Al llegar a París, Ruggieri, a quien Zenón en otro tiempo había visto en Bolonia, lo recibió con los brazos abiertos; el
factotum
de la reina Catherine buscaba un ayudante leal, lo bastante comprometido como para poder dominarlo en caso de peligro y que lo ayudara a medicinar a los jóvenes príncipes y a predecir su futuro. El italiano llevó a Zenón al Louvre para presentarlo a su dueña, con la que hablaba rápidamente en la lengua de su país, no sin hacerle un montón de reverencias y prodigarle sus sonrisas. La Reina examinó al extranjero con sus ojos resplandecientes, que con tanta habilidad utilizaba, del mismo modo que, en sus ademanes, jugaba a sacar destellos a los diamantes de sus sortijas. Sus manos untadas de crema, un tanto regordetas, se agitaban como si fueran marionetas sobre su regazo de seda negra. Puso en su rostro lo equivalente a un velo de gasa de luto para hablar del fatal accidente que había causado tres años antes la muerte del difunto monarca.
—¡Por qué no habré escuchado yo mejor vuestros
Pronósticos,
en donde antaño vi unos cálculos sobre la duración de la vida que comúnmente se concede a los príncipes! Acaso hubiéramos logrado evitar la lanzada que dio muerte al difunto rey y que me dejó viuda... Pues imagino —añadió con amabilidad— que algo tenéis que ver con esa obra, que tiene fama de peligrosa para cerebros débiles y que se atribuye a un tal Zenón.
—Hablemos como si yo fuera ese Zenón —dijo el alquimista—.
Speluncam exploravimus...
Vuestra Majestad sabe lo mismo que yo que el porvenir está lleno de más sucesos de los que puede traer al mundo. Y no es imposible oír cómo se mueven algunos de ellos en el fondo de la matriz de los tiempos. Pero sólo el acontecimiento decide cuál de esas larvas es viable y llega a su término. Jamás vendí en el mercado catástrofes ni dichas paridas por anticipado.
—¿Despreciabais de esta suerte vuestro arte ante Su Majestad el Rey de Suecia?
—No encuentro razones para mentirle a la mujer más inteligente de Francia.
La Reina sonrió.
—Parlaper divertimento
—protestó el italiano, inquieto al ver a un colega despreciar su propia ciencia—.
Questo honorato viatore ha studiato anche altro che cose celesti; sa le virtudi di veleni e piante benefiche di altre parti chepossano sanare gli accessi auricolari del Suo Santissimo Figlio.
—Puedo curar un flemón, pero no al joven Rey —dijo lacónicamente Zenón—. Vi desde lejos a Su Majestad en la galería, a la hora de las audiencias. No hace falta poseer mucha ciencia para reconocer la tos y el sudor de un enfermo del pulmón. Por suerte, el cielo os dio más de un hijo.
—¡Qué Dios nos lo conserve! —dijo la Reina haciendo la señal de la cruz maquinalmente—. Ruggieri os instalará al lado del Rey y contamos con vos para aliviar, por lo menos, parte de sus males.
—¿Y quién aliviará los míos? —dijo amargamente el filósofo—. La Sorbona amenaza incautarme mis
Proteorías,
que en estos momentos me está imprimiendo un librero de la rue Saint-Jacques. ¿Podrá la Reina impedir que el humo de mis manuscritos quemados en la plaza pública venga a incomodarme en mi buhardilla del Louvre?
—A los señores de la Soborna les parecería muy mal que yo me metiera en sus asuntos —dijo evasivamente la italiana.
Antes de despedirlo, inquirió largamente sobre el estado de la sangre y entrañas del Rey de Suecia. Pensaba en ocasiones casar a uno de sus hijos con una princesa del Norte.
Inmediatamente después de visitar al pequeño Rey enfermo, los dos hombres salieron juntos del Louvre y siguieron por las orillas del río. De labios del italiano fluían oleadas de anécdotas sobre la corte. Zenón, preocupado, lo interrumpió:
—Cuidaréis de que esos emplastos le sean aplicados durante cinco días seguidos a ese pobre niño.
—¿No pensáis volver vos mismo? —dijo el charlatán con sorpresa.
—¡Claro está que no! ¿No os dais cuenta de que ella no levantará ni un dedo para sacarme del peligro en que me han puesto mis obras? No ambiciono el honor de ser apresado en el séquito de los príncipes.
—Peccato!
—exclamó el italiano—. Vuestra aspereza le había gustado.
Y de repente, deteniéndose entre el gentío, cogiendo a su compañero por el codo y bajando la voz, le dijo:
—E questi veleni? Sàra vero che ne abbia tanto e quanta?
—No me hagáis creer que tienen razón los rumores populares cuando se os acusa de suprimir a los enemigos de la Reina.
—Exageran —se burló Ruggieri—. Mas ¿por qué no va a tener Su Majestad su arsenal de venenos, del mismo modo que posee arcabuces y bombardas? Pensad que es viuda, extranjera en Francia, que los luteranos la llaman Jezabel y los católicos Herodías, y que lleva la carga de sus cinco hijos.
—¡Qué Dios la guarde! —respondió el ateo—. Pero si alguna vez se me ocurre utilizar venenos, será en mi propio provecho y no en el de la Reina.
Se alojó, no obstante, en casa de Ruggieri, cuya facundia parecía distraerlo. Desde que Etienne Dolet, su primer impresor, había sido estrangulado y arrojado al fuego por sus opiniones subversivas,
Zenón no
había vuelto a publicar nada en Francia. Vigilaba él mismo con gran cuidado la impresión de su libro en la tienda de la rue Saint-Jacques, corrigiendo aquí y allá alguna palabra, o una noción detrás de un vocablo, eliminando un concepto oscuro o, al contrario, añadiendo alguno más con pesar. Una noche, a la hora de la cena, que solía tomar él solo en casa de Ruggieri, mientras el italiano se hallaba atareado en el Louvre, Maese Langelier, su actual impresor, acudió muy asustado para informarle de que había sido dada orden de incautar las
Proteorías,
para destruirlas por mano del verdugo. El comerciante deploraba la pérdida de su trabajo, en el que apenas se había secado la tinta. Tal vez una epístola dedicatoria a la Reina Madre pudiera arreglarlo todo a última hora. Zenón pasó toda la noche escribiéndola, corrigiendo, volviendo a escribir y tachando de nuevo. Al llegar la madrugada se levantó de la silla, se desperezó, bostezó y arrojó las hojas que había escrito al fuego, así como la pluma que había utilizado.
No le costó mucho reunir algo de ropa y coger su estuche de médico, pues había dejado por prudencia el resto de su equipaje en Senlis, en el granero de una posada. Ruggieri roncaba en el entresuelo en brazos de una moza. Zenón metió una nota por debajo de la puerta en la que le anunciaba su partida para el Languedoc. En realidad, lo que pensaba hacer era regresar a Brujas, para que lo olvidaran.
Un objeto procedente de Italia colgaba de la pared de la estrecha antesala. Era un espejo florentino con marco de concha, formado por un ensamblaje de espejillos abombados, como las células hexagonales de los panales de abejas, encerrado cada uno de ellos en su delgado filo que antaño fue caparazón de un animal vivo. A la luz gris de un alba parisina, Zenón se miró en él. Percibió veinte rostros apiñados y achatados a causa de las leyes ópticas, veinte imágenes de un hombre con gorro de piel, de tez macilenta y amarilla, con los ojos brillantes como si también fueran espejos. Este hombre que huía, encerrado en un mundo muy suyo, separado de sus semejantes que huían también en mundos paralelos, le recordó la hipótesis del griego Demócrito: una serie infinita de universos idénticos en donde viven y mueren una serie de filósofos prisioneros. Aquella fantasía le hizo sonreír amargamente. Los veinte personajillos del espejo sonrieron también, cada uno para sí. Los vio seguidamente volver la cabeza a medias y dirigirse hacia la puerta.
LA VIDA INMÓVIL
Obscurum per obscurius
Ignotum per ignotius.
Divisa alquímica.
A lo oscuro, por lo más oscuro;
a lo desconocido, por lo más desconocido.
En Senlis consiguió un asiento en el coche del prior de los Franciscanos de Brujas, que volvía de París, en donde había asistido al capítulo general de su orden. Aquel prior era más instruido de lo que su hábito hacía suponer, sentía curiosidad por la gente y por las cosas, y no se hallaba desprovisto de un cierto conocimiento del mundo. Los dos viajeros charlaron libremente mientras los caballos luchaban contra el agrio viento de los llanos picardos. Zenón no ocultó a su compañero más que su verdadero nombre y las persecuciones de que era objeto su libro. La finura del prior era tal que uno podía preguntarse si no adivinaba más cosas sobre el doctor Sébastien Théus de lo que hubiera sido cortés dejar ver. Atravesar Tournai les llevó algún tiempo, debido a la presencia de la multitud que llenaba sus calles; tras informarse del motivo, lograron enterarse de que toda aquella gente se dirigía hacia la plaza Mayor, con objeto de ver cómo ahorcaban a un sastre llamado Adrián, convicto de calvinismo. Su mujer también era culpable, pero como es indecente que una criatura del sexo débil se columpie en el aire, con las faldas flotando por encima de las cabezas de los transeúntes, iban a enterrarla viva, siguiendo una antigua costumbre. Aquella brutal estupidez horrorizó a Zenón, aunque disimuló su indignación tras un rostro impasible, pues se había impuesto no dar a conocer jamás sus sentimientos en todo lo relativo a las querellas entre el Misal y la Biblia. Aun detestando convenientemente la herejía, el prior juzgó aquel castigo algo duro y su prudente observación hizo que Zenón sintiese hacia su compañero de viaje ese impulso casi excesivo de simpatía que causa la menor opinión moderada en boca de un hombre cuya posición y hábitos no permiten suponer tal moderación.
El coche circulaba de nuevo por el campo y el prior hablaba ya de otra cosa cuando todavía Zenón se sentía asfixiar bajo el peso de paletadas de tierra. Recordó de repente que ya había pasado un cuarto de hora y que aquella mujer cuyas angustias le hacían sufrir, habría dejado ya de experimentarlas.
Bordeaban las rejas y balaustradas asaz descuidadas de la propiedad de Dranoutre; el prior mencionó al pasar a Philibert Ligre, quien, de creer sus palabras, hacía y deshacía a su antojo en el Consejo de la nueva Regente o Gobernadora que ostentaba el mando en los Países Bajos. Ya hacía tiempo que la opulenta familia Ligre no vivía en Brujas. Philibert y su mujer habitaban casi continuamente en su propiedad de Pradelles, en Brabante, donde les era más fácil hacer de criados cerca de los amos extranjeros. Aquel desprecio de patriota por el español y su séquito hizo aguzar el oído a Zenón. Un poco más lejos, unos guardias valones tocados de hierro y vestidos con calzas de cuero reclamaron arrogantemente los salvoconductos a los viajeros. El prior se los entregó con un glacial desdén. Decididamente, algo había cambiado en Flandes. Al llegar a la plaza Mayor de Brujas, los dos hombres se separaron por fin con grandes cortesías y ofrecimientos de ayuda recíprocos para el porvenir. El prior alquiló un coche para ir a su convento y Zenón, contento de poder estirar las piernas tras su larga inmovilidad durante el viaje, cargó sus paquetes debajo del brazo. Le sorprendió percatarse de que recordaba sin dificultad las calles de aquella ciudad que no había vuelto a ver desde hacía treinta años. Había prevenido de su llegada a Jean Myers, su antiguo maestro y colega, quien le había propuesto varias veces compartir con él su hermosa casa del Vieux-Quai-aux-Bois. Una sirvienta con un farol lo recibió en el umbral de la puerta. Al cruzar este umbral, Zenón rozó rudamente a aquella mujer alta y malhumorada que no se apartaba para dejarle paso.
Jean Myers estaba sentado en su sillón, con las piernas enfermas de gota estiradas a una distancia prudente de la lumbre. El dueño de la casa y el visitante reprimieron hábilmente, cada cual por su lado, un movimiento de sorpresa: Jean Myers, que en su juventud era bastante flaco, se había convertido en un viejecito regordete, de ojos vivos y sonrisa burlona, que se perdían por entre los pliegues de carne rosada; el brillante Zenón de otros tiempos era ahora un hombre huraño, de pelo gris. Cuarenta años de trabajo habían permitido al médico de Brujas ahorrar lo preciso para vivir desahogadamente; su mesa y su bodega se hallaban bien provistas, hasta demasiado bien, para el régimen de un gotoso. Su criada Catherine, a la que antaño había metido mano, era muy limitada, pero diligente, fiel, nada charlatana, y no metía en su cocina a ningún galán aficionado a los buenos manjares y al vino añejo. Jean Myers soltó en la mesa unas cuantas de sus chanzas favoritas sobre el clero y los dogmas; Zenón recordaba haber reído en tiempos oyéndolas: ahora le parecían bastante insulsas. No obstante, recordando al sastre Adrián de Tournai, a Dolet de Lyon y a Servet de Ginebra, se dijo para sí que en una época en la que la fe conducía a la violencia, el burdo escepticismo de aquel hombre tenía su mérito. En cuanto a él, más avanzado en la vía que consiste en negarlo todo para ver si después se puede reafirmar algo, en deshacerlo todo para mirar después cómo todo se rehace en un plano distinto o de otra manera, ya no se sentía capaz de aquellas risas facilonas. La superstición se mezclaba extrañamente en Jean Myers con aquel pirronismo de cirujano-barbero. Se vanagloriaba de ser aficionado a las curiosidades herméticas, pero sus trabajos eran juegos de niños. A Zenón le costó mucho evitar que lo arrastrara a explicarle la Tríada inefable o el Mercurio lunar, explicaciones un poco largas para ser el primer día de su llegada. En medicina, el viejo Jean se hallaba hambriento de novedades, aun habiendo practicado por prudencia los métodos recibidos; esperaba que Zenón le diera algún específico contra su gota. En cuanto a los escritos sospechosos de su visitante, el anciano no tenía mucho miedo —en caso de que la verdadera identidad del doctor Théus llegara a descubrirse— de que los rumores que circulaban en torno suyo llegaran a ser preocupantes para su autor en Brujas; en aquella ciudad obsesionada con sus querellas de medianerías y sufriendo al ver su puerto comido por la arena, como un enfermo por sus cálculos, nadie se había molestado, en realidad, en hojear sus libros.
Zenón se tendió en la cama que habían preparado para él con sábanas limpias, en el piso de arriba. La noche de octubre era fría. Catherine entró con un ladrillo caliente y envuelto en trapos de lana. Arrodillada en el pasillo que quedaba entre la cama y la pared, introdujo el paquete ardiendo debajo de las mantas, tocó los pies del viajero, luego sus tobillos, les dio masaje lentamente y de súbito, sin decir ni una palabra, cubrió aquel cuerpo desnudo de ávidas caricias. A la luz del cabo de vela que sobre el cofre había, el rostro de la mujer no tenía edad, no era muy diferente del que, hacía más de cuarenta años, le había enseñado a hacer el amor. No impidió que ella se acostara pesadamente a su lado, bajo el edredón. Aquella mujer grandona era como el pan o la cerveza, de los que uno se sirve con indiferencia, sin ascos y sin deleites. Cuando se despertó, ella ya estaba abajo, dedicada a sus tareas de sirvienta.