangre -como cuando, bordando con la Reina Ardid, se chupaba disimuladamente un dedo pinchado por la aguja; pues el mismo sabor fresco y hondo a la vez, húmedo y oscuro, la embargaba.
Un frío lento y despacioso fue apoderándose de todo su ser mientras buscaba palabras en sus recuerdos o en cualquier rincón de su mente: palabras que huían, como flotantes lucecillas de luciérnagas en la noche, y se deshacían como nubecillas hacia la nave, alta y negra, donde pendían las grandes lámparas de bronce y hierro, en los muros donde las llamas de resina ardían y crepitaban con un fragor que la llenó de un escalofrío inexplicablemente presentido, donde se mezclaban el chocar de espadas, humaredas de incendio, hollín y muerte. Deseó recuperar aquellas palabras tan minuciosamente aprendidas, que -según fue aleccionada- la adentrarían en el Nuevo Plazo de su vida. Eran palabras que hablaban de amor, fidelidad, sumisión, respeto... y algunas cosas más. Pero se perdían, y temía -y sabía- que nunca las recuperaría: porque tal como viera siendo niña, nadie puede retener a las aves cuando emigran del frío hacia las tierras cálidas del Sur.
—Diablos del más oscuro infierno -murmuró Gudú, en dirección a Predilecto, sofocando su risita habitual-. Verdaderamente es más hermosa que su retrato. Razón teníais cuando tan bien la describisteis.
Sin aguardar con aire solemne -como aconsejara Ardid, tras lecturas y comparaciones con ceremonias semejantes-, avanzó hacia la Princesa. Con ambos brazos extendidos, cortó la tímida reverencia que Tontina iniciaba y, elevándola hacia él, la besó. Pero sus labios dejaron en los de Tontina un amargo sabor, mezclado al de la sangre. Sólo atinó a decirse, aturdida, cuán extraño a cuanto había oído resultaba ser el gusto de su primer beso de amor. Y mientras la Corte prorrumpía en gozosas exclamaciones y los músicos llenaban el aire con los sones de sus flautas y dulzainas, pensó qué asombroso le resultaba ahora el hecho de que recibir un beso semejante hubiera sido el motivo que despertara del sueño o arrancase de la media-muerte a sus nobles abuelas. «Qué sabia me parece mi noble suegra, y qué razón tenía cuanto dijo cuando hablamos de este beso y sus posibles consecuencias... No es doloroso perder tal cosa, al tiempo que probarla.» Y pensó que los dientes de Gudú -aunque tan blancos como los de su madre- eran agudos como puñales, y que la presión de sus manos en sus hombros era parecida a guanteletes de hierro. Sus ojos le recordaban el hielo que, en las madrugadas, pendía en témpanos de las cornisas y servía de blanco a las piedras infantiles.
De pronto, sin saber cómo ni por qué, en aquel momento, se despidió de Once, su primo, y de sus amigos, los muchachitos y muchachitas de su séquito, y de las perdices, las ardillas, los ciervos, los cachorros... A su vez, se apercibió de que hacía tiempo que no les veía, hasta el punto de no saber dónde moraban. Desde el día en que cesaron los juegos y recogieron del suelo las últimas hojas del Árbol, teníalos por definitivamente perdidos; pero hasta el momento no había tenido clara conciencia de ello. Así, al recibir el beso de Gudú, se hizo más patente en ella el adiós que acompañaba el último jirón de su Primer Plazo: aquel Primer Plazo del que intentó hablar en su día a Ardid y ésta no había considerado importante. Y supo que sus viejos amigos y sus antiguos juegos, junto a las palabras aprendidas y las palabras olvidadas, erraban sin rumbo, o regresaban sin ella a un país que en un tiempo le fue muy familiar y del que ahora ni aun acertaba a recordar el nombre.
La Reina, con un súbito temblor interno que nadie percibió, excepto el Trasgo y el anciano Maestro -que, como de costumbre, la seguía un paso atrás, a su derecha-, desprendió de su cabeza aquella corona que tanto, tanto, le había costado conseguir y, entregándosela a Gudú, arrodillóse en un lujoso cojín -y, por vez primera, sus rodillas crujieron y, también por vez primera, pensó que la vejez no era algo muy remoto, y no imposible para ella-. Pero dijo, con voz clara y firme:
—Tomad esta corona, Rey Gudú, y coronad con ella a vuestra esposa y Reina nuestra, para gloria de Olar.
Y como el Abad estaba hacía tiempo dispensado de ser el principal ejecutor de estas y otras muchas cosas, el Rey mismo la colocó sobre las sienes de Tontina.
—Así lo hago -dijo- y así lo ordeno, para alegría y obligación de cuantos componen este país; sea por años y años, hasta el último día de la tierra...
Quedaron todos muy sorprendidos por estas últimas palabras -en verdad, algo exageradas, y que además no constaban en El Libro de los Protocolos de Coronación, tan escrupulosamente compuesto e ideado por su madre-. Ofreció el brazo a su joven esposa, y se inició el cortejo hacia el Salón de los Banquetes -que era el destinado a las cada vez menos frecuentes reuniones de la Asamblea, ya que no había otro mayor en el Castillo, exceptuando el del Trono.
El Salón de los Banquetes se había adornado a tales efectos de forma totalmente inaudita. Como la estación impedía disponer de flores naturales, Almíbar había ordenado engalanar paredes y puertas con ramos de acebo, verdes como el Lago, sembrados de granos rojos que brillaban como rubíes. El muérdago se trenzó con hilos de seda, y las grandes lámparas cuajadas de velas encendidas a centenares y adornos de todas las clases convertían aquel lugar, por lo común oscuro, húmedo y desapacible, en un cálido recinto luminoso. Grandes troncos ardían en la enorme chimenea, y sobre lecho de piedras -a cuyo alrededor se habían dispuesto las mesas-, un cúmulo de brasas al rojo vivo, estrechamente vigiladas y avivadas por dos sirvientes, caldeaban la estancia. Tapices y alfombras cubrían por doquier las ennegrecidas piedras, y pieles celosamente atesoradas fueron extendidas bajo los pies y sobre los asientos de los comensales, de forma que la dureza y el frío no les incomodaran. Grandes antorchas alejaban la oscuridad, pues, por lo común, y aun en pleno día y más esplendoroso verano, jamás llegaba a lucir el sol a través de tan estrechos ventanales. Ahora, por el contrario, relumbraban el oro y las valiosas piedras de hebillas, collares y broches. Todos parecían más hermosos y más jóvenes, pues el resplandor del fuego es más benigno que la cruda realidad del sol con los rostros que han dejado atrás la juventud. Y como a los jóvenes y hermosos no perjudicaba tampoco, lo cierto es que a todos favorecía. Si algún sirviente o invitado no lucía como era debido, aquellos resplandores disimulaban descosidos o costuras mal cosidas, manchas o ropas descoloridas.
Ardid y Almíbar se miraron con mutua aprobación y halagüeña sonrisa. También el modesto galón de oro, un tanto mortecino y oscurecido por la humedad, que bordeaba la túnica de Predilecto, brillaba como recién bordado. Y su apostura y belleza -que atraían la arrobada mirada de muchas damas- suplían largamente tales descuidos, de modo que su aspecto no desmerecía en absoluto junto al rico traje -si bien estrecho y altamente embarazoso- que lucía el Rey, quien acabó descosiendo una costura con la punta de la daga.
Muy tarde, en verdad, acabaría el banquete. Estaba previsto -tanto en las cocinas como en los pasillos de sirvientes- que se prolongaría hasta muy avanzada el alba. Y para ello el vino corría y, entre plato y plato, un delicado conjunto de músicos amenizaba la velada. Pero los desposados no debían permanecer en compañía de sus invitados hasta tan altas horas. Así es que, con una discreta seña de Ardid, Almíbar indicó al Rey que había llegado la hora de retirarse a su cámara y como parecía establecido, aguardar allí la llegada de su esposa. Por supuesto, el banquete podía continuar sin ellos. Y mientras Gudú se dirigía a sus aposentos, Ardid y sus doncellas condujeron a Tontina a los de ésta.