Panteón (112 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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—Solo está tratando de salvar la vida de Kirtash. Nos guste o no, hay un lazo entre ellos dos. Si queréis tener a Victoria de vuestra parte, Archimago, haríais bien en respetar ese lazo.

—Un lazo... con un shek —repitió Qaydar; sacudió la cabeza—. Es repugnante.

Shail recordó cómo Victoria había protegido a Christian, herido de muerte, de Alsan y Gaedalu, y sonrió con cierta tristeza.

—A mí, en cambio, me parece hermoso —dijo.

Qaydar se levantó con brusquedad.

—Hermoso o repugnante, lo cierto es que Victoria no debería poner ese lazo por encima de sus obligaciones. Recoge tus cosas —ordenó—. Nos vamos a Vanissar. Hay que organizar una búsqueda. La traeremos de vuelta, lo quiera o no.

—Pero...

—Sin excusas, Shail. Nada de lo que puedas estar haciendo es más importante que encontrar al último unicornio, ¿no?

«Lo cierto es que sí», pensó Shail, alicaído, pero no dijo nada.

Era la primera vez que Jack montaba en un dragón artificial, pero no estaba seguro de que le gustase. Era una sensación parecida a volar en avión... un avión bamboleante y tan, tan inestable que incluso él, acostumbrado a volar y sin miedo a las alturas, se sintió inquieto.

—¿No es fantástico? —le dijo Rando cuando despegaron; su rostro mostraba una extática expresión de alegría.

—Sí... fantástico —masculló Jack, que empezaba a marearse.

Había optado por no revelar todavía quién era, no porque no confiara en Rando, sino porque el semibárbaro le caía bien y no quería que él empezara a tratarlo de forma diferente. Dado que Ersha había decidido quedarse en Lumbak, puesto que no tenía intención de volver a acercarse al «corazón de llamas», había un sitio en la cabina para él.

Rando le había puesto al tanto de lo que había visto tres meses atrás en el desierto, y que, en su opinión, había hecho arder Nin hasta los cimientos. Jack había escuchado, con semblante grave, la historia del semibárbaro.

—¿Quieres decir que ambos bandos culpan al otro de una masacre que ocurrió por culpa de Al... de la bola de fuego? —preguntó, moviendo la cabeza con incredulidad.

—A estas alturas, poco importa quién empezó —dijo Rando—, porque ambas facciones han cometido ya tantas atrocidades que tienen excusas de sobra para seguir matándose unos a otros durante muchos siglos más.

«Así es como se perpetúan las guerras», recordó Jack que había dicho Victoria.

—Vamos en la dirección que indicó Ersha —informó Rando, interrumpiendo sus pensamientos—. No sé cuánto tardaremos en avistarlo pero, de todas formas, no podremos acercarnos mucho. Si empiezas a tener calor, avisa.

Jack asintió, inquieto.

Aún tardaron varias horas más en comenzar a notar la presencia de lo que Ersha llamaba el «corazón de llamas». La temperatura subió dentro del dragón, y los dos empezaron a sudar.

—¿Dónde está? —preguntó Jack, mirando a través de todas las escotillas.

—Todavía estamos lejos —dijo Rando, y la preocupación de Jack aumentó. Los efectos del dios se dejaban sentir incluso a gran distancia. ¿Cómo sería verlo de cerca?

El corazón del joven se aceleró un momento. Había tenido bastantes dioses para el resto de su vida, pero, aun así, sentía una extraña atracción hacia Aldun. Se preguntó si se debía a que, según las leyendas, aquel era el dios que había intervenido de forma más directa en la creación de los dragones.

En aquel momento, Ogadrak coronó una enorme duna y, de pronto, el corazón de llamas se mostró ante ellos, vomitando lenguas de fuego, como el núcleo de una estrella.

—¡Cuidado! —gritó Jack, alarmado. Rando dejó escapar una sonora maldición y tiró de las palancas para remontar el vuelo. Una oleada de aire abrasador los golpeó de lleno y, de pronto, una de las alas de Ogadrak se incendió como una tea.

—¡No, no, no! —chilló Rando, moviendo los mandos frenéticamente. Dio media vuelta y trató de escapar, pero el dragón no respondía—. ¡Ogadrak! —gritó, como si estuviesen torturándolo a él.

—¡Tienes que aterrizar, Rando! —exclamó Jack.

—¡Pero qué...! ¡Lo que he de hacer es salir de aquí!

—¡Hazme caso! ¡Aterriza! ¡Aterriza! —insistió Jack, mientras el dragón daba un par de vueltas de campana en el aire.

Finalmente, Ogadrak se estrelló contra una duna, con un fuerte bandazo. Rando y Jack salieron despedidos de sus asientos. Jack chocó contra una de las paredes, pero, en cuanto el dragón se estabilizó, salió a toda prisa por la escotilla superior. Rando tardó un poco más en despejarse. Lo hizo en cuanto oyó el crepitar de las llamas que estaban devorando a su dragón y lanzó un alarido de alarma.

Pero enseguida, un montón de arena cayó sobre el dragón, arena rosada que se desparramó a través de la escotilla en varias oleadas, hasta que el sonido del fuego se apagó.

Rando salió al exterior. Una noche clara y agobiante lo recibió, y el ambiente asfixiante lo hizo resoplar.

—¡Oye! —gritó—. ¿Cómo has hecho para arrojar tanta arena de golpe sobre...?

Se calló en cuanto vio que no estaba hablando con un humano, sino con un gran dragón dorado que contemplaba a Ogadrak con preocupación.

—Por todos los... —empezó el piloto, pero no fue capaz de terminar la frase.

Bajó a la arena de un salto y se acercó a Jack, con precaución

—Ya sé quién eres —le dijo—. He oído hablar mucho de ti.

—Qué bien —respondió Jack, sin mucho entusiasmo.

Volvió a transformarse en humano y corrió a examinar los desperfectos de Ogadrak.

—Solo se ha quemado la capa externa, parece —dijo—. El armazón ha resistido. Solo está un poco chamuscado.

Rando se había quedado con la boca abierta, pero sacudió la cabeza y trató de centrarse.

—Debería haber resistido más —dijo—. El recubrimiento de los dragones... de los dragones artificiales, quiero decir —añadió, mirándolo de reojo—, está protegido con conjuros antifuego. Y esto es madera de olenko, se supone que no arde. Ni se chamusca.

Jack movió la cabeza y señaló con un gesto a la gran esfera de fuego que iluminaba el horizonte.

—Dudo mucho que exista algo que no arda cerca de eso —dijo.

El mismo sentía que la piel le quemaba y que tenía la garganta seca. Se pasó un brazo por la frente cubierta de sudor. Lo apartó inmediatamente; el simple roce le escocía y, al mirarse los brazos, vio que su piel estaba enrojeciendo.

—Tenemos que salir de aquí cuanto antes —murmuró—. Esto es un auténtico horno.

Rando ya estaba de nuevo concentrado en Ogadrak. También él sudaba copiosamente.

—Se puede arreglar —dijo, con una sonrisa de alivio—. A pesar de todo, los daños han sido solo superficiales. Creo que si reparo el ala incluso podremos volar hasta un lugar civilizado.

Jack dejó escapar un suspiro de impaciencia.

—No sé si podré esperar tanto —dijo—. Escucha, tal vez pueda cargar con el dragón y alejaros a los dos de aquí.

—¿Cargar con el dragón? —repitió Rando—. ¿Te has vuelto loco?

—Ya sé —dijo Jack— que lo lógico sería llevarte a ti solamente y dejar aquí este trasto, pero no me hago ilusiones. —Sonrió—. Es tu segundo amor, ¿no?

Rando soltó una carcajada.

—Cierto, cierto... Bien, si nos llevas a ambos, te lo agradeceré. No me parece que este sea un lugar demasiado seguro para pasar la noche —añadió, y se volvió para contemplar, sombrío, el corazón de llamas. Le dio la espalda inmediatamente porque no soportaba el calor, y se abanicó con la mano, tratando de aliviar el ardor que mordía su piel.

—No esperaba volver a toparme con ninguno de ellos —dijo Jack a media voz.

Rando lo miró, desconcertado.

—¿Habías visto antes algo parecido?

—No exactamente —dijo—, pero me he cruzado antes con otros de su clase.

—Y... ¿qué es?

Jack se volvió para clavar en él una larga mirada, pero no contestó.

—Vamonos de aquí —concluyó—. Ya no puedo quedarme parado.

«Los próximos días van a ser muy largos», se dijo, pesaroso.

También resultó largo el viaje de vuelta. El dragón artificial pesaba más de lo que Jack había supuesto, y el semibárbaro, montado sobre su lomo, no era, ni mucho menos, tan ligero como Victoria. Cuando, por fin, los dejó a ambos de nuevo junto al almacén de donde habían partido, estaba a punto de amanecer, y Jack estaba molido.

—Deberías descansar un poco antes de marcharte —le dijo Rando—. No hemos dormido nada en toda la noche.

Pero Jack negó con la cabeza.

—No hay tiempo que perder —dijo—, tengo que ir a avisar de que han regresado. Y tengo que encontrar a Victoria —añadió, preocupado—. Quién sabe lo que puede pasarle si vuelve a cruzarse con uno de ellos.

—Hablas de tu chica, ¿verdad? —sonrió Rando—. Bien, te deseo mucha suerte con ella. Confieso que jamás me habría imaginado que me encontraría al último dragón en el antro de Orfet —añadió, un tanto desconcertado—, ahogando sus penas amorosas en una jarra de
darkah.

—Que no todo se reduce a eso —protestó Jack, un tanto molesto; pero enseguida sonrió—. Bien, ten por seguro que no volverás a verme probar el
darkah.
Que te vaya todo bien, Rando. Me alegro de haberte conocido —añadió, dando una palmada amistosa en el musculoso brazo del semibárbaro—, y espero que volvamos a vernos. Entretanto, me gustaría pedirte un favor.

Rando se rió.

—¿Tú, pidiéndome un favor a mí...? —empezó, pero calló al ver el gesto, extraordinariamente serio, de Jack—. Bien... ¿de qué se trata?

—Cuida de Kimara —le pidió, para su sorpresa—. Asegúrate de estar cerca de ella cuando se le pase el capricho, ¿quieres? Le vendrá bien tener a su lado a alguien como tú —añadió, guiñándole un ojo.

Después, dio media vuelta y se alejó hacia la puerta del almacén.

—¡Espera! —lo llamó Rando—. ¿Cómo sabías lo de Kimara?

Jack no respondió. Se despidió con un gesto, sin volverse, y salió de nuevo a encontrarse con el desierto.

Victoria se despertó de golpe al sentir que algo se movía bajo su cuerpo, hormigueando. Se incorporó, sobresaltada. En cuanto se despejó del todo, se volvió para mirar a Christian, que yacía junto a ella, inerte. Preocupada, Victoria se apresuró a asegurarse de que todavía respiraba. Suspiró, más tranquila, cuando comprobó que seguía vivo. Su pulso era muy débil, y su respiración, apenas un leve aliento, pero aún vivía. Apretó los dientes para aguantar las lágrimas. No sabía cuánto tiempo más resistiría, y sabía que no soportaría verlo morir. Pero no podía hacer otra cosa por él, aparte de cuidarlo con todo el cariño de que era capaz.

Se incorporó un poco. Las luces del primer amanecer ya se filtraban por las ventanas y los resquicios de la ruinosa cabaña. Victoria miró a su alrededor, en busca del cuenco que utilizaba para traer agua del arroyo para Christian. El shek apenas sí podía tragar, pero Victoria le daba de beber de todas formas. También había estado alimentándolo con frutas y bayas del bosque, pero hacía un par de días que ya no tenía fuerzas ni para masticar.

De pronto volvió a sentir que algo se movía bajo su cuerpo, y se puso en pie de un salto, alarmada. Apartó la capa, que hacía las veces de sábana, y que había tendido sobre el montón de maleza que les servía a ambos de cama, con precaución, para ver qué había debajo.

Al principio le pareció un gusano, o una pequeña serpiente, que se retorcía entre las hojas. Pero, cuando lo vio mejor, se dio cuenta de que se trataba de un pequeño brote verde que crecía, lentamente, buscando la luz solar.

—No puede ser —murmuró Victoria.

Apartó un poco a Christian, con delicadeza, y despejó la zona un poco más.

Allí estaba: entre las losas del suelo crecían plantas, lentamente, pero sin pausa. Victoria alzó la cabeza, mientras el corazón empezaba a latirle con fuera, y vio que todas las plantas que ella no había retirado de la cabaña habían comenzado de nuevo a desarrollarse. La joven inspiró profundamente y cerró los ojos para concentrarse. Sintió aquella extraña vibración que percibía cuando un ambiente se cargaba de energía.

Ya no cabía duda. Los dioses habían regresado.

Cuando abrió los ojos otra vez, los tenía empañados de lágrimas. Aquel era el milagro que había estado esperando.

Cargó con Christian, con cierta precipitación, y salió al exterior. Allí buscó con la mirada al pájaro haai, y se sintió aliviada al comprobar que no se había marchado. Había estado alimentándolo todos los días y parecía que el ave le había cogido cariño, pero Victoria no lo mantenía atado, por lo que el animal podía irse cuando quisiera. Lo llamó con un suave silbido que había aprendido de Man-Bim, y el haai se acercó a ella, amistosamente. Victoria cargó a Christian sobre su lomo y, seguidamente, montó tras él. Momentos más tarde, se elevaban en el aire, sobrevolando la cúpula arbórea de Alis Lithban.

Le costó trabajo dominar al haai, cuyo nerviosismo aumentaba por momentos a medida que se iban acercando al lugar donde el bosque volvía a crecer desaforadamente. Victoria frunció el ceño, preocupada. Sabía que era peligroso, sabía que no debía aproximarse más... pero se trataba de salvar la vida de Christian. Cuando juzgó que se había acercado lo suficiente, instó al ave a descender, deseando no haberse equivocado en sus cálculos.

A ras de tierra, los árboles volvían a crecer, y a desarrollar ramas, flores y hojas a una velocidad prodigiosa. Victoria tuvo problemas para encontrar un espacio donde aterrizar y, cuando lo hizo, se apresuró a atar al haai con una liana que colgaba de uno de los árboles. El animal trató de levantar el vuelo, pero la cuerda lo retuvo.

Aterrorizado, dirigió una mirada suplicante a Victoria, mientras dejaba escapar un suave gorjeo de reproche.

—Lo siento —murmuró Victoria—, pero te necesito. Por favor, espera un poco más. Después serás libre, te lo prometo.

Dejó a Christian al pie de un árbol y lo contempló un instante, sobrecogida. Pero sacudió la cabeza y se esforzó por mantener la sangre fría. Se miró las manos. Empezaba a sentir un cosquilleo en las puntas de los dedos. Tuvo miedo, y reprimió el impuso de salir corriendo de allí. Cerró los ojos y respiró hondo. «Por Christian», se dijo.

Siguió inspirando profundamente, tratando de calmarse, mientras el haai piaba, desesperado, y los árboles crecían cada vez más deprisa. Cuando abrió los ojos otra vez y volvió a mirarse las manos, vio que estaban envueltas en chispas. «Ahora», pensó.

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