Panteón (43 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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—Serpientes —respondió él en el mismo tono.

Había algo siniestro en la forma en la que pronunció aquella palabra, una especie de oscuro anhelo, una intención letal. Shail lo miró, inquieto, pero Alexander se había situado junto a él y espiaba tras la roca.

Se trataba de un grupo de szish, siete, en concreto, que salían precipitadamente de una abertura en la montaña. Una entrada a un refugio secreto, comprendieron los tres al instante.

—Será una pelea difícil, pero podemos hacerlo —susurró Alexander—. Podemos comprobar si esa cueva lleva al lugar donde se esconden Eissesh y los suyos.

—¿Te parece prudente? —preguntó Shail a su vez—. Si uno solo de ellos escapa, dará la alarma.

Jack no los estaba escuchando. Tenía la vista fija en una quebrada que se abría un poco más lejos y se internaba en la cordillera. Su rostro había adoptado una expresión sombría y amenazadora, y sus ojos relucían de forma extraña en la penumbra.

—Hay un shek —les informó.

Los dos se quedaron paralizados.

—¿Estás seguro?

—Sí —respondió Jack, y su voz tenía un matiz de salvaje alegría—. Lo huelo.

—¿Que lo 
hueles? —
repitió Shail.

—Entonces será mejor que nos vayamos —murmuró Alexander.

—No —lo contradijo Jack—. Yo voy a luchar. 
Tengo
 que luchar. Antes de que ninguno de los dos pudiera detenerlo, el joven se deslizó lejos de ellos, como una sombra, entre las rocas. Rodeó a los szish, avanzando, pero sin dejarse ver, en dirección a la quebrada.

—¡Jack! —lo llamó Shail, en un susurro.

Las siete cabezas de ofidio se volvieron hacia ellos. Alexander maldijo por lo bajo.

—Saca tu magia, hechicero —gruñó, desenvainando a Sumlaris—. Tenemos trabajo.

Con un grito, salió de detrás de la roca. Shail preparó un hechizo defensivo.

Momentos más tarde, los dos estaban peleando contra los hombres-serpiente, preguntándose dónde diablos se había metido Jack.

El dragón había alcanzado el desfiladero y se había internado por él. Las paredes estaban impregnadas del olor de la serpiente, y Jack comprendió que la criatura no había tenido más remedio que rozarse contra aquellas rocas, pues el pasadizo no era lo bastante ancho como para que pudiera moverse con comodidad. Por el mismo motivo, Jack no se transformó, al menos por el momento. Siguió saltando, de risco en risco, buscando al shek, cegado por su instinto, ignorando el ruido que, a su espalda, producía el entrechocar de las espadas.

Alexander enarboló a Sumlaris, lanzó un golpe lateral, luego hizo una finta y golpeó de arriba abajo. El filo de su espada hendió la carne de uno de los szish. A su lado, Shail gritó las palabras de un hechizo; inmediatamente hubo un resplandor, un espeluznante olor a quemado y un siseo aterrorizado. Alexander no permitió que eso le distrajese. Oyó tras él los pasos de otro enemigo, y se agachó a tiempo para evitar que la lanza del szish se clavase en su espalda. Dio media vuelta y, apoyándose en el suelo con la palma de la mano izquierda, lanzó la pierna derecha para hacerlo tropezar y caer, pero el hombre-serpiente saltó y la esquivó. Alexander ya había recuperado el equilibro y blandía su espada. Ambas armas chocaron.

Otro szish lo atacó por detrás. Alexander supo, en ese preciso instante, que no tendría tiempo de volverse. Pero el golpe no llegó a descargarse. Cuando Alexander hundió a Sumlaris en el pecho del primer agresor y se dio la vuelta, comprobó que el segundo había quedado petrificado, y su rostro congelado para siempre en una macabra mueca de sorpresa.

—A veces das miedo, Shail —le dijo a su compañero.

Pero Shail no estaba en condiciones de contestarle. Le había fallado la pierna, y estaba medio sentado en el suelo, sujetándosela con gesto de dolor. Aún quedaban tres szish en liza, el hechizo de protección que los retenía ya no funcionaba, y Shail no podía defenderse.

Con un grito salvaje, Alexander corrió a cubrir al mago. Se plantó ante él y alzó a Sumlaris en alto, para luego descargarla con todas sus fuerzas contra el suelo. La roca tembló un momento, y la punta de la espada legendaria abrió una profunda grieta a los pies de su dueño, una grieta que avanzó hacia sus enemigos. Los szish retrocedieron, recelosos.

Y entonces, toda la montaña retumbó.

Shail alzó la cabeza con esfuerzo.

—¿Lo has hecho tú? —pudo preguntar.

Como si de una respuesta se tratase, la roca volvió a sacudirse, y el temblor fue tan intenso que los hizo caer al suelo a todos. Antes de que pudieran levantarse, el terremoto tuvo una nueva réplica, y en esta ocasión varias rocas de considerable tamaño se desprendieron de la cordillera y se precipitaron hacia ellos, rebotando.

—¡Cuidado! —gritó Alexander, y tiró de Shail para ponerlo en pie. Una enorme roca cayó peligrosamente cerca de ellos, haciéndose pedazos. Los dos se cubrieron la cara con un brazo.

—¡Tenemos que salir de aquí! —urgió Shail—. ¿Dónde está Jack?

Miraron a su alrededor. No había ni rastro del dragón. Los tres szish habían salido corriendo, en busca de un refugio. Cuando la montaña tembló de nuevo, a todos les quedó claro que no era a causa de Sumlaris.

—Maldita sea, se mueve más deprisa —murmuró Shail—. Nos ha alcanzado.

—¡Jaaaaaaack! —gritó Alexander, con toda la fuerza de sus pulmones.

No obtuvo más respuesta que el sordo retumbar de las entrañas de la roca, que anunciaba la llegada del dios Karevan.

—Tenemos que irnos —susurró Shail, tirando de Alexander.

—¡Pero no podemos marcharnos sin él!

—Es un dragón, sabe cuidarse solo. Puede volar y esquivar las rocas que caen, pero nosotros no... Tenemos que salir de aquí.

Una nueva avalancha de nieve y rocas ayudó a Alexander a decidirse. Los dos echaron a correr en dirección al mar, dejando atrás la montaña, mientras los bloques de piedra seguían cayendo a su alrededor, y el suelo temblaba bajo sus pies, dificultándoles la marcha. Cuando Alexander tropezó y cayó, arrastrando a Shail consigo, una nueva sacudida resquebrajó la roca que pisaban, abriendo una profunda sima a sus pies. Shail gritó, a punto de perder el equilibro y precipitarse al fondo. Alexander lo agarró por la túnica y tiró de él.

Y, cuando creían que no lograrían escapar de allí con vida, Jack llegó volando, entre la lluvia de piedras y de nieve. Llevaba algo entre las garras, algo que parecía un shek sumamente fofo y escuálido, pero Alexander no pudo verlo bien. Cuando el dragón se posó junto a ellos y pudieron subir a su lomo, el joven vio que lo que Jack sostenía entre sus garras era una piel de serpiente.

No tuvo ocasión de preguntarle al respecto. Momentos después, el dragón salía volando hacia el mar, dejando atrás a Karevan y todo lo que su presencia implicaba.

No se detuvieron hasta que vieron que las montañas se abrían para dar paso al gran valle de Nandelt. Shail respiró hondo al ver las tierras de cultivo, los bosques al pie de las montañas, y el resplandor plateado que, un poco más al fondo, sugería la presencia del río Estehin. Se hallaban en Nanetten, reino de comerciantes... Nanetten, la tierra que lo había visto nacer.

Los tres soles estaban ya muy altos cuando Jack decidió aterrizar. Lo hizo en un lugar apartado, en un claro que divisó en un bosquecillo, para no llamar la atención. Cuando los dos humanos bajaron de su lomo, Jack inclinó la cabeza para contemplar su trofeo. La piel de la serpiente era enorme, larguísima. Intimidaba incluso sin un shek en su interior.

Shail se dejó caer sobre la hierba, agotado, pero Alexander miró al dragón con curiosidad.

—¿Se lo has hecho tú? ¿Has despellejado al shek?

—No —respondió Jack; parecía frustrado—. No había ningún shek, era solo una muda.

—¿Y para qué te la has traído? —quiso saber Shail, desconcertado.

El dragón les dedicó una siniestra sonrisa llena de dientes.

—Para destrozarla.

Los dos contemplaron, entre perplejos e inquietos, cómo el dragón se aplicaba a su tarea con oscuro placer. Mordió la piel, la desgarró, la quemó, hasta que quedó casi irreconocible. Cuando terminó, se dejó caer sobre ella y apoyó la cabeza sobre las zarpas. El brillo de sus ojos se había apagado. Miró a sus amigos con aire desdichado.

—¿Lo entendéis ahora?

—No —respondieron ellos, atónitos.

El dragón suspiró y, lentamente, se transformó de nuevo en humano. Jack, el muchacho, se quedó sentado sobre los restos de la muda de shek, cansado y meditabundo.

—Es el instinto —les explicó—. No lo puedo evitar. Necesito matar serpientes, y es difícil... tan difícil luchar contra este impulso...

—¿Por qué habrías de luchar contra él? —preguntó Alexander.

Jack lo miró.

—Tú, mejor que nadie, deberías conocer la respuesta —le reprochó.

Alexander acusó el golpe, pero no dijo nada.

—¿Qué pasa si no quiero luchar contra los sheks? —prosiguió Jack—. ¿Qué pasa si quiero saber por qué son mis enemigos? ¿Por qué razón tenemos que pelearnos, generación tras generación, a través de los siglos? ¿Por qué hemos de matarnos unos a otros? ¿Por un capricho de los dioses?

Shail empezó a entender.

—¿Quieres decir que te sientes 
obligado a
 matar sheks? ¿Aunque no lo quieras?

Jack asintió.

—Soy el último de mi especie. No tengo ninguna posibilidad de ganar en la guerra contra los sheks y, sin embargo, si viniese un ejército de serpientes me lanzaría de cabeza a pelear contra ellas hasta la muerte. Porque el instinto me vuelve loco de odio, y al instinto no le importa que valore en algo mi vida, que deje atrás a mis amigos o que en alguna parte me espere una mujer a la que amo. El instinto solo entiende de sangre y de guerras, de un odio ancestral que los dioses inculcaron en nosotros, en nuestros genes, y que es tan nuestro como el fuego en los dragones, o el veneno en los sheks. Si lo que se ocultaba en ese desfiladero hubiese sido un shek, y no la piel que alguno de ellos abandonó allí, ahora mismo estaríais muertos. Porque estaría tan ocupado peleando contra él que no me habría molestado en regresar a buscaros. Y no puedo hacer nada, ¿entendéis? Nada, salvo preguntar a los dioses qué sentido tiene todo esto, y, entretanto, tratar de aprender a controlar mi odio trabando una especie de alianza con un medio shek. Alexander se dejó caer contra un árbol, pálido. Shail lo miró, con los ojos muy abiertos.

—Pero sin duda todo se debe a una buena razón —pudo decir Alexander—. Los dioses tendrán motivos para actuar así.

Jack se rió con sarcasmo.

—¿De veras? Pues no los han compartido conmigo, ni con ningún dragón, ni shek, desde que el mundo es mundo.

—¿Y eso cómo lo sabes? No has hablado con los dragones. Sin duda ellos sabían por qué luchaban. Sabían que el Séptimo y sus criaturas son perversas, y que merecen ser destruidas. Y si los dioses inculcaron en los dragones un odio innato, fue para que jamás olvidasen su sagrada labor; para que dragones jóvenes y soñadores como tú cumpliesen con su obligación en lugar de aliarse con el enemigo.

Ahora fue Jack el que palideció.

—No puedo creer que digas esas cosas —musitó—. Tú, no.

—¿Por qué? ¿Acaso contradicen algo de lo que te he enseñado hasta ahora?

Jack calló un momento.

—No —dijo con frialdad—. No, es verdad. Tienes razón, tú no has cambiado. Sigues pensando igual que siempre. El que he cambiado soy yo... porque ya no pienso igual que tú.

Cruzaron una mirada tensa. Shail intervino:

—Basta ya, los dos. Estamos cansados y nerviosos; mejor será que lo dejéis estar antes de que digáis algo de lo que podáis arrepentiros.

Ambos asintieron, en parte de mala gana, y en parte aliviados. Pero Jack sintió que algo se había roto entre los dos, que el tiempo y las circunstancias habían abierto una profunda brecha que tal vez los separase para siempre.

Una cálida sensación de gozo embargó a Zaisei cuando contempló la gran cúpula del Oráculo de Gantadd.

No había querido pensar en ello, pero lo cierto era que había echado mucho de menos aquel lugar, que era para ella casi como un segundo hogar.

Las demás sacerdotisas experimentaban sentimientos semejantes. Durante la dominación shek, el Oráculo de Gantadd se había convertido en el único lugar seguro en todo Idhún. La fortaleza de Nurgon, la Torre de Kazlunn, los otros Oráculos...; incluso el bosque de Awa había estado a punto de sucumbir bajo el hielo de los sheks. Sin embargo, no habían tocado el Oráculo de Gantadd. Nunca.

Algunas de las sacerdotisas más jóvenes no habían conocido otra cosa, por tanto. Y algunas de las de más edad se habían acostumbrado a vivir de espaldas al mundo, encerradas en el Oráculo, y ya nunca más saldrían de él.

Gaedalu, no obstante, no se detuvo a contemplar las suaves cúpulas del Oráculo. Cuando Zaisei terminó de despedir a los pájaros haai y se volvió hacia ella, descubrió que la Madre Venerable ya franqueaba el inmenso portón del edificio, que se había abierto para ella.

La joven celeste se recogió los bajos de la túnica y corrió en pos de la varu. Pero, para cuando llegó al atrio del Oráculo, ya la había perdido de vista.

Suspiró, y se volvió hacia el grupo de sacerdotisas, que parecían muy desconcertadas.

—La Madre no se encuentra bien —anunció—. Regresad a vuestras habitaciones, deshaced el equipaje. Nos reuniremos en el comedor al primer atardecer.

Esperaba que fuera tiempo suficiente como para ponerse al día y, a la vez, averiguar qué le pasaba a Gaedalu.

De camino hacia sus habitaciones se encontró con una puerta cerrada. Trató de abrirla, sin éxito, y la contempló, desconcertada. Aquella puerta daba a un pasillo de uso común. Solía estar siempre abierta.

—No se puede entrar —dijo entonces una voz aguda desde una de las habitaciones contiguas.

Zaisei se volvió, intrigada. La puerta a aquella sala sí que estaba abierta. Poseía un amplio ventanal que se proyectaba sobre el acantilado, y junto al ventanal había un diván, en el que las sacerdotisas, especialmente las de la diosa Neliam, solían sentarse para contemplar el mar. Las ayudaba a meditar.

Una de ellas ocupaba el diván en aquellos mismos instantes, pero su actitud parecía más aburrida que contemplativa. Había dejado caer la cabeza sobre los brazos, que permanecían apoyados en el alféizar de la ventana, y había recogido los pies sobre el diván. Zaisei sonrió. Le permitían aquellos pequeños gestos porque la sacerdotisa no tenía más de siete años.

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