Opiniones de un payaso (3 page)

Read Opiniones de un payaso Online

Authors: Heinrich Böll

BOOK: Opiniones de un payaso
4.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

Henriette tenía realmente el aspecto de emprender una excursión con la escuela. De ellos se podía temer cualquier cosa. De vez en cuando, cuando estábamos en clase entre dos alarmas, a través de la ventana abierta oíamos auténticos disparos de fusil, y cuando mirábamos asustados hacia la ventana, nos preguntaba el profesor Brühl si sabíamos lo que aquello significaba. Nos enteramos, desde luego: otro desertor era fusilado allá lejos en el bosque. «He aquí lo que les ocurrirá», dijo Brühl, «a todos los que se niegan a defender nuestro santo suelo alemán contra los judíos yanquis.» (Hace poco me encontré con él, ahora es viejo, canoso, profesor en una Escuela Normal, y pasa por un ciudadano de «honroso pasado político», porque nunca fue del partido.)

Volví a hacer señas hacia el tranvía en el que viajaba Henriette, atravesé nuestro parque en dirección a casa, donde mis padres estaban ya a la mesa con Leo. Hubo puré, patatas con salsa como plato principal, y de postre una manzana. Sólo al llegar a los postres pregunté a mi madre adonde había ido Henriette en su excursión. Rió un poco y dijo: «¡Excursión! ¡Qué tontería! Marchó a Bonn para alistarse en la DCA. No mondes la manzana con una piel tan gruesa. Mira, muchacho», cogió la piel de manzana de mi plato, la raspó a fondo y los productos que resultaron de su economía, delgadísimos cortes de manzana, se los puso en la boca. Miré a mi padre. Miraba fijamente a su plato y no dijo nada. También Leo callaba, y al volver a mirar a mi madre, dijo ella con voz suave: «Ya comprenderás que todos deben hacer de su parte todo lo posible para echar a los judíos yanquis de nuestro santo suelo alemán.» Me lanzó una mirada que me llenó de inquietud, después miró a Leo del mismo modo, y me pareció como si estuviera dispuesta a enviarnos a los dos al frente para luchar contra los judíos yanquis. «Nuestro santo suelo alemán», dijo ella, «y pensar que ya han penetrado profundamente en el Eifel.» Me entraron ganas de reír, pero estallé en lágrimas, arrojé mi cuchillo de postre y corrí hacia mi cuarto. Tenía miedo, sabía incluso por qué, pero no sabía expresarlo, y me enfurecí cuando pensé en la maldita piel de manzana. Miré al suelo alemán de nuestro jardín, cubierto con sucia nieve, y después en dirección al Rhin, a la hilera de sauces dirigiéndose hacia la Siebengebirge, y todo aquel decorado me pareció estúpido. Una vez vi a unos cuantos de aquellos «judíos yanquis»: bajaban del Venusberg en camión hacia Bonn para ir a un puesto de control: parecían muertos de frío, y de miedo, y jóvenes; si me figuraba de algún modo a los judíos, era más bien como a los italianos, a quienes vi todavía más muertos de frío que los americanos, y tan cansados que ya ni siquiera tenían miedo. Di un puntapié a la silla delante de mi cama, y como no cayó, le di otro. Cayó por fin con estrépito e hizo añicos la placa de vidrio encima de mi mesita de noche. Henriette con mochila y sombrero azul. No volvió, y no sabemos dónde está enterrada. Alguien que vino a vernos al terminar la guerra nos informó que había «caído cerca de Leverkusen».

Esta inquietud por el santo suelo alemán en cierto modo resulta cómica, cuando pienso que una buena parte de las acciones del lignito se hallan en manos de nuestra familia desde hace dos generaciones. Desde hace setenta años se benefician los Schniers de las torturas que debe sufrir el santo suelo alemán: aldeas, bosques, castillos, caen ante las excavadoras como las murallas de Jericó.

Un par de días después me enteré de quién poseía derechos de autor sobre la frase de los «judíos yanquis»: Herbert Kalick, de catorce años entonces, mi
Jungvolkführer
, a cuya disposición puso mi madre generosamente nuestro parque, donde éramos adiestrados en el manejo de puños antitanques. Mi hermano Leo, de ocho años, participaba también, y yo le veía marchar marcando el paso junto al campo de tenis con un puño antitanque al hombro, en el rostro una seriedad como sólo se puede ver en los niños. Le detuve y le pregunté: «¿Qué haces aquí?» Y poniendo una mirada tétrica, dijo: «Seré guerrillero; ¿acaso tú no?» «Desde luego», dije, y bordeando el campo de tenis marché con él hacia el puesto de tiro, donde Herbert Kalick contaba la historia de aquel muchacho que, a sus diez años, había sido distinguido ya con la Cruz de Hierro de primera clase, allá en algún lugar de la lejana Silesia, donde había destruido tres carros de combate rusos con un puño antitanque. Al preguntar un muchacho cómo se llamaba aquel héroe, dije yo: «Matarratas.» Herbert Kalick se puso lívido y gritó: «Cochino derrotista.» Me agaché y le arrojé a Herbert un puñado de ceniza en el rostro. Todos cayeron sobre mí, sólo Leo permaneció neutral, lloró, pero no me auxilió, y en mi paroxismo le grité a Herbert en el rostro: «Cerdo nazi.» Yo había leído esta expresión en alguna parte, escrita en la barra de un paso a nivel. No sabía con exactitud lo que significaba, pero tuve la impresión que podía ser aplicable allí. Herbert Kalick detuvo inmediatamente la pelea y entró en funciones: me detuvo, y fui encerrado en el cobertizo del puesto de tiro, entre los blancos y los postes indicadores, hasta que Herbert hubo convocado allí a mis padres, al profesor Brühl y a un miembro del partido. Yo lloraba de rabia, destrocé a patadas los blancos, sin dejar de gritar a los muchachos que desde fuera me vigilaban: «Sois unos cerdos nazis.» Una hora después me llevaron a la sala para interrogarme. El profesor Brühl apenas podía contenerse. Decía sin cesar: «Total exterminio, exterminio total», y aún hoy no sé con exactitud si se refería a lo corporal o, por así decirlo, a lo espiritual. Uno de estos días le escribiré a la Escuela Normal rogándole me lo explique por amor a la verdad histórica. El miembro del partido, el
Ortsgruppenleiter
suplente Lovenich. era muy razonable. Repetía: «Tengan en cuenta que el chico no tiene aún once años», y puesto que casi me tranquilizó, llegué a responder a su pregunta de dónde había aprendido la expresión infamante: «Lo leí en el paso a nivel de la Annabergerstrasse.» «¿Nadie te lo ha dicho a ti?», preguntó, «quiero decir, ¿tú no lo has oído de nadie?» «No», dije yo. «Pero si el chico no sabe lo que se dice», dijo mi padre y puso su mano en mi hombro. Brühl lanzó a mi padre una mirada enojada, mirando luego angustiado a Herbert Kalick. Por lo visto el gesto de papá pasó por un grave signo de complicidad. Mi madre dijo llorando, con su voz suave y estúpida: «No sabe lo que se hace, no lo sabe: si no fuera así, yo debería desentenderme de él.» «Pues desentiéndete», dije yo. Todo esto tuvo lugar en nuestra espaciosa sala, entre los regios muebles de roble barnizados en un tono oscuro, con los trofeos de caza del abuelo en lo alto de las amplias estanterías de roble, grandes jarras y las macizas librerías de vidrio emplomado. Oía el cañoneo allá lejos en el Eifel, escasamente a veinte kilómetros de distancia, e incluso el tableteo de las ametralladoras, alguna que otra vez. Herbert Kalick, pálido, rubio, con su rostro fanático, actuando como una especie de fiscal, no dejaba de golpear con los nudillos sobre la mesa, reclamando: «Rigor, rigor, inflexible rigor». Fui sentenciado a abrir en el jardín, bajo la vigilancia de Herbert, un foso para tanques, y era aún medianoche que cavaba yo, siguiendo la tradición de los Schnier, el suelo alemán, si bien —lo que contradecía la tradición de los Schnier— con mis propias manos. Cavé la zanja atravesando los rosales favoritos del abuelo, que se hallaban exactamente junto a la copia del Apolo del Belvedere, y me alegraba al pensar en el momento en que la estatua de mármol sucumbiría ante mi celo excavador; pero me alegré demasiado pronto; iba a ser destruida por un chiquillo pecoso que se llamaba Georg. Se hizo volar a sí mismo y al Apolo por los aires con un puño antitanque, el cual le estalló inoportunamente. El comentario de Herbert Kalick a esta desgracia fue lacónico. «Por fortuna Georg era huérfano.»

5

Busqué en el listín los números de teléfono de todos aquellos con quienes tenía que hablar; a la izquierda escribí los nombres, uno debajo del otro, de las personas a quienes podía yo dar sablazos: Karl Emonds, Heinrich Behlen, ambos compañeros de colegio, ex estudiante de teología el primero, hoy catedrático de Instituto; el otro, capellán; después Bela Brosen, la querida de mi padre. A la derecha, también en columna, aquellos a los que únicamente en caso extremo pediría yo dinero: mis padres, Leo (a quien yo puedo pedir dinero, pero nunca lo tiene, todo lo da), los componentes del «círculo»: Kinkel, Fredebeul, Blothert, Sommerwild. Y entre las dos columnas de nombres, Monika Silvs, alrededor de cuyo nombre tracé un bonito círculo. Tenía que mandar un telegrama a Karl Emonds, rogándole me telefonease. No tiene teléfono. Gustosamente hubiese yo telefoneado a Monika en primer lugar, pero debería llamarla al final. Nuestras relaciones se hallan en una fase tal que sería descortés por mi parte, tanto en lo físico como en lo metafísico, desdeñarla. En este punto me encontraba en una inquietante situación: monógamo, seguía viviendo célibe en contra de mi voluntad, pero conforme a mi naturaleza, desde que Marie, por «miedo metafísico», como ella decía, me abandonó. La verdad era que yo había resbalado en Bochum más o menos deliberadamente, me había dejado caer sobre mi rodilla, para así interrumpir mi iniciada jira y poder marcharme a Bonn. Sufro, de un modo difícil de soportar, de lo que en los libros religiosos de Marie es descrito erróneamente como «concupiscencia carnal». Me gusta mucho Monika, lo suficiente para poder satisfacer con ella el deseo de poseer a otra mujer. Si en estos libros religiosos constara «desear a una mujer», sería ya bastante grosero, pero mejor en algunos grados a la expresión «concupiscencia carnal». Yo no conozco nada carnal fuera de las carnicerías, e incluso éstas no son del todo carnales. Al imaginarme yo que Marie hace con Züpfner lo que sólo debía hacer conmigo, mi melancolía crece hasta la desesperación. Titubeé largo tiempo antes de buscar el número de teléfono de Züpfner y escribirlo al pie de la columna de aquéllos a los que había pensado no darles sablazo. Marie me daría dinero, inmediatamente, todo lo que ella poseía, vendría a mí y me asistiría, sobre todo si se enteraba de la serie de percances que me habían acontecido, pero no vendría sin escolta. Seis años son mucho tiempo, y ella no pertenece a la casa de Züpfner, ni a su mesita para el desayuno, ni a su cama. Incluso estaba dispuesto a luchar por ella, si bien la palabra luchar despierta en mí casi únicamente una idea física, y por lo tanto ridícula: una pelea con Züpfner. Marie aún no estaba muerta para mí, así como mi madre es como si hubiese realmente muerto para mí. Yo creo que los vivos están muertos, y los muertos viven, pero no como lo creen los protestantes y los católicos. Para mí un chiquillo, como Georg, que voló por los aires al estallar un puño antitanque, sigue más vivo que mi madre. Veo al chico pecoso, desmañado, allá en el prado frente al Apolo, oigo gritar a Herbert Kalick: «Así no, así no»; oigo la explosión, un par de gritos, no muchos, y después el comentario de Kalick: «Por fortuna Georg era huérfano», y media hora después, al cenar en aquella mesa donde se me había juzgado, dijo mi madre a Leo: «¡Tú lo harás mejor que este chico estúpido, no es verdad!». Leo asintió, mi padre me lanzó una ojeada, no hallando ningún consuelo en los ojos de su hijo de diez años.

Hace ya algunos años que mi madre es presidenta del comité central de las asociaciones para la conciliación de las diferencias raciales; hace viajes a la Casa de Anne Frank, en ocasiones incluso hacia América, y en clubs femeninos da conferencias sobre el arrepentimiento de la juventud alemana, siempre con su voz suave y serena, con la que es probable que hubiese dicho al despedir a Henriette: «Niña, pórtate bien». Esta voz la podía oír yo al teléfono a cualquier hora, la voz de Henriette nunca más ya. Tenía una voz asombrosamente apagada y una clara risa. Una vez durante una partida de tenis se le cayó la raqueta de la mano, siguió de pie en el mismo sitio y miró distraídamente al cielo; otra vez dejó caer durante una comida la cuchara en la sopa; mi madre lanzó un grito, lamentando las manchas en el vestido y en el mantel; Henriette apenas oyó nada, y cuando volvió en sí, no hizo más que sacar la cuchara del plato de sopa, la limpió con la servilleta y siguió comiendo; cuando por tercera vez, mientras jugábamos a las cartas ante la chimenea, cayó en el mismo estado de ensoñación, mi madre se enojó vivamente. Gritó: «Este maldito soñar despierta», y Henriette la miró y dijo tranquilamente: «Ea, se acabó, no tengo más ganas, eso es todo», y arrojó las cartas que aún tenía en la mano en el fuego de la chimenea. Mi madre fue a salvar las cartas de las llamas, con io que se chamuscó los dedos, pero consiguió recuperar las cartas, hasta incluso un siete de corazones, que quedó medio quemado, y ya no pudimos jugar más a las cartas sin pensar en Henriette, si bien mi madre intentó seguir jugando «como si no hubiese pasado nada». No es en absoluto mala, sólo estúpida de un modo increíble, y ahorrativa. No permitió que se comprara otra baraja de cartas, y supongo que el siete de corazones chamuscado sigue en activo y que no le recuerda nada a mi madre cuando cae en sus manos al hacer solitarios. Me hubiese gustado telefonearle a Henriette, pero la mediación para esta charla no la han descubierto aún los teólogos. Busqué el número de mis padres, que siempre olvido, en el listín de teléfonos: Schnier Alfons,
Dr. h. c.
Gerente. Lo de
Doctor h. c.
era nuevo para raí. Mientras marcaba el número, volaba hacia casa con el pensamiento, bajaba por la carretera de Coblenza, entraba en la Ebertallee, torcía a la izquierda hacia el Rhin. Una hora escasa a pie. Oí la muchacha: «Aquí la casa del doctor Schnier.» «Quisiera hablar con la señora Schnier», dije yo. «¿Quién está al aparato?»

«Schnier», respondí, «Hans, hijo carnal de !a señora a la que antes me referí». Ella tragó saliva, reflexionó un momento y noté, a través de seis kilómetros de línea telefónica, que titubeaba. Por lo demás, exhalaba simpatía, pero también olía a jabón y un poco a laca para uñas reciente. Por lo visto conocía bien mi existencia, pero no le había sido dada instrucción alguna en lo que a mí respecta. Sólo había oído vagos rumores: un bicho raro, un pájaro de cuenta.

«¿Cómo puedo saber», preguntó finalmente, «que no se trata de una broma?»

«Puede estar tranquila», dije yo, «y si es necesario estoy dispuesto a darle las señas personales de mi madre. Lunar a la izquierda bajo la boca, verruga...»

Se puso a reír y dijo: «Bien», y movió la clavija. Nuestro sistema telefónico es complicado. Mi padre tiene para él solo tres líneas distintas: un aparato rojo para el lignito, uno negro para la bolsa y uno privado de color blanco. Mi madre tiene dos teléfonos nada más: uno negro para el comité central de las agrupaciones para conciliar las diferencias raciales y uno blanco para las conferencias privadas. Si bien la cuenta corriente privada de mi madre arroja un saldo de seis cifras a su favor, carga los gastos telefónicos (y naturalmente los gastos de viaje a Ámsterdam o a cualquier otra parte) en la cuenta del Comité Centra!. La telefonista equivocó la conexión, mi madre habló rutinariamente en su aparato negro: «Comité central de las sociedades para conciliar las diferencias raciales.»

Other books

Lady Thief by Rizzo Rosko
A Taste for a Mate by Ryan, Carrie Ann
The Simeon Chamber by Steve Martini
Dead Letters Anthology by Conrad Williams
Beautiful Wreck by Brown, Larissa
Peaches 'n' Cream by Lynn Stark
Mixed Blood by Roger Smith