Oxford 7 (21 page)

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Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

BOOK: Oxford 7
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Un poco más abajo, la Antigua Casa Figueras es uno de los escasos comercios todavía en activo desde la okupación. Ya no es una pastelería sino un taller de tatuajes. Sentado en una silla a la puerta, el maestro de barba cana trabaja sobre la espalda de un cliente aprovechando la escasa luz natural filtrada por los árboles. El motivo que resigue con su aguja manual es un gran arlequín con colmillos de vampiro.

Cruzan la calle Hospital y pasan cerca del mosaico pavimental de Miró encastado en el paseo central. Ahora delimita el perímetro de la inmensa hoguera que se enciende cada anochecer con la inagotable reserva de mobiliario de madera que se lanza desde los balcones. A las cinco de la tarde, todavía mantiene el rescoldo humeante de la madrugada anterior.

En el cruce con la calle San Pablo, Rick se detiene:

—Dejadme hablar a mí —dice.

Bajo la marquesina translúcida del Gran Teatro del Liceo hay varias de las antiguas butacas de platea, arrancadas y dispuestas desordenadamente en el exterior. Su tapizado rojo rubí ha perdido todo el lustre, está sucio y pelado. Sentados sobre ellas hay varios fraticelli con sus hábitos monacales. Apoyan el culo en una butaca y los pies en otra, formando barreras que impiden atravesar los arcos hacia el porche.

El primero que Rick se encuentra tiene la capucha puesta. Bebe cerveza de una lata.

—Disculpa, hermano: traemos algo para Francisco —dice Rick en inglés clásico. Su tono es desenvuelto pero respetuoso.

El encapuchado alza la vista hacia él. Parece que mira también a los chicos, pero sus ojos quedan bajo la sombra de la capucha.

—¿Traes la adrenalina? —pregunta.

—Disculpa pero sólo estoy autorizado a hablar con Francisco. Somos viejos conocidos. Si nos permites pasar hablaremos con el hermano encargado.

El fraticelli emite un ruido gutural de fastidio. Se retrepa y retira los pies de la butaca para dejar paso.

Rick seguido de los chicos entran en el porche. Los cristales de acceso al vestíbulo están sucios pero intactos. Entre dos arcos, queda el cartel de la última ópera programada en el teatro:
«Els Segadors Blaugrana»
, de Coldplay, 17 de noviembre de 2078. Adentro, a través de los cristales velados, se adivina una oscuridad casi absoluta. Una de las puertas dobles de acceso está abierta de par en par.

Rick y los chicos atraviesan el umbral.

Excepto en el suelo que conserva su ajedrezado diagonal, todo lo que antes de 2078 era mármol blanco ha sido pintado de negro. También las paredes y las molduras pseudorrenacentistas. Las columnas en cambio son de rojo sangre y conservan algunos detalles dorados originales. La única luz es la que procede de numerosas velas de parafina repartidas por todo el espacio. Algunas están colgadas en las viejas lámparas eléctricas reconvertidas en electromagnéticas en los años 40. De ellas penden largas estalactitas de parafina blanca.

El olor es parecido al de una iglesia vigésimica.

—Ahora es cuando sale Bela Lugosi a recibirnos —dice Mam'zelle.

—Sssht —la acalla Rick.

Se adentran en la oscuridad. Nadie les detiene hasta que superan los viejos molinetes de entrada y llegan a la gran sala vestibular de la que arrancan tres escalinatas. No se oyen más que susurros. Sus ojos, todavía poco hechos a la penumbra, no pueden distinguir cuántos fraticelli hay allí adentro. Quizá cincuenta encapuchados que dormitan, beben cerveza, fuman tabaco. Están sentados en colchonetas sobre el suelo, en las escalinatas, por todas partes. En cambio Rick y los chicos, recortados sobre la lejana luz que llega desde el porche, son perfectamente visibles.

Uno de los fraticelli se levanta de las escaleras y avanza hacia ellos.

—¿Traéis la adrenalina? —dice en voz baja.

—Traemos algo para Francisco —dice Rick—. Dile que viene a verle Adrián Alonso, de la vieja Politécnica. Estoy seguro de que querrá recibirnos.

El fraticelli hace gesto de contrariedad.

—Levantad los brazos —dice. Después los cachea someramente, uno por uno. En el bolsillo de los pantalones de Marcuse encuentra algo que le extraña. Lo saca y lo mira:

—¿Qué es esto? —pregunta.

—Es una cápsula de memoria —dice Marcuse.

El fraticelli la huele. Sin querer pulsa el botón de activación y el iClock de Rick recibe la solicitud de reproducción del contenido. Se ilumina y suena un bip.

—No es nada —dice Rick—, debe de ser una especie de vídeo —dice.

El fraticelli los observa bajo la capucha. Se guarda la cápsula de memoria en el bolsillo central del hábito.

—Eh, tú: eso es para Francisco —dice BB.

Rick le da un golpe con el codo para que se calle.

—Ahora esperad ahí —dice el fraticelli.

Los cuatro se retiran unos metros hacia el lugar que les han indicado con el gesto, al pie de la escalinata de la derecha. El fraticelli sube por ella y se pierde en la penumbra.

—Así que Adrián Alonso —susurra BB mirando a Rick.

—No es culpa mía, no lo elegí yo.

En la oscuridad tratan de distinguir a los numerosos frailes diseminados por toda la sala, los hábitos marrón oscuro son apenas distinguibles del fondo negro que absorbe la luz de las velas. Se oyen toses dispersas. No sabrían decir cuántos hay, pero se sienten rodeados.

El fraticelli tarda dos minutos en volver bajando por la escalinata.

—Tendréis que esperar —les dice.

—Cuánto tiempo —dice Rick.

—El que sea menester. Ahora seguidme.

Ha sonado a orden. El fraticelli vuelve al centro de la sala para tomar la escalinata de enmedio, más larga que las laterales. Algunos de los que están sentados en los primeros escalones se apartan para dejar paso.

Rick y los chicos lo siguen.

Las velas que se funden sobre la baranda han dejado una gruesa capa de parafina sobre el mármol pintado de negro. La alfombra roja que resigue los escalones absorbe el sonido de sus pasos en ascenso. Superado el primer tramo atraviesan un arco abocinado y siguen subiendo. El techo tiene ahora triple altura. En lo más alto, un lucernario cuadrangular deja pasar alguna claridad. Más abajo, la caja de escaleras está rodeada de balaustres que dejan adivinar estancias laterales. Una estatuilla compuesta con el cuerpo del nosferatu de Murnau y la cabeza de Marilyn Manson sustituye a la musa de la música que remataba las escaleras desde el siglo 19.

Siguen subiendo un último tramo a la izquierda y llegan al Salón de los Espejos.

Los espejos están, pero las paredes y las puertas están pintadas de negro.

—Esperad aquí hasta que os llame —dice el fraticelli.

Se quedan solos. Hay docenas de velas plantadas en los resaltes de las molduras. El reflejo en los espejos las multiplica. Hay una mesa de billar en el centro, manchada de cercos negruzcos. Hay pequeños sillones negros pegados a las paredes. Hay colillas de cigarrillo y latas de cerveza abolladas por todas partes. Huele a humo rancio; a vestuario de instituto.

—Bueno —dice Rick—, ahora ya sabéis de dónde sale la moda de las velas de parafina.

—¿No tienen energía electromagnética? —pregunta BB.

—Deben de tener algunos generadores, pero el ayuntamiento cortó el suministro en toda la zona ocupada.

—Entonces no pueden ver lo que hay en la cápsula...

—Para eso basta con un screener y un inductor magnético.

—¿No hubieran acabado antes con la ocupación si les hubieran cortado también el agua de las fuentes? —dice Marcuse.

—¿Crees que el ayuntamiento necesita un foco de fiebre tifoidea en el centro de su bonita ciudad turística?

—Bueno, tenemos que hacer una llamada antes de ver a ese Francisco —dice BB.

—Una llamada adónde —dice Rick.

—A Oxford 7. ¿Puede prestarme su iClock? Hemos de preguntar si seguimos adelante con el plan o no.

—¿Qué? —dice Rick.

—Puede que ya no haga falta ver a ese Francisco —dice BB—, depende de lo que nos diga Palaio.

—¿Estás loca? ¿Crees que podemos entrar aquí y decidir ahora que nos vamos, sin más? —dice Rick—. Ya no somos visitantes: hasta que no hablemos con Francisco y nos deje salir somos prisioneros...

—No podemos decirle nada si Palaiopoulos no da el visto bueno.

Rick se mesa los cabellos:

—Vale —dice—, creo que ha llegado el momento de que me expliquéis exactamente de qué va esta historia. Lo primero: ¿por qué os busca la policía?, ¿qué es exactamente lo que habéis hecho?

—Nada —dice BB.

—La policía no emite una orden de detención extraestacionaria por nada...

—Nos hemos quitado los chips subcutáneos y hemos salido de Oxford 7 de forma irregular. Eso es todo.

Rick la mira:

—Con qué intenciones —dice—. Qué tiene que ver Palaiopoulos con todo eso. Quién es esa tal Deckard. Para qué queríais hablar con Francisco. Qué hay en esa cápsula de memoria...

—Deckard es la rectora de Oxford 7 —dice Mam'zelle—. Palaiopoulos era el delegado de los profesores, y Deckard lo destituyó alegando razones sanitarias. Por su corazón... Pero era sólo una excusa: Palaio la mantenía a raya; ahora ha subido las matrículas un veinte por ciento..., no podemos ni siquiera escuchar música en nuestros propios apartamentos...

—Vale, ya lo he entendido: esa Deckard os está complicando la vida y le tenéis manía, ¿qué más...?

—Bueno, a Palaio se le ocurrió... Marcuse fue alumno de Deckard, y luego estuvo trabajando con ella como becario, así que tuvo acceso a cierta documentación.

Rick mira a Marcuse:

—¿Me estáis contando que sabéis algo de Deckard que puede cabrear a Francisco y Palaiopoulos ha estado usando eso para presionarla?

—Más o menos —dice Marcuse.

—¿Y qué es lo que sabéis?

—Deckard escribió un informe pericial en 2078 —dice Marcuse—. Desaconsejaba permitir que Francisco siguiera bajo tratamiento de regeneración celular. A partir de ese peritaje se dictó una resolución judicial en 2079. Toda la documentación, el análisis kinésico, el informe y todo lo demás está en la cápsula.

Rick lo piensa un momento:

—¿En serio?

Los chicos asienten.

Rick niega con la cabeza. Se desploma sobre el respaldo del sofá:

—No sé si compadeceros más a vosotros o a esa pobre rectora vuestra —dice—. En cuanto os hagáis una idea de lo que le espera vais a tener problemas para dormir el resto de vuestra vida.

Marcuse:

—No vamos a decirle nada de todo esto a Francisco si Palaio no quiere.

Rick:

—Te olvidas de que en este momento Francisco ya tiene la cápsula.

Marcuse:

—En la cápsula sólo viene el código de perito emocional de Deckard. Y nosotros no tenemos por qué dar el nombre.

—Ah, no vais a dar el nombre —dice Rick—. ¿Y tenéis alguna cápsula de cianuro en las muelas, o Palaiopoulos os ha enseñado algún método zen para el caso de que os las arranquen con alicates?

Emily Deckard se está vistiendo.

—¿Te vas? —dice Palaiopoulos sentado en el sofá, todavía con la bata abierta sobre el cuerpo desnudo.

—Sí.

—No tardes tanto en volver.

—No —dice Emily.

Cuando termina de abrocharse la chaqueta hasta el último botón se acerca para colocar la mesita de café en su sitio. Después se inclina para besar a Palaiopoulos en la frente. Él le toma una mejilla y da un par de cachetes.

Deckard recorre el pasillo hasta la puerta de entrada. Cuando sale al descansillo y la cierra tras ella, el casco de inmersión le presenta las opciones de menú.

Exit experience
, pulsa Deckard alzando un dedo sobre la nada.

Se quita el casco y retira la tarjeta de programación.

Se siente pringosa bajo el traje háptico.

Desabrocha el arnés, se apea de la cinta omnidireccional. Retira las cánulas del traje, después se quita las cotas higiénicas. Usa unas cuantas toallitas húmedas para limpiarse el sexo, los muslos, las axilas, la cara. Después se viste con sus botas de media caña. Se viste con su peluca de corte egipcio y su gabán de faldón largo. Con sus pendientes de aluminio y sus grandes gafas oscuras.

Sale de la cabina y pasa ante la recepción. Levanta un pulgar en dirección al encargado.

En el exterior encuentra el aire fresco de la cara noche de la estación.

Empieza a caminar a grandes zancadas hacia el callejón donde ha aparcado el iCar, pero se detiene al pasar frente al White Hart.

«La barricada cierra la calle pero abre el camino.»

La imagen mental de volver a la torre Huxley se le hace un mundo. Todavía no.

Entra en el local. Se sienta en la barra.

Al encargado le extraña verla otra vez. La mujer de los pendientes de rayos nunca viene dos veces en una misma jornada.

Emily pide un shot de destilado. El encargado se lo sirve. Suena un tema de Bob Dylan. Es un autor vigésimico que recibió el Nobel de literatura por sus composiciones de protesta juvenil:

Come senators, congressmen

Please heed the call

Don't stand in the doorway

Don't block up the hall...

Vuelta a la realidad, piensa Emily Deckard. Canciones contestatarias, estudiantes rebeldes, chantajes por hacer bien su trabajo, amenazas.

No es miedo lo que siente ahora.
High Noon
. Después de todo tiene todo un cuerpo de seguridad antidisturbios a su servicio. No está sola ante el peligro como Gary Cooper. Lo que siente es hastío.

...For the times they are a-changin'
...

Está harta de luchar contra el desorden. Harta de ser la zorra de Deckard. De que todos compitan para inventar cosas absurdas sobre ella, como esa acusación de promover más licencias de deslizador que aparcamientos. De que la culpen por las restricciones a la música precomputacional cuando la ley ha sido promulgada por un ministro de la Unión Occidental que fue alumno de Oxford 7. Un arrogante delegado del Corona Australis que no hace mucho tiempo era tan inconformista y vociferante como esos niñatos lo son ahora.

«We will fuck you, Deckard»
.

Ella es la zorra; el héroe es Palaiopoulos.

El querido, el entrañable profesor al que todos quieren.

No se dan cuenta de que veneran a un fanático. Ella exige mera disciplina, pero Palaiopoulos pretende controlar el pensamiento. Los condiciona con sus películas, con su música de jazz, con su filosofía barata de la liberación... ¿Cómo es posible que nadie se dé cuenta de todo eso, ni siquiera los alumnos más aventajados de ingeniería emocional?

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