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Authors: Paulo Coelho

Once minutos (24 page)

BOOK: Once minutos
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Por eso no había respondido a la pregunta: «¿Ha tenido alguna aventura fuera del matrimonio?».

Esas cosas mueren con uno, pensó. Su marido siempre había sido el hombre de su vida, aunque el sexo fuese cosa del pasado remoto. Era un excelente compañero, honesto, generoso, con buen humor, luchaba para sustentar a la familia, y procuraba hacer felices a todos aquellos que estaban bajo su responsabilidad. El hombre ideal, con el que todas las mujeres sueñan, y justamente por eso se sentía tan mal al pensar que un día había deseado, y había estado, con otro hombre.

Recordaba cómo lo había conocido. Volvía de la pequeña ciudad de Davos, en las montañas, cuando una avalancha de nieve interrumpió durante algunas horas la circulación de los trenes. Telefoneó, para que nadie se preocupase, compró algunas revistas y se preparó para una larga espera en la estación.

Fue entonces cuando vio a un hombre a su lado, con una mochila y un saco de dormir. Tenía el pelo gris, la piel quemada por el sol, era el único que no parecía estar preocupado por el retraso; al contrario, sonreía y miraba a su alrededor, buscando a alguien con quien charlar. Heidi abrió una de las revistas pero, ¡ah, vida misteriosa!, sus ojos se cruzaron rápidamente con los de él, y no consiguió desviarlos lo bastante rápido como para evitar que se acercase.

Antes de que ella pudiese, educadamente, decir que realmente tenía que terminar un artículo importante, él empezó a hablar. Dijo que era escritor, que volvía de una reunión en la ciudad, y que el retraso de los trenes lo haría perder el avión a su país. Al llegar a Géneve, ¿podría ayudarlo a encontrar un hotel?

Heidi lo miraba: ¿cómo alguien podía estar de tan buen humor después de perder un vuelo, y tener que esperar en una incómoda estación de tren hasta que las cosas se resolviesen?

Pero el hombre empezó a hablar, como si fuesen viejos amigos. Habló de sus viajes, del misterio de la creación literaria y, para su espanto y horror, sobre todas las mujeres que había amado y encontrado a lo largo de su vida. Heidi simplemente decía que sí con la cabeza, y él continuaba. Alguna que otra vez, se disculpaba por hablar mucho, y le pedía que le hablase un poco de sí misma, pero todo lo que se le ocurría decir era «soy una persona común, sin nada de extraordinario».

De repente, ella se vio deseando que el tren no llegase nunca, aquella conversación era muy interesante, estaba descubriendo cosas que sólo habían entrado en su mundo a través de las novelas de ficción. Y como jamás volvería a verlo, se armó de valor —más tarde no sabría explicar por qué— y comenzó a hacerle preguntas sobre temas que le interesaban. Pasaba por una época difícil en su matrimonio, su marido reclamaba mucho su presencia, y Heidi quiso saber qué podía hacerlo feliz. Él le dio algunas explicaciones interesantes, le contó una historia, pero no parecía muy contento al tener que hablar del marido.

«Eres una mujer muy interesante», dijo, usando una frase que hacía muchos años que ella no oía.

Heidi no supo cómo reaccionar, él notó su bochorno, y en seguida se puso a hablar sobre desiertos, ciudades perdidas, mujeres cubiertas con un velo o con la cintura desnuda, guerreros, piratas, sabios.

El tren llegó. Se sentaron uno al lado del otro, y ahora ella ya no era la mujer casada, con una casa junto al lago, tres hijos que criar, sino una aventurera que llegaba a Géneve por primera vez. Miraba las montañas, el río, y se sentía contenta por estar con un hombre que quería llevársela a la cama (porque los hombres sólo piensan en eso), que hacía lo posible para impresionarla. Pensó en cuántos hombres habían sentido lo mismo, y jamás les había dado ninguna oportunidad, pero aquella mañana el mundo había cambiado, era una adolescente de treinta y ocho años que asistía deslumbrada a las tentativas de seducirla; era lo mejor del mundo.

En el otoño prematuro de su vida, cuando pensaba que ya tenía todo lo que podía desear, aparecía aquel hombre en la estación de tren y entraba sin pedir permiso. Se apearon en Géneve, ella le indicó un hotel (modesto, había insistido él, porque debía partir aquella mañana, y no estaba prevenido para un día más en la carísima Suiza), le pidió que lo acompañase hasta la habitación con él, para ver si todo estaba en orden. Heidi sabía lo que le esperaba pero, aun así, aceptó la proposición. Cerraron la puerta, se besaron con violencia y deseo, él le arrancó la ropa, y, ¡Dios mío!, conocía el cuerpo de una mujer, porque había conocido el sufrimiento o la frustración de muchas.

Hicieron el amor toda la tarde, pero al llegar la noche el encanto se disipó, y ella dijo la frase que no le gustaría haber pronunciado jamás: «Tengo que volver, mi marido me espera».

Él encendió un cigarrillo, permanecieron en silencio algunos minutos, y ninguno de los dos dijo «adiós». Heidi se levantó y salió sin mirar atrás, sabiendo que, no importaba lo que dijesen, ninguna palabra o frase tendría sentido.

Nunca más volvería a verlo, pero, en el otoño de su desesperanza, durante algunas horas, había dejado de ser la esposa fiel, el ama de casa, la madre amorosa, la funcionaria ejemplar, la amiga constante; y había vuelto a ser simplemente mujer.

«Qué pena que no le conté esto a la chica —se dijo—. En cualquier caso, ella no habría entendido nada, todavía vive en un mundo en el que la gente es fiel y las promesas de amor son eternas.»

Del diario de María:

No sé qué pensó cuando abrió la puerta, aquella noche, y me vio con dos maletas.

—No te asustes —comenté en seguida—. No me estoy mudando aquí. Vamos a cenar.

Me ayudó, sin ningún comentario, a meter mi equipaje dentro. En seguida, antes de decir «qué es eso» o «qué alegría que hayas venido», simplemente me agarró, y comenzó a besarme, a tocar mi cuerpo, mis senos, mi sexo, como si hubiese esperado mucho tiempo, y ahora presintiese que tal vez el momento no iba a llegar nunca.

Me quitó el abrigo, el vestido, me dejó desnuda, y fue allí en el recibidor de la entrada, sin ningún ritual ni preparación, incluso sin tiempo para decir lo que estaría bien o mal, con el viento frío entrando por la rendija de la puerta, dónde hicimos el amor por primera vez. Pensé que tal vez fuese mejor decirle que parase, que buscásemos un lugar más cómodo, que tuviésemos tiempo de explorar el inmenso mundo de nuestra sensualidad, pero al mismo tiempo yo lo quería dentro de mí, porque era el hombre que yo nunca había poseído, y que jamás poseería. Por eso podía amarlo con toda mi energía, tener por lo menos, durante una noche, aquello que jamás había tenido antes, y que posiblemente nunca, tendría después.

Me acostó en el suelo, entró dentro de mí antes de que yo estuviese completamente mojada, pero no, el dolor no me molestó, al contrario, me gustó que fuese así porque debía entender que yo era suya, y que no tenía que pedir permiso. No estaba allí para enseñarle nada más, ni para mostrarle cómo mi sensibilidad era mejor o más intensa que la de las demás mujeres, sino para decirle que sí, que era bienvenido, que yo también lo estaba esperando, que me alegraba mucho su total falta de respeto a las reglas que habíamos creado entre nosotros, y que ahora exigía que sólo nuestros instintos, macho y hembra, nos guiasen. Estábamos en la postura más convencional posible, yo debajo, con las piernas abiertas, y él encima, entrando y saliendo, mientras yo lo miraba, sin ganas de fingir, ni de gemir, ni de nada, simplemente queriendo mantener los ojos abiertos, y procurar recordar cada segundo, ver su rostro transformándose, sus manos que agarraban mi cabello, su boca que me mordía, me besaba. Nada de preliminares, de caricias, de preparaciones, de sofisticaciones, simplemente él dentro de mí, y yo en su alma.

Entraba y salía, aumentaba y disminuía el ritmo, a veces paraba para mirarme también, pero no preguntaba si me estaba gustando, porque sabía que ésa era la única manera de que nuestras almas se comunicasen en aquel momento. El ritmo aumentó, y yo sabía que los once minutos estaban llegando a su fin, quería que continuasen para siempre, porque era tan bueno, ¡Oh, Dios mío, qué bueno era ser poseída y no poseer! Todo con los ojos muy abiertos, y yo noté, cuando ya no veíamos bien, que parecía que nos íbamos a otra dimensión donde yo era la gran madre, el universo, la mujer amada, la prostituta sagrada de los antiguos rituales de la que él me había hablado con un vaso de vino y una chimenea encendida.

Sentí que su orgasmo llegaba, y sus brazos sujetaron los míos con fuerza, los movimientos aumentaron de intensidad, y ¡entonces él gritó, no gimió, no apretó los dientes, sino que gritó! ¡Chilló! ¡Bramó como un animal! Por el fondo de mi cabeza pasó rápidamente el pensamiento de que los vecinos tal vez llamasen a la policía, pero eso no tenía importancia, y yo sentí un inmenso placer, porque era así desde el inicio de los tiempos, cuando el primer hombre encontró a la primera mujer e hicieron el amor por primera vez: gritaron.

Después su cuerpo se derrumbó sobre mí, y no sé cuánto tiempo permanecimos abrazados el uno al otro, yo acaricié su pelo como sólo lo había hecho la noche en que nos encerramos en la oscuridad del hotel; noté cómo su corazón disparado volvía poco a poco a la normalidad, sus manos comenzaron a pasear delicadamente por mis brazos, y aquello hizo que todos los pelos de mi cuerpo se erizasen.

Debió de pensar en algo práctico, como el peso de su cuerpo encima del mío, porque se echó hacia un lado, agarró mis manos, y permanecimos mirando el techo y el lustre de tres lámparas encendidas.

—Buenas noches —le dije.

Él me empujó e hizo que apoyase la cabeza en su pecho. Me acarició durante un buen rato, antes de decir también «buenas noches».

—Seguro que los vecinos lo han oído todo —comenté, sin saber cómo íbamos a continuar, porque decir «te amo» en aquel momento no tenía mucho sentido, él ya lo sabía, y yo también.

—Entra una corriente de aire frío por debajo de la puerta —fue su respuesta, cuando podría haber dicho «¡qué maravilla!».

—Vayamos a la cocina.

Nos levantamos y vi que él ni siquiera se había quitado el pantalón, estaba vestido como cuando llegué, sólo que con el sexo afuera. Me puse el abrigo sobre mi cuerpo desnudo. Fuimos a la cocina, él preparó un café, fumó dos cigarrillos, yo fumé uno. Sentados a la mesa, él decía «gracias» con los ojos, yo respondía «también te quiero dar las gracias», pero nuestras bocas permanecían cerradas.

Finalmente él se armó de valor y preguntó por las maletas.

—Vuelvo a Brasil mañana a mediodía.

Una mujer sabe cuándo un hombre es importante para ella. ¿Son ellos capaces también de ese tipo de comprensión? ¿O debería haberle dicho «te amo», «me gustaría seguir aquí contigo», «pídeme que me quede»?

—No te vayas —sí, él había comprendido que podía decírmelo.

—Me voy. He hecho una promesa.

Porque, si no la hubiese hecho, tal vez creyese que todo aquello era para siempre. Y no lo era, era parte del sueño de una chica de pueblo de un país distante, que se va a la gran ciudad (en realidad, no tan grande), pasa por mil dificultades, pero conoce a un hombre que la ama. Éste era el final feliz para todos los momentos difíciles que pasé, y siempre que yo recordase mi vida en Europa, terminaría con la historia de un hombre enamorado de mí, que sería siempre mío, ya que yo había visitado su alma.

Oh, Ralf, no sabes cuánto te amo. Pienso que tal vez uno se enamora en el momento en el que ve al hombre de sus sueños por primera vez, aunque la razón en ese momento diga que estamos equivocados, y empecemos a luchar, sin deseo de ganar, contra ese instinto. Hasta que llega el momento en que nos dejamos vencer por la emoción, y eso sucedió aquella noche, cuando caminé descalza por el parque, sufriendo dolor y frío, pero entendiendo cuánto me querías.

Sí, te amo mucho, como nunca he amado a otro hombre, y justamente por eso me voy, porque si me quedase el sueño se convertiría en realidad, deseo de poseer, de desear que tu vida sea mía... en fin, de todas esas cosas que acaban convirtiendo el amor en esclavitud. Mejor así: el sueño. Tenemos que ser cuidadosos con lo que nos llevamos de un país, o de la vida.

—No has tenido un orgasmo —dijo él, intentando cambiar de tema, ser cuidadoso, no forzar una situación. Tenía miedo de perderme, y pensaba que todavía tenía toda la noche para hacerme cambiar de opinión.

—No he tenido un orgasmo, pero he sentido un inmenso placer.

—Pero sería mejor si tuvieses un orgasmo.

—Podría haber fingido, simplemente para contentarte, pero no te lo mereces. Eres un hombre, Ralf Hart, con todo lo que esa palabra pueda tener de hermoso y de intenso. Supiste ayudarme y apoyarme, aceptaste que yo te apoyase y te ayudase, sin que eso significase humillación. Sí, me gustaría haber tenido un orgasmo, pero no lo he tenido. Sin embargo, me encantó el suelo frío, tu cuerpo caliente, la violencia consentida con la que entraste en mí.

»Hoy fui a devolver los libros que todavía tenía, y la bibliotecaria me preguntó si hablaba de sexo con mi pareja. Me dieron ganas de decirle: ¿qué pareja? ¿Qué tipo de sexo? Pero ella no lo merecía, ha sido siempre un ángel conmigo.

»En realidad, sólo he tenido dos parejas desde que llegué a Géneve: uno que despertó lo peor de mí misma, porque yo se lo permití e incluso se lo imploré. El otro, tú, que me has hecho sentir parte del mundo otra vez. Me gustaría poder enseñarte dónde tocar en mi cuerpo, con qué intensidad, durante cuánto tiempo, y sé que no lo tomarías como una recriminación, sino como una posibilidad de que nuestras almas se comuniquen mejor. El arte del amor es como tu pintura, requiere técnica, paciencia, y sobre todo práctica entre la pareja. Requiere osadía, es preciso ir más allá de aquello que la gente convencionalmente llama "hacer el amor".

Ya está. La profesora había vuelto, y yo no quería aquello, pero Ralf supo manejar la situación. En vez de aceptar lo que yo decía, encendió su tercer cigarrillo en menos de media hora:

—En primer lugar, hoy vas a pasar la noche aquí. No era una petición, era una orden.

—En segundo lugar, haremos el amor otra vez, con menos ansiedad y más deseo.

»Finalmente, me gustaría que tú también entendieses mejor a los hombres.

¿Entender mejor a bs hombres? Me pasaba todas las noches con ellos, blancos, negros, asiáticos, judíos, musulmanes, budistas. ¿Acaso Ralf no lo sabía?

Me sentí más aliviada; qué bien que la conversación caminaba hacia una discusión. Por un momento había pensado en pedirle perdón a Dios y romper mi promesa.

Pero allí estaba otra vez la realidad para decirme que no olvidase conservar mi sueño intacto, y que no me dejase caer en las trampas del destino.

—Sí, entender mejor a los hombres —repitió Ralf, al ver mi aire de ironía—. Hablas de expresar tu sexualidad femenina, de ayudarme a navegar por tu cuerpo, a tener paciencia, tiempo. Estoy de acuerdo, pero ¿ya se te ha ocurrido pensar que nosotros somos diferentes, por lo menos en lo que a tiempo se refiere? ¿Por qué no le pides explicaciones a Dios?

»Cuando nos conocimos, te pedí que me enseñases sobre sexo, porque mi deseo había desaparecido. ¿Sabes por qué? Porque después de ciertos años de vida, cualquier relación sexual mía terminaba en tedio o en frustración, ya que creía que era muy difícil darles a las mujeres que amé el mismo placer que ellas me daban a mí.

A mí no me gustó lo de «las mujeres que amé», pero fingí indiferencia y encendí un cigarrillo.

—No tenía >valor para pedirte: enséñame tu cuerpo. Pero cuando te encontré, vi tu luz y te amé inmediatamente, pensé que a esas alturas de la vida, ya no tenía nada más que perder si era honesto conmigo, y con la mujer que quería tener a mi lado.

El cigarrillo me resultó delicioso, y me habría gustado que me hubiera ofrecido un poco de vino, pero no quería dejar de hablar del tema.

—¿Por qué los hombres, en vez de hacer lo que tú has hecho conmigo, descubrir cómo me siento, sólo piensan en sexo?

—¿Quién ha dicho que sólo pensamos en sexo? Al contrario: pasamos años de nuestra vida intentando hacernos creer a nosotros mismos que el sexo es importante. Aprendemos el amor con prostitutas o con vírgenes, contamos nuestras andanzas a todos los que quieran escuchar, nos paseamos con amantes jóvenes cuando nos hacemos mayores, todo para demostrarles a los demás que sí, que somos aquello que las mujeres esperaban que fuésemos.

»Pero ¿sabes una cosa? No es nada de eso. No entendemos nada. Creemos que sexo y eyaculación son lo mismo, y como acabas de decir, no lo son. No aprendemos, porque no tenemos valor para decirle a una mujer: enséñame tu cuerpo. No aprendemos porque ella tampoco tiene el valor de decir: aprende cómo soy. Nos quedamos en el primitivo instinto de supervivencia de la especie, y eso es todo. Por más absurdo que parezca, ¿sabes qué es más importante para el hombre que el sexo?

Y pensé que tal vez fuese el dinero o el poder, pero no dije nada.

—El deporte. ¿Y sabes por qué? Porque un hombre entiende el cuerpo de otro hombre. En el deporte, vemos el diálogo de cuerpos que se entienden.

—Estás loco.

—Puede ser. Pero tiene sentido. ¿Te has parado a pensar qué sentían los hombres con los que has estado en la cama?

—Sí, lo he hecho: todos se sentían inseguros. Tenían miedo.

—Peor que miedo. Eran vulnerables. No entendían muy bien qué estaban haciendo, simplemente sabían que la sociedad, los amigos, las propias mujeres decían que era importante. «Sexo, sexo, sexo», ésa es la base de la vida, grita la publicidad, la gente, las películas, los libros. Nadie sabe de qué habla. Saben, ya que el instinto es más fuerte que todos nosotros, que hay que hacerlo. Y punto.

Basta. Yo había intentado dar lecciones de sexo para protegerme, él hacía lo mismo, y por más sabias que fuesen nuestras palabras, ya que uno siempre quería impresionar al otro, ¡eso era estúpido, indigno de nuestra relación! Lo atraje hacia mí porque, independientemente de lo que él tuviese que decir, o de lo que yo pensase respecto a mí misma, la vida ya me había enseñado muchas cosas. Al principio de los tiempos, todo era amor, entrega. Pero luego, la serpiente se le aparece a Eva y le dice: lo que has entregado, lo vas a perder. Eso fue lo que pasó conmigo, fui expulsada del Paraíso cuando todavía estaba en el colegio, y desde entonces he buscado una manera de decirle a la serpiente que estaba equivocada, que vivir era más importante que guardar. Pero la serpiente estaba en lo cierto, y yo estaba equivocada.

Me arrodillé, le quité poco a poco la ropa, y vi que su sexo estaba allí, durmiente, sin reaccionar. A él parecía no importarle, y yo besé la parte interior de sus piernas, empezando por los pies. Su sexo comenzó a reaccionar lentamente, y yo lo toqué, después lo puse en mi boca, y, sin prisa, sin que él lo interpretase como « ¡Vamos, prepárate!», lo besé con el cariño de quien no espera nada, y justamente por eso, lo conseguí todo. Vi que se excitaba, y comenzó a tocar mis pezones, girándolos como aquella noche de total oscuridad, haciéndome desear tenerlo de nuevo entre mis piernas, o en mi boca, o como desease o quisiese poseerme.

No me quitó el abrigo; hizo que me inclinase de bruces sobre la mesa, con las piernas aún apoyadas en el suelo. Me penetró lentamente, esta vez sin ansiedad, sin miedo a perderme, porque en el fondo él también había entendido que aquello era un sueño, y que permanecería para siempre como un sueño, jamás como realidad.

Al mismo tiempo que sentía su sexo dentro de mí, sentía también su mano en los senos, las nalgas, tocándome como sólo una mujer sabe hacerlo. Entonces entendí que estábamos hechos el uno para el otro, porque él conseguía ser mujer como ahora, y yo conseguía ser hombre como cuando conversamos o nos iniciamos en el encuentro de las dos almas perdidas, de los dos fragmentos que faltaban para completar el universo.

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