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Authors: Dan Simmons

Olympos (113 page)

BOOK: Olympos
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En ese momento ocurrió la segunda de las tres cosas imposibles del día (siendo la primera, según mi cuenta, la caída de Ilión a un universo diferente).

Estaba nublado desde que la ciudad había aterrizado en el risco (nubes sólidas se extendían de este a oeste) y la oscuridad del crepúsculo había llegado más rápidamente por eso. Pero el viento que había traído el olor de la vegetación movía toda la masa de nubes de oeste a este, despejando el cielo nocturno sobre nosotros.

Oímos a los hombres, aqueos y troyanos por igual, exclamar largamente antes de advertir qué era lo que estaban mirando, señalando hacia el cielo.

Fui consciente de la extraña luz incluso antes de alzar la cabeza. Era más brillante que cualquier noche de luna llena que yo hubiera vivido y era un tipo de luz más rica, más lechosa, extrañamente más fluida. Estaba contemplando nuestras múltiples sombras, que se movían en las rocas a nuestros pies, sombras que ya no eran proyectadas por la luz de las antorchas, cuando Héctor me agarró por el brazo para hacerme mirar hacia arriba.

Las nubes habían pasado. El cielo nocturno seguía siendo el cielo de la Tierra: distinguí el Cinturón de Orión, las Pléyades, Polaris y la Osa Mayor al norte, en el lugar adecuado, pero el familiar cielo de finales de invierno y la luna en cuarto creciente sobre la derruida Troya al este palidecían insignificantes ante aquella nueva fuente de luz.

Dos anchas bandas de estrellas se movían y se entrecruzaban sobre nosotros, una banda al sur y moviéndose obviamente más rápida de oeste a este, el otro anillo directamente sobre nosotros y moviéndose de norte a sur. Los anillos eran brillantes y lechosos pero no difusos: distinguí miles y miles de resplandecientes estrellas en cada anillo mientras algún recuerdo largamente perdido de un artículo científico de algún periódico me decía que incluso en las noches más claras, en la mayoría de los lugares de la Tierra sólo eran visibles unas tres mil estrellas. Había decenas, tal vez centenares de miles de brillantes estrellas visibles, todas moviéndose y cruzándose en dos anillos sobre nosotros, iluminándolo todo fácilmente y proporcionándonos una especie de luz de media tarde, el tipo de luz con la que siempre había imaginado que jugaban al
soft-ball
a medianoche, en Anchorage, Alaska. Puede que fuera la cosa más hermosa que había visto en dos vidas.

—Hijo de Duane —dijo Héctor—, ¿qué son estas estrellas? ¿Son dioses? ¿Nuevas estrellas? ¿Qué son?

—No lo sé —respondí.

En ese momento, mientras más de ciento cincuenta mil hombres armados se frotaban el cuello y miraban boquiabiertos y temerosos el sorprendente nuevo cielo nocturno de esa otra Tierra, los individuos más cercanos a la playa empezaron a gritar. Tardamos varios minutos en darnos cuenta de que algo sucedía en la parte más occidental de la masa humana. Todos los que participábamos en la reunión de Héctor corrimos a un promontorio rocoso (quizá hasta el borde de la playa original que había allí hacía miles de años, en la época de Ilión), para ver por qué gritaban los aqueos.

Por primera vez advertí que los cientos de naves negras quemadas seguían allí: habían atravesado con nosotros el Agujero Brana. Las naves calcinadas no estaban cerca del agua sino varadas para siempre en los matorrales sobre la arena, al oeste. Y entonces advertí por qué gritaban cientos de hombres.

Algo negro como la tinta pero que reflejaba la luz de las estrellas se arrastraba por el suelo del desaparecido mar desde el oeste, algo que se movía en silencio hacia nosotros siguiendo el fondo de la cuenca seca, algo que fluía y se deslizaba hacia el este con la sutil, lenta y segura certeza de la muerte. Llenó las zonas inferiores mientras nosotros mirábamos, luego rodeó las cimas boscosas de las colinas cerca del horizonte, fácilmente visibles a la luz de los nuevos anillos y, en cuestión de minutos, esas cimas quedaron rodeadas por el oscuro movimiento hasta que dejaron de ser cimas de colinas y se convirtieron en las islas de Lemnos y Tenedos e Imbros una vez más.

Ése fue el tercer extraño milagro de aquel día aparentemente interminable.

El mar oscuro como el vino regresaba a las orillas de Ilión.

86

Harman se llevó la pistola a la sien sólo unos segundos. Mientras su dedo acariciaba el gatillo del arma, supo que no iba a poner fin a las cosas de esa manera. Era una forma cobarde y, por aterrado que se sintiera ante la inminencia de su propia muerte, no quería acabar como un cobarde.

Giró, apuntó con el arma a la proa del antiguo submarino allá donde sobresalía a través de la pared note de la Brecha, y apretó el gatillo hasta que el arma dejó de disparar nueve tiros más tarde. La mano le temblaba tanto que ni siquiera supo si había dado o no el enorme blanco, pero el acto de disparar a la vez enfocó y exorcizó parte de su ira y su repulsión por la locura de su propia especie.

Se desprendió lentamente de la manchada termopiel. Harman ni siquiera pensó en tratar de lavarla, sino que simplemente la hizo a un lado. Temblaba tras los vómitos y la diarrea, pero no pensó en ponerse sus ropas exteriores y sus botas mientras se levantaba, recuperaba el equilibrio, y echaba a andar hacia el oeste.

Harman no tenía que consultar sus nuevas funciones biométricas para saber que se estaba muriendo rápidamente. Podía sentir la radiación en las tripas y las entrañas y los testículos y los huesos. La debilidad final crecía en su interior como un homúnculo fantasmal que se estuviera agitando. Así que caminó hacia el oeste, hacia Ada y Ardis.

Durante varias horas, la mente de Harman estuvo maravillosamente tranquila, consciente sólo para ayudarle a evitar pisar algo afilado o conducirlo al sendero correcto a través de los promontorios de coral o roca. Era vagamente consciente de que las paredes de la Brecha a ambos lados se volvían mucho más altas (el océano era más profundo allí), y que el aire a su alrededor era mucho más frío. Pero el sol de mediodía todavía lo alcanzaba. Una vez, a media tarde, Harman agachó la cabeza y vio que sus piernas y muslos estaban todavía manchados, principalmente de sangre, y se acercó tambaleándose a la pared sur de la Brecha, metió la mano desnuda por el campo de fuerza (sus dedos sintieron la terrible presión y el frío) y recogió suficiente agua salada del mar para lavarse. Continuó avanzando a trompicones hacia el oeste.

Cuando empezó a pensar de nuevo le agradó advertir que no sólo lo hacía en la obscenidad de la máquina y su cargamento de muerte planetaria que ahora había dejado atrás. Empezó a pensar en su propia vida, en sus cien años de vida.

Al principio los pensamientos de Harman fueron amargos: se reprendía por haber malgastado todas aquellas décadas en fiestas y juegos y el continuo faxear sin rumbo a un acontecimiento social u otro, pero pronto se perdonó. Había habido buenos momentos, momentos reales incluso en aquella falsa existencia, y el último año de auténtica amistad, verdadero amor y sincero compromiso había compensado al menos en parte todos los años de vacío.

Pensó en su propia función en los acontecimientos del último año y encontró la capacidad para perdonarse a sí mismo también en eso. La posthumana que se hacía llamar Moira se burlaba de él diciendo que era Prometeo, pero Harman se veía más bien como una especie de combinación de Adán y Eva que, al buscar la única fruta prohibida en el perfecto Jardín de la Indolencia, había expulsado a su especie de aquel lugar despreocupado y sano para siempre.

¿Qué les había dado a cambio a Ada, a sus amigos, a su raza? ¿La lectura? Por muy importante que fueran la lectura y el conocimiento para Harman, se preguntó si esa habilidad (potencialmente mucho más poderosa que las cien funciones que ahora despertaban en su cuerpo) podría compensar todo el terror, el dolor, la incertidumbre y la muerte que se avecinaban.

Quizás, advirtió, no tenía por qué.

A medida que el atardecer fue oscureciendo la larga franja del cielo, Harman continuó caminando hacia el oeste y empezó a pensar en la muerte. Sabía que la suya propia estaba sólo a unas horas de distancia, quizá menos, pero ¿qué sabía de la idea de la muerte a la que él y su pueblo nunca habían tenido que enfrentase hasta hacía pocos meses?

Se permitió buscar todos los datos almacenados en su interior desde el armario de cristal y descubrió que la muerte (el miedo a la muerte, la esperanza de sobrevivir a la muerte, la curiosidad por la muerte) habían sido el acicate central de casi toda la literatura y la religión durante los nueve milenios de información que había almacenado. Harman no comprendía del todo las ideas religiosas: le faltaba contexto aparte de su actual terror ante la presencia de la muerte. Vio el ansia en mil culturas a lo largo de miles de años por tener seguridad (cualquier seguridad) de que la vida continuaba incluso después de que la vida hubiera huido tan obviamente. Parpadeó mientras su mente sorteaba conceptos de la otra vida: el Valhalla, el cielo, el infierno, el paraíso islámico en el que la tripulación del submarino que había dejado atrás tenía tantas ganas de entrar, la sensación de tener una vida digna para seguir viviendo en las mentes y memorias de los otros... y luego echó un vistazo a todas las muchas versiones del tema de renacer a una vida terrena: el mandala, la reencarnación, el camino al centro. Para la mente y el corazón de Harman, todo era hermoso y tan vacío como una telaraña abandonada.

Mientras avanzaba hacia el oeste bajo las frías sombras, advirtió que si a algo respondía de la imaginería humana de la muerte ahora almacenada en sus células moribundas y su mismo ADN, era a los intentos literarios y artísticos por expresar el lado humano del encuentro: una especie de desafío de genio. Harman miró las imágenes almacenadas de los últimos autoretratos de Rembrandt y lloró por la terrible sabiduría que había en aquel rostro. Escuchó su propia mente leer cada palabra de la versión completa de
Hamlet
y advirtió, como habían advertido tantísimas generaciones anteriores, que aquel viejo príncipe de negro podría haber sido el único verdadero enviado del País por Descubrir.

Harman se dio cuenta de que estaba llorando y de que no era por sí mismo ni por su muerte inminente, ni siquiera por la pérdida de Ada y su hijo por nacer, en los que nunca dejaba de pensar, sino simplemente porque nunca había tenido la oportunidad de ver representar una obra de Shakespeare. Se dio cuenta de que si hubiese regresado a Ardis sano y salvo en vez de como un esqueleto sangrante y moribundo, habría insistido en que la comunidad representara una de la obras de Shakespeare... si conseguía sobrevivir a los voynix.

¿Cuál?

Tratar de decidir esta interesante cuestión distrajo a Harman lo suficiente para que no reparara en que el cielo adquiría un profundo tono crepuscular, ni en que la franja de cielo se convertía solamente en campos de estrellas y movimiento de anillos y para que no advirtiera que el frío de la profunda trinchera que recorría le calaba primero la piel, luego la carne, después los mismos huesos.

Finalmente, no pudo continuar más. Siguió tropezando con las rocas y con otras cosas que no podía ver. Ni siquiera distinguía dónde empezaban las paredes de la Brecha. Todo era terriblemente frío y estaba totalmente oscuro: un sabor previo a la muerte.

Harman no quería morir. Todavía no. En aquel momento no. Se acurrucó en posición fetal sobre el arenoso fondo de la Brecha, sintiendo la arena y la tierra rozarle la piel con la realidad de que todavía estaba vivo. Se abrazó, los dientes castañeteando, alzó las rodillas y se las rodeó con los brazos, el cuerpo temblando, pero con la seguridad de que estaba vivo. Incluso pensó tristemente en la mochila que había dejado tan lejos atrás y en el saco de dormir térmico y en sus ropas. Su mente recordó también las barras alimenticias, pero su estómago no la acompañó.

Varias veces durante la noche Harman tuvo que arrastrarse del hueco que había cavado en la arena con su cuerpo encogido y agitarse a cuatro patas mientras vomitaba una y otra vez... pero todo lo que tenía el día anterior en el estómago había desaparecido. Luego regresaba arrastrándose despacio, a su pequeño hueco de forma fetal en la arena, esperando el leve calor que encontraría de nuevo cuando se acurrucara allí una vez más, igual que antes podía haber esperado una buena comida.

¿Qué obra? La primera que había leído había sido
Romeo y Julieta
, que contenía el afecto del primer encuentro. Repasó
El rey Lear (
«nunca, nunca, nunca, nunca, nunca»
)
, y le pareció perfectamente adecuado para un moribundo como él era, incluso para alguien que no había vivido lo suficiente para ver a su hijo o a su hija. Pero era demasiado para la familia de Ardis en su primer encuentro con Shakespeare. Como tendrían que ser ellos mismos los actores, se preguntó quién podría representar al viejo Lear... Odiseo-Nadie era el único rostro adecuado. Se preguntó cómo le iría a Nadie por aquellos días.

Harman volvió el rostro hacia arriba y contempló los anillos girar delante de las estrellas, una belleza que nunca había apreciado tanto como en aquella terrible noche. Una veta brillante (más brillante que el resto de las estrellas de los anillos juntas) trazó una osada curva contra el negro ónice, cruzó el anillo-p y se movió entre las estrellas reales antes de desaparecer tras la pared de la Brecha, por el lado sur. Harman no tenía ni idea de qué era (demasiado duradero para ser un meteorito), pero sabía que estaba tan lejos que no podía tener nada que ver con él.

Pensando en la muerte y pensando en Shakespeare, y sin decidir todavía qué obra montar primero, Harman encontró estos interesantes versos almacenados en su ADN. Claudio hablando, Claudio de
Medida por medida
, cuando se enfrentaba a su propia ejecución:

Ah, pero morir e ir quién sabe dónde;

yacer rígido y frío y descomponerse,

convertir este calor sensible

en un montón de argamasa, y bañar el espíritu dilatado

en un mar de fieros fuegos, o morar

en desafiantes regiones de espeso hielo;

ser preso de vientos impenetrables

y soplar con incansable violencia en torno

a este mundo en suspenso; o ser peor que el peor

de aquellos que los inciertos pensamientos

aullando representan. ¡Es demasiado horrible!

La existencia terrena más penosa y repugnante

BOOK: Olympos
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