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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Oveja mansa (16 page)

BOOK: Oveja mansa
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Su vida fue una sucesión de catástrofes: vivió en Siberia, su padre se quedó ciego y la fábrica de vidrio donde su madre empezó a trabajar tras la muerte de su padre se quemó hasta los cimientos. Pero ese incendio la obligó a trasladarse a San Petersburgo, donde Mendeléiev estudió con Bunsen y, con el tiempo, llegó a elaborar el sistema periódico de los elementos.

O vean si no a James Christy. Tuvo que enfrentarse a una catástrofe menor: una máquina Star Sean rota. Acababa de sacar una foto de Plutón y estaba a punto de tirarla por causa de un bulto raro en el borde del planeta cuando la Star Sean (construida obviamente por la misma compañía de las fotocopiadoras de HiTek) se estropeó.

En vez de tirar la foto al momento, Christy tuvo que llamar al reparador, que le pidió que esperara por si necesitaba ayuda. Christy se quedó por allí un rato y entonces echó otra mirada más atenta al bulto y decidió comprobar algunas de las fotografías anteriores. La primera que encontró estaba marcada «Imagen de Plutón. Alargada. Placa mala. Rechazada». La comparó con la que tenía en la mano. Las placas parecían iguales, y Christy se dio cuenta de que estaba mirando, no una foto estropeada, sino una luna de Plutón.

Pero en general, las catástrofes son sólo catástrofes. Como ésta.

A Dirección sólo le preocupa una cosa. El papeleo. Olvidarán casi todo lo demás (gastos desorbitados, incompetencia absoluta, denuncias criminales) mientras los impresos se rellenen adecuadamente. Y a tiempo.

—¿Le entregaste tu solicitud de concesión de fondos a Flip?—dije, y lo lamenté al instante.

Él se puso aún más pálido.

—Lo sé. Estúpido, ¿eh?

—Tus monos.

—Mis ex monos. No les enseñaré el hula-hoop. —Se acercó al montón que yo acababa de revisar y empezó a buscar.

—Ya los he repasado —dije—. No está ahí. ¿Le dijiste a Dirección que Flip lo perdió?

—Sí —contestó él, recogiendo los papeles de encima de la fotocopiadora—. Dirección dice que Flip entregó todas las solicitudes que le entregó la gente.

—¿Y la creyeron? —dije. Bueno, por supuesto que la creyeron. Lo hicieron cuando les dijo que necesitaba una ayudante—. ¿Falta el impreso de alguien más?

—No —contestó él, sombrío—. De las tres personas que fueron lo suficientemente estúpidas para entregarle a Flip sus impresos, soy la única cuyo impreso se ha perdido.

—Tal vez...

—Ya les he preguntado. No puedo rehacerlo y entregarlo fuera de plazo —soltó el montón, lo volvió a coger, y empezó de nuevo.

—Mira —dije, cogiéndoselo—. Seamos sistemáticos. Tú encárgate de esos montones —lo añadí al fajo que ya había repasado—. Lo que ya hemos mirado, a este lado de la habitación —le tendí uno de los montones que nos esperaban—. Lo que no, a este otro. ¿Vale?

—Vale —dijo él, y me pareció que recuperaba un poco de color. Se puso a trabajar en el montón.

Yo empecé por la papelera de reciclado, donde alguien (muy probablemente Flip) había tirado una lata medio llena de Coca-Cola. Saqué un puñado pegajoso de papeles, me senté en el suelo y empecé a separarlos. No estaba en el primer montón. Me agaché hacia la papelera y cogí un segundo, esperando que la Coca-Cola no hubiera llegado hasta el fondo. Lo había hecho.

—Sabía que no tenía que dárselo a Flip —dijo Bennett, empezando con otro montón—, pero estaba trabajando en los datos de mi teoría del caos, y me dijo que tenía que llevarlos a Dirección.

—Lo encontraremos —dije, sacando una página pringada de Coca-Cola del montón. A la mitad del trabajo, solté un grito.

—¿Lo encontraste? —preguntó él, esperanzado.

—No. Lo siento —le mostré las páginas pegajosas—. Son las notas sobre las ondas de agua que estaba buscando. Se las di a Flip para que las fotocopiara.

El color le desapareció por completo de la cara, con pecas y todo.

—Tiró la solicitud —dijo.

—No, no lo hizo —contesté, tratando de no pensar en todos aquellos recortes arrugados que había en mi papelera el día que conocí a Bennett—. Está por aquí, en alguna parte.

No estaba. Terminamos con los montones y los repasamos, aunque estaba claro que el impreso no andaba por allí.

—¿Podría haberlo dejado en tu laboratorio? —dije cuando llegué al fondo del último montón—. Tal vez nunca salió de allí con él.

Bennett sacudió la cabeza.

—Ya he buscado por todas partes. Dos veces —dijo, rebuscando en la papelera—. ¿Y en tu laboratorio? Te entregó el paquete. Tal vez...

Odié tener que decepcionarlo.

—Acabo de registrarlo. Buscando esto —agité mis recortes sobre las ondas de agua—. Pero podría estar en otro laboratorio. —Me levanté, envarada—. ¿Qué hay de Flip? ¿Le preguntaste qué hizo con él? ¿En qué estoy pensando? Estamos hablando de Flip. Él asintió.

—Dijo: «¿Qué impreso de solicitud?»

—Muy bien. Necesitamos un plan de ataque. Tú encárgate de la cafetería, yo del vestíbulo de personal.

—¿La cafetería?

—Sí, ya conoces a Flip. Probablemente lo entregó mal. Como aquel paquete del día que te conocí.

Y sentí que allí había una pista, algo significativo; no una explicación de dónde podría estar su impreso, sino de otra cosa. ¿De la causa del pelo corto? No, no era eso. Me quedé allí de pie, tratando de retener la sensación.

—¿Qué pasa? —preguntó Bennett—. ¿Crees que sabes dónde está?

La sensación se esfumó.

—No. Lo siento. Estaba pensando en otra cosa. Me reuniré contigo en la papelera de reciclaje de Química. No te preocupes. Lo encontraremos —dije alegremente, pero no tenía muchas esperanzas de que así fuera. Conociendo a Flip, podía haberlo dejado en cualquier parte. HiTek era grande. Podía estar en el laboratorio de cualquiera. O en Suministros con Desiderata, la santa patrona de los objetos perdidos. O en el aparcamiento—. Quedamos en la papelera de reciclaje.

Me dirigía al vestíbulo de Personal cuando tuve una idea mejor. Fui a buscar a Shirl. Estaba en el laboratorio de Alicia, introduciendo datos de la beca Niebnitz en su ordenador.

—Flip perdió el impreso de solicitud de fondos del doctor O'Reilly —dije sin más preámbulos.

De algún modo, esperaba que ella dijera: «Sé dónde está»; pero no lo hizo. Dijo: «Oh, cielos.» Parecía verdaderamente preocupada.

—Si se marcha, eso... —se detuvo—. ¿Qué puedo hacer para ayudar?

—Busque por aquí. Bennett viene mucho, y en cualquier otro sitio donde se le ocurra que ella puede haberlo dejado.

—Pero el plazo de entrega ya ha terminado, ¿no?

—Sí —contesté, furiosa de que sacara a relucir lo que yo había estado tratando de ignorar: en Dirección, puntillosos como siempre con las fechas de entrega, se negarían a aceptarlo aunque lo encontráramos, manchado de Coca-Cola y mal entregado—. Estaré en el vestíbulo —dije, y fui a buscar en las taquillas.

No estaba allí, ni en el montón de antiguos memorándums de la mesa de personal, ni en el microondas. Ni en el laboratorio de Alicia.

—He buscado por todas partes —dijo Shirl, asomando la cabeza—. ¿Qué día se lo dio a Flip el doctor O'Reilly?

—No lo sé —contesté—. Había que entregarlo el lunes.

Ella sacudió la cabeza sombríamente.

—Eso es lo que me temía. Recogen la basura los martes y los jueves.

Lamenté haberla metido en aquello. Bajé a la papelera de reciclaje. Bennett estaba casi metido dentro, las piernas agitándose al aire. Salió con un puñado de papeles y el corazón de una manzana.

Cogí la mitad de los papeles y los repasamos. No había ningún impreso.

—Muy bien —dije, tratando de parecer animosa—. Si no está aquí, estará en uno de los laboratorios. ¿Por dónde empezamos? ¿Física o Química?

—No tiene sentido —dijo Bennett, cansado. Se hundió contra la papelera—. No está aquí, y yo tampoco duraré mucho.

—¿No hay ninguna forma de llevar adelante el proyecto sin fondos? Tienes el hábitat y el ordenador y las cámaras y todo. ¿No podías sustituirlos por ratas de laboratorio o algo así?

Él sacudió la
cabeza
.

—Son demasiado independientes. Necesito un animal con un fuerte instinto de manada.

«¿Qué tal
El flautista de Hamelín
?», pensé.

—E incluso las ratas de laboratorio cuestan dinero —dijo él.

—¿Y la perrera municipal? Probablemente allí tienen gatos. No, gatos no. Perros. La conducta de los perros es gregaria, y en la perrera hay montones de perros.

Parecía casi tan irritado como Flip.

—Creía que eras una experta en modas. ¿Nunca has oído hablar de los derechos de los animales?

—Pero no vas a hacer nada con ellos. Sólo vas a observarlos —contesté, pero tenía razón. Me había olvidado del movimiento en favor de los derechos de los animales. Nunca nos dejarían usar animales de la perrera—. ¿Y los otros proyectos de Biología? Tal vez podrían prestarte algunos de sus animales de laboratorio.

—El doctor Kelly está trabajando con nematodos, y el doctor Riez con gusanos.

«Y la doctora Turnbull con formas de ganar la beca Niebnitz», pensé.

—Además —dijo él—, aunque tuviera los animales, no podría darles de comer. No entregué mi impreso de solicitud de fondos a tiempo, ¿recuerdas? No importa —dijo al ver la expresión de mi cara—. Esto me dará la oportunidad de volver a la teoría del caos.

«Para la cual no hay ninguna subvención —pensé—, aunque entregues a tiempo los impresos.»

—Bueno —añadió él, incorporándose—. Será mejor que empiece a redactar mi currículum.

Me miró muy serio.

—Gracias de nuevo por ayudarme. Lo digo de veras.

Se encaminó pasillo abajo.

—No te rindas todavía —dije yo—. Pensaré en algo.

Esto lo decía alguien incapaz de descubrir a qué se debía la moda de los ángeles, y mucho menos la del pelo corto.

Él sacudió la cabeza.

—Nos enfrentamos a Flip en este asunto. Puede más que los dos juntos.

Cartas en cadena
(primavera de 1935)

Moda para ganar dinero que consistía en enviar un centavo al último nombre de una lista, añadir el tuyo debajo, y enviar cinco copias de la carta a tus amigos con la esperanza de que fueran tan crédulos como tú. Promovida por la avaricia y el desconocimiento de la estadística, la moda se inició en Denver, cuya oficina de correos se colapso con la llegada de casi cien mil cartas diarias. Duró tres semanas y luego pasó a Springfield, donde cadenas de un dólar y de cinco dólares circularon con frenesí durante dos semanas antes del inevitable colapso. Mutó para convertirse en el Círculo de Oro en 1978 —ahora las cartas se entregaban en mano— y en varios esquemas piramidales.

Lo vi marchar y luego regresé a mi laboratorio. Flip estaba usando mi ordenador.

—¿Cómo se deletrea adorable?

Me hizo falta recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no sacudirla hasta que la
i
sonara.

—¿Qué has hecho con el impreso del doctor O'Reilly?

Ella agitó su conjunto de apéndices capilares.

—Le dije a Desiderata que se desquitaría conmigo por robarle su novio. Lo que no es justo. Ya tiene a ese tipo de las vacas.

—Ovejas —corregí automáticamente. Luego me la quedé mirando. Ovejas.

—Decir a un contacto de comunicaciones interdepartamentales a quién pueden escribir cartas es hostigamiento —dijo ella, pero no la escuché. Estaba marcando el número de Billy Ray.

—Chica, me alegro de oír tu voz —dijo Billy Ray—. He estado pensando mucho en ti últimamente.

—¿Podrías prestarme algunas ovejas? —dije, sin escucharle a él tampoco.

—Claro. ¿Para qué?

—Un experimento de aprendizaje.

—¿Cuántas necesitas?

—¿Cuántas hacen falta para que empiecen a comportarse como un rebaño?

—Tres. ¿Cuándo las quieres?

Era realmente un tipo muy agradable.

—Dentro de un par de semanas. No estoy segura. Tengo que comprobar algunas cosas primero. Como qué tamaño de rebaño podemos tener en el corral.

«Y necesito que Bennett esté de acuerdo. Y también Dirección.»

—Dibujar un círculo no convierte a nadie en propiedad de nadie —dijo Flip.

Volví corriendo a Biología. Bennett no estaba redactando su currículum. Estaba sentado en una roca en medio del hábitat, con aspecto deprimido.

—Ben, tengo una proposición que hacerte.

Él casi sonrió.

—Gracias, pero...

—Escucha, y no digas no hasta haberlo oído todo. Quiero que combinemos nuestros proyectos. No, espera, escúchame. Pedí dinero para un ordenador con más memoria, pero podría utilizar el tuyo. Flip usa siempre el mío, de todas formas. Y podríamos usar mis fondos para comprar la comida y los suministros.

—Eso sigue sin resolver el problema de los macacos. A menos que pidieras un ordenador carísimo.

—Tengo un amigo que es dueño de un rancho de ovejas en Wyoming.

—Sí, lo sé.

—Está dispuesto a prestarnos tantas ovejas como nos hagan falta, sin coste; sólo tenemos que alimentarlas. —Me pareció que estaba a punto de rehusar, así que me adelanté—: Sé que las ovejas no tienen la misma organización social que los macacos, pero sí un fuerte instinto gregario. Lo que hace una, lo quieren hacer todas. Y soportan el frío, pueden estar fuera.

Él me miraba muy serio a través de sus gruesas gafas.

—Sé que no es el proyecto que querías hacer, pero sería algo. Te mantendría en HiTek, y probablemente pasarán sólo unos meses hasta que a Dirección se le ocurra un nuevo acrónimo y un nuevo procedimiento para solicitar fondos, y podrás volver a pedir macacos.

—No sé nada de ovejas.

—Podemos dedicarnos a la investigación básica mientras esperamos a que se resuelva el papeleo.

—¿Y qué consigues tú con todo eso, Sandy? —dijo Ben—. A las ovejas las esquilan.

No podía decirle que pensaba que en su inmunidad a las modas estaba en parte la clave para hallar el origen de éstas.

—Un ordenador con el que pueda manejar los nuevos diagramas que se me han ocurrido —dije—. Y una perspectiva diferente. No voy a ninguna parte con mi proyecto sobre el pelo corto. Richard Feynman decía que si te atascas en un problema científico, debes trabajar en otra cosa durante un tiempo. Eso te da una perspectiva distinta del problema. Él se puso a tocar los bongos. Y un montón de científicos consiguen sus logros más significativos mientras trabajan fuera de su campo. Mira a Alfred Wegener, que descubrió la deriva continental. Era meteorólogo, no geólogo. Y a Joseph Black, que descubrió el dióxido de carbono; no era químico, sino médico. Einstein trabajaba en una oficina de patentes. Trabajar fuera de su campo permite a los científicos establecer conexiones que de otro modo se les habrían escapado.

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