—Esperaré hasta que pueda ponerme en contacto contigo.
—¿Cómo?
—Vendré aquí.
—De acuerdo. Vivo en el piso 201. Cuando venga, iremos a buscarlo a la fábrica.
—Gracias.
Kazuo se preguntó si valía la pena decirle que iba a regresar a Brasil a finales de año, pero decidió no hacerlo. Le preocupaba más el lío en el que parecía estar metida Masako.
—Hace días que no acude a la fábrica.
—No. He estado resfriada.
—Pensé que lo habría dejado.
—No voy a dejar el empleo —respondió Masako volviéndose hacia la calle oscura que conducía a la fábrica abandonada.
Kazuo percibió una sombra de miedo en sus ojos y se convenció de que le había sucedido algo malo. Algo relacionado con la llave que había arrojado a la alcantarilla. Siempre había sido especialmente sensible para ese tipo de cosas, lo que a la vez era una ventaja y un inconveniente. Estaba convencido de que en esa ocasión supondría una ventaja para él.
—¿Tiene algún problema?
Masako se volvió para mirarlo.
—Se me nota, ¿no es así?
—Sí —dijo él asintiendo con la cabeza.
El miedo de ella se reflejaba en sus pupilas.
—Tengo un problema, pero no necesito ayuda... Sólo que me guardes el sobre.
—¿Qué tipo de problema? —insistió Kazuo, pero Masako apretó los labios y no respondió. Él creyó haberse excedido—. Lo siento —dijo sonrojándose en la oscuridad.
—No te preocupes. Soy yo quien debería disculparse.
Kazuo se guardó el sobre en el bolsillo interior de su cazadora negra y se subió la cremallera. Masako se sacó un llavero del bolsillo y se volvió para irse. Debía de haber aparcado cerca de allí.
—Hasta luego.
—Masako —dijo Kazuo.
—¿Sí?
—¿Me perdona? —Claro.
—¿Del todo?
—Sí —dijo ella con la vista clavada en el suelo.
Kazuo estaba desconcertado: acababa de superar con facilidad la prueba que consideraba más difícil. Con demasiada facilidad. La observó durante unos instantes; comprendía que había sido tan fácil porque no se trataba del tipo de perdón que él esperaba: si no conseguía conquistar su corazón, el perdón no le servía de nada.
Se llevó la mano al pecho y, mientras buscaba la llave que llevaba colgada del cuello, tropezó con el grueso sobre que acababa de guardarse.
—Pero... —Murmuró él. Sin levantar los ojos, Masako ladeó la cabeza, esperando a que prosiguiera—. ¿Por qué me ha dado un sobre tan importante?
Kazuo necesitaba saberlo. Masako apuró el cigarrillo, lo tiró al suelo y lo pisó para apagarlo.
—No estoy segura —dijo levantando la cabeza—. Supongo que no tengo a nadie más a quien recurrir.
Kazuo miró sorprendido las finas arrugas que se formaban alrededor de sus labios. Por primera vez se daba cuenta de lo sola que estaba. Si tuviera familia o amigos en quien confiar, ¿qué necesidad tendría de poner algo tan valioso en manos de un extranjero a quien apenas conocía? Masako se giró hacia un lado para rehuir su mirada y dio un puntapié en el suelo, haciendo volar varias piedrecillas que aterrizaron detrás de Kazuo. Éste tragó saliva y repitió las palabras que acababa de oír.
—¿No tiene a nadie?
—No —admitió Masako negando con la cabeza—. No tengo a nadie ni conozco ningún sitio seguro donde guardarlo.
—¿Porque no puede confiar en nadie?
—Exacto —respondió ella mirándolo de nuevo a la cara.
—¿Y confía en mí? —preguntó.
La observaba conteniendo la respiración.
—Sí —respondió ella sin apartar la mirada.
Masako le dio la espalda y echó a andar por el oscuro camino que llevaba a la fábrica.
—Gracias —murmuró él.
Inclinó la cabeza y se llevó la mano derecha al pecho, no al bolsillo donde se había guardado el dinero, sino al corazón.
Yayoi observaba su alianza de boda como si no la hubiera visto nunca. Un anillo de platino con un diseño convencional.
Recordaba perfectamente el día en que lo habían comprado. Era un domingo de principios de primavera, y había ido con Kenji a elegirlo a unos grandes almacenes. Después de echar un vistazo al escaparate, Kenji había entrado en la joyería y había escogido el más caro, insistiendo en que se trataba de algo para toda la vida. Yayoi no había olvidado los nervios y la alegría que había experimentado ese día. ¿Adonde habían ido a parar esos sentimientos? ¿En qué momento se había apagado el amor que ambos se profesaban?
Había matado a Kenji. De repente, sintió una fuerte punzada en el corazón. Al fin se había dado cuenta de la gravedad del acto que había cometido.
Se levantó de la silla de la sala de estar y se dirigió a la habitación. De pie, frente el espejo, se levantó el jersey y observó su estómago para comprobar que la causa que la había impulsado a matarlo seguía ahí. Sin embargo, el hematoma que simbolizaba el odio que había nacido entre ellos había perdido intensidad hasta desaparecer sin dejar rastro.
No obstante, ése había sido el motivo por el que había asesinado al hombre que insistió en comprarle el anillo más caro, que iba a ser para toda la vida; ni siquiera estaba dispuesta a aceptar su culpa. ¿Podía seguir viviendo así?, pensó mientras se dejaba caer sobre el tatami.
Al cabo de unos instantes, alzó los ojos y vio a Kenji, mirándola desde la foto del altar familiar, impregnada del olor a incienso que los niños encendían de forma intermitente. Mientras observaba el rostro que le sonreía desde una foto tomada en un camping, Yayoi empezó a sentirse indignada.
¿Por qué cambió? ¿Por qué era tan cruel con ella? ¿Por qué nunca se mostró dispuesto a ayudarla con los niños? A medida que se formulaba esas preguntas y se secaba las lágrimas que le brotaban de los ojos, sus antiguos sentimientos resurgieron, como una oleada, y arrastraron consigo cualquier indicio de arrepentimiento.
Quizá no tenía que haberlo matado, pero aun así no podía perdonarlo, se repetía una y otra vez. El hecho de haber acabado con su vida no significaba que perdonara todo lo que le había hecho. Jamás podría hacerlo. Todo había sido culpa suya, por haber cambiado tanto, por serle infiel, por haberla traicionado. Quien acabó con la felicidad de la pareja no había sido otro que el propio Kenji.
Volvió a la sala y abrió la puerta corredera que daba al jardín, donde, aparte de los triciclos y el columpio, ya no cabía nada más. A un extremo del mismo se alzaba la decolorada pared de hormigón de la casa adyacente. Yayoi se quitó el anillo y lo tiró con todas sus fuerzas hacia el jardín de sus vecinos, pero rebotó en la pared y volvió a caer en algún punto de éste, lo que hizo que se arrepintiese de haberse deshecho de la alianza, aun cuando también se sentía satisfecha por haber roto con todo.
Contempló la franja de piel blanca que resaltaba en su dedo anular a la luz de noviembre. Había algo ridículo en la marca de ese anillo que no se había quitado en ocho años. La marca de una ausencia y de una liberación. El signo que anunciaba que todo había terminado.
De repente, oyó el timbre del interfono.
¿Acaso alguien había visto lo que acababa de hacer? Salió al jardín con los pies descalzos y estiró el cuello para mirar hacia la puerta de entrada, donde un hombre alto y con traje parecía esperar tranquilamente. Por suerte, no se dio cuenta de que ella lo observaba desde el jardín.
Se apresuró a entrar en casa e, ignorando los negros grumos de tierra que se habían pegado a sus medias, cogió el interfono.
—¿Quién es?—preguntó.
—Me llamo Sato. Conocí a su marido en Shinjuku.
—Ah.
—He venido a presentarle mis respetos.
—Ya—dijo Yayoi.
Aunque la visita le resultaba un incordio, no podía echar de casa a alguien que se había desplazado hasta su hogar para expresar sus condolencias. Echó un rápido vistazo a la sala y al dormitorio, donde se encontraba el altar, y, tras decidir que estaban presentables, se dirigió al recibidor. Al abrir la puerta, un hombre robusto y con el pelo corto le hizo una profunda reverencia.
—Siento molestarla —dijo con voz suave y afable—. Lamento mucho lo que le ha sucedido a su marido.
Yayoi correspondió a la reverencia como una autómata, aunque no pudo evitar sentirse ridícula, pues Kenji había muerto a finales de julio, hacía ya casi cuatro meses. Ahora bien, como de vez en cuando aún recibía llamadas de condolencia de conocidos que acababan de enterarse de lo sucedido, se esforzó por actuar con naturalidad.
—Le agradezco su visita.
Sato le dirigió una larga mirada. Observó su rostro, sus ojos y su nariz. Y, aunque su gesto no le resultó desagradable, Yayoi tuvo la sensación de que la conocía y que estaba contrastando la realidad con la información de que disponía.
También ella lo miró. Se preguntaba qué tipo de relación podía haber tenido con Kenji aquel hombre de gesto indescifrable, tan diferente de aquellos con los que se relacionaba su marido y de sus compañeros de trabajo, sencillos y francos. Sin embargo, el barato traje gris y la sosa corbata que llevaba evidenciaban que se trataba de un oficinista de medio pelo.
—Si no es molestia, me gustaría presentarle mis respetos —insistió él con un tono más humilde, como si hubiera percibido las reservas de Yayoi.
—Adelante —dijo ella, obligada a dejarlo entrar, a pesar de que, mientras lo guiaba por el pasillo, empezaba a arrepentirse de haberlo invitado a pasar—. Es aquí —le informó a la par que señalaba la habitación donde había puesto el altar.
Sato se arrodilló y juntó sus manos frente a la foto de Kenji. Yayoi se dirigió a la cocina para preparar té sin dejar de mirar hacia la habitación, preguntándose por qué ese hombre no le había traído un presente de condolencia, como era costumbre. No es que le importara demasiado, pero formaba parte del protocolo.
—Gracias —le dijo cuando él hubo terminado—. ¿Quiere sentarse?
Dejó la bandeja con el té encima de la mesa de la sala. Sato se sentó delante de ella y la miró a la cara. Yayoi se extrañó al ver que en sus ojos no había ni rastro de tristeza por la muerte de Kenji, ni siquiera parecía sentir compasión por ella o curiosidad por lo ocurrido.
Él le dio las gracias pero no probó el té. Yayoi dejó un cenicero en la mesa, pero tampoco fumó. Se quedó sentado con las manos en el regazo, como si no quisiera dejar pruebas de su visita. Yayoi empezó a inquietarse. Masako le había advertido que actuara con cautela, y hasta ese momento no fue plenamente consciente de lo crítico de la situación.
—¿Dónde conoció a mi marido? —preguntó tratando de disimular su miedo.
—En Shinjuku.
—¿En qué zona de Shinjuku?
—En Kabukicho.
Yayoi levantó la cabeza, sorprendida por su respuesta. Al detectar su recelo, él sonrió intentando inspirarle confianza, pero ella advirtió que la sonrisa moría en sus labios y no llegaba a los ojos, completamente inexpresivos.
—¿Kabukicho?
—No disimule.
Yayoi se quedó de piedra: acababa de recordar la llamada de Kinugasa anunciándole la desaparición del propietario del casino que Kenji solía frecuentar. Sin embargo, se negaba a admitir que pudiera tratarse de la misma persona.
—¿Qué quiere decir?
—Tuve un encontronazo con su marido... esa misma noche —dijo Sato, e hizo una pausa para comprobar su reacción. Yayoi contuvo la respiración—. Usted sabe mejor que yo lo que pasó después, pero desconoce los problemas que me ha causado. He tenido que cerrar mis locales y el negocio se ha ido al garete. He perdido mucho más de lo que una pobre ama de casa como usted pueda imaginar.
—¡Qué insinúa! —exclamó Yayoi mientras hacía ademán de levantarse de su asiento—. Váyase de aquí inmediatamente.
—¡Siéntese! —le ordenó Sato en voz baja y amenazadora.
Yayoi se quedó inmóvil, a un palmo de la silla.
—Voy a llamar a la policía.
—Adelante. Estoy seguro de que preferirán hablar con usted que conmigo.
—¿Por qué? —preguntó Yayoi volviendo a tomar asiento—. ¿Qué quiere decir? —añadió presa del pánico.
No podía pensar. Sólo deseaba que aquel hombre se fuera cuanto antes.
—Lo sé todo —dijo Sato—. Sé que usted mató a su marido.
—¡Eso es mentira! —gritó histérica—. ¿Cómo se atreve a decir algo así?
—La van a oír —le advirtió él—. Las paredes son muy delgadas y, si sigue gritando, todo el vecindario se enterará de que es culpable.
—No sé de qué me habla —repuso ella llevándose las manos a las sienes.
El intenso temblor de sus manos hizo que le temblara toda la cabeza. Dejó caer los brazos a ambos lados y se quedó inmóvil.
Las palabras de Sato la ayudaron a tranquilizarse. Se había pasado los últimos cuatro meses preocupada por la reacción de sus vecinos ante lo sucedido y, pese a saber que se trataba de una percepción falsa, tenía la sensación de que todo el mundo hablaba de ella.
—Se estará preguntando cuánto sé, ¿no es así? —dijo Sato y se echó a reír—. Pues lo sé todo.
—¿Sobre qué? —preguntó ella y lo miró atemorizada desde el otro lado de la mesa—. No sé a qué se refiere.
Yayoi no tenía mucha experiencia, pero incluso ella era consciente de que tenía ante ella a un hombre peligroso y libre de cualquier atadura, que había experimentado el dolor y el placer hasta un punto que ella ni siquiera era capaz de imaginar. Seguramente jamás se había cruzado con nadie semejante por la calle. Procedían de mundos tan distintos que parecía imposible que hablaran el mismo idioma. Incluso quedó impresionada al pensar que Kenji se había enfrentado a un tipo como aquél.
—¿Tanto le han impresionado mis palabras? —le preguntó Sato al ver su aire distraído.
—No sé de qué me habla —insistió Yayoi.
Sato se llevó una mano a la barbilla, como si meditara qué diría a continuación. Yayoi sintió asco al ver sus dedos largos y finos.
—Esa noche, su marido y yo nos peleamos. Cuando regresó, usted lo estranguló en el recibidor. Sus hijos lo oyeron todo, pero usted los convenció para que no dijeran nada. El mayor... ¿Cómo se llama? Ah, sí, Takashi...
—¿Cómo sabe...? —exclamó Yayoi.
—Es tan ingenua como me habían dicho —murmuró él observándola con interés—. Quizá un poco mayor, pero si se adecentara un poco podría ganarse la vida en algún club.
—¡Basta! —gritó ella al imaginar que la acariciaba con sus sucias manos.