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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón

BOOK: Panteón
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La Tierra, el planeta original, explotó hace algo más de diez mil años. Por aquel entonces el hombre ya había iniciado su periplo por el espacio. En esta nueva Era, la guerra y la paz son elementos de una misma balanza que se equilibran cuidadosamente desde La Colonia, el enclave científico por excelencia. Desde allí, la controladora Maralda Tardes detecta actividad bélica en un planeta alejado de cualquier ruta comercial, y decide iniciar un protocolo estándar de inspección. Mientras tanto, Ferdinard y Malhereux, dos jóvenes chatarreros, esperan pacientemente en el subsuelo de dicho planeta a que acabe la guerra en la superficie para saquear los restos del combate y extraer un suculento beneficio. Entre los restos de la batalla encuentran un extraño artefacto que parece pertenecer a una civilización antigua y desconocida y tras el que van los atroces mercenarios sarlab y los científicos de La Colonia por igual. Poco se imaginan Mal y Fer que lo que tienen en su poder podría ser la llave para liberar una amenaza más antigua que la galaxia.

Carlos Sisí

Panteón

ePUB v1.0

AlexAinhoa
13.03.13

Título original:
Panteón

© Carlos Sisí, 2013

© Imagen de cubierta: Shutterstock

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

En esta décima edición del Premio Minotauro, Premio Internacional de Ciencia Ficción y Literatura Fantástica, el jurado, compuesto por Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Laura Falcó, Ángel Gutiérrez, Ángela Vallvey y David Zurdo acordó conceder el galardón a esta obra, en Madrid, febrero de 2013.

A mis Viebels.

1
La copa invertida

Con la notable excepción del suave zumbido de las viejísimas máquinas, un sosegado silencio flotaba en el interior de la nave. No era, a decir verdad, un zumbido molesto; se asemejaba más al apacible ronroneo de un pequeño gatito, pero después de tres días soportándolo, los dos únicos tripulantes lo percibían con un expansivo dolor de cabeza.

Ahora, sin embargo, permanecían atentos a la pantalla de sus consolas, expectantes.

—Creo que ya está —susurró Malhereux.

Ferdinard le dedicó una mirada apreciativa mientras ponía en orden sus sensaciones. Luego, asintió casi imperceptiblemente.

—¿Seguro? —preguntó.

Malhereux chascó la lengua.

—Bueno, nunca estaremos seguros. Pero mira los indicadores —dijo, tocando con el dedo flexionado la pantalla—. Ahí arriba no queda nada. Nada. Ni una pequeña señal.

Malhereux tenía razón, como casi siempre, pero su colega quería asegurarse. En esa profesión, la prudencia era el corolario de la supervivencia. Al fin y al cabo, llevaban demasiado tiempo bajo tierra, esperando pacientemente, como para cometer un error en el último momento.

El soplo había sido tan excelente como caro: no era habitual obtener información de primera mano sobre dónde y cuándo habría una escaramuza entre dos de las principales facciones, pero cuando tuvieron la oportunidad, invirtieron sin dudarlo. Desde entonces, habían estado ocultos esperando a que la batalla culminara, escondidos en un lugar que nadie imaginaría: a veinte metros bajo tierra. Era el sitio perfecto. Acechar en la órbita del planeta era tan descabellado como peligroso: alguna de las facciones podría pensar que eran colaboracionistas, o quintacolumnistas, y enviar una patrulla para dejarlos fuera de juego. Pero allí, bajo tierra, con la nave tan aletargada como les era posible, podían pasar por restos de maquinaria antiguos que ya no interesaban a nadie.

La guerra. La guerra era una constante en todas partes; siempre había alguien enfrentado a algún otro, y ellos hacían de esas guerras (entre otras cosas) su negocio.

Los datos de los sensores eran la única referencia que tenían de lo que ocurría arriba, y éstos daban luz verde por fin. Malhereux estaba en lo cierto, sí, pero cuando se trataba de contiendas bélicas como la que acababa de culminar en la superficie, las cosas eran complicadas. Ya no se trataba de viajar a un viejo escenario desolado por la guerra y rapiñar metal o tecnología de alguna nave abandonada, sino que eran las hienas furtivas que llegan hasta la pieza antes que nadie. Querían rebañar la carne que todavía quedaba pegada al hueso antes de que los verdaderos leones vinieran a reclamar lo que era suyo por derecho. El bando ganador había avanzado para seguir haciendo presión en algún otro punto, pero, técnicamente, los restos que quedaban atrás, esas ruinas humeantes de prodigiosas máquinas de guerra vencidas, pertenecían a cualquiera que se erigiese victorioso, ¡y vaya si eran valiosos! Ese tipo de vestigios nunca se desaprovechaban. Los vehículos y los robots averiados podían repararse, las armas podían volver a ponerse en uso y los sofisticados trajes de combate de los soldados se reciclaban. Cada una de esas cosas valía una pequeña fortuna. En especial los robots. Éstos eran su premio favorito. Los robots podían reprogramarse para hacer un sinfín de cosas y se vendían bien. Sin preguntas.

Pero si los pillaban robando… Bueno, si los pillaban, podían despedirse de todo. Serían ejecutados allí mismo, y su vieja nave desmantelada para formar parte del complejo engranaje de la guerra.

—Está bien —dijo Ferdinard despacio, después de considerar las cosas—. Está bien, salgamos a la superficie.

Malhereux asintió con una sonrisa y regresó a su asiento, y cuando se lanzó sobre él, éste protestó con un crujido. Luego comenzó a accionar los controles, y la nave respondió volviendo lentamente a la vida. El zumbido se agudizó, y una miríada de pequeños indicadores aparecieron en el panel frontal. Después, todo empezó a sacudirse con una vibración.

Ferdinard se desplazó hasta su asiento y se aseguró los cinturones cruzados con cara de fastidio.

—Algún día, algo fallará y nos quedaremos sepultados en este… En este ataúd de metal —soltó.

—No seas agorero. Siempre dices eso, ¿sabes? Cada vez. ¡Pero la vieja
Sally
aún está en buen estado!

—Algún día.

Sally
, llamada así por su número de identificación, impreso con grandes caracteres en el lateral del fuselaje, 5411Y, empezó a abrirse camino bajo la tierra. La estructura vibraba mientras la roca era retirada del frontal y conducida hacia la parte de atrás, convertida en un polvo estéril. La estructura principal, de hecho, era de un diseño de hacía cincuenta años, un modelo de nave usada en planetas mineros para abrir túneles. Aunque no aparecían en las especificaciones originales, alguien había terminado acoplando capacidades de vuelo espacial, quizá para trasladar la nave de un planeta a otro o para permitirle hacer trabajos en campos de asteroides, ricos en minerales y mucho menos explotados que los planetas.

Ferdinard y Malhereux compraron a
Sally
cuando eran dos jóvenes llenos de vitalidad con una prometedora carrera por delante. La obtuvieron por un buen precio y, lo más importante, con toda la documentación en regla, lo que no era habitual. Su idea era ganarse la vida cavando túneles para varias compañías mineras, y su plan funcionó durante un tiempo. Pero la abundancia de minerales hacía que el planeta fuera muy codiciado, y la guerra no tardó en llegar hasta allí. Cuando los piratas aparecieron, el brutal y despiadado ataque les sorprendió bajo tierra, cavando uno de los ramales de explotación. Dejaron el 5411Y en estado latente y permanecieron ocultos sintiendo como la tierra temblaba por las explosiones a su alrededor.

Después de algunas horas, todo había terminado. Al salir se encontraron con un paraje de completa desolación. Las estructuras habían sido quemadas, y todos los trabajadores, incluidos los directivos y sus familias, asesinados. Ferdinard clavó las rodillas en el suelo y lloró por primera vez desde que era pequeño.

Todo ocurrió un par de semanas antes de recibir el pago por varios meses de trabajo.

Mientras Ferdinard daba gracias por haber sobrevivido, Malhereux, tan pragmático como siempre, estaba histérico por la situación financiera a la que se enfrentaban. Habían gastado un montón de créditos en células de energía y sustento, y si no cobraban el dinero que se les debía, tendrían que encontrar otra cosa, algún trabajo eventual que les permitiera recuperarse y seguir con el viejo negocio. En una especie de arrebato, Malhereux comenzó a cargar algunos de los robots de campo de la compañía minera en la nave. Ferdinard no podía creer lo que estaba viendo: sabía que los piratas podían sorprenderles en cualquier momento, pero su socio continuaba arrastrando cacharros y cualquier cosa de valor que encontraba en el interior de la nave, desde medidores a contenedores de células de energía. Le pidió que parara, y se lo pidió chillando, con lágrimas resbalando por las mejillas, pero Malhereux no hizo caso.

Pero aquello les salvó.

No sólo consiguieron escapar, sino que ganaron una buena cantidad en el mercado negro vendiendo aquel material. Una cantidad nada despreciable.

Malhereux estaba entusiasmado. Veía posibilidades por todas partes.

—¡Las guerras, Fer! —decía a menudo—. Este puto… universo… está loco. Tenemos la oportunidad de aprender de lo que nos ha pasado. Sacar algo bueno de lo malo, ya sabes. Mira, las mega-corporaciones invierten fortunas en sus pequeños juguetes tecnológicos para obtener la supremacía en sus eternos combates de mierda. Por ejemplo… coge el SH-30, ese súper androide de combate….

—Dios, estás loco.

—Escucha. Fabricarlo cuesta unos seis millones de créditos, pero sus componentes, individualmente, valen todavía más en el mercado negro. ¿Sabes cuántas de esas cosas quedan después de una batalla? Escuadras enteras… decenas, tal vez cientos de unidades. Un disparo bien dado, y seis millones de créditos quedan en el suelo listos para que un par de tipos con suerte los recojan.

—Estás loco. En serio. Si intentas acercarte a uno de esos sitios, te reducirán a polvo espacial.

—Lo sé —admitió Malhereux, visiblemente nervioso—. Joder, no estoy diciendo que nos metamos en mitad del combate, ¿vale? Pero… ¿y toda la mierda que suelen dejar después de recoger lo más valioso? Metal, trozos de equipo, cinturones estabilizadores… ¡yo que sé, cualquier cosa! Ese deshecho que nadie quiere puede suponer entre tres y diez mil créditos si nos lo montamos bien. ¿Lo pillas?

Ferdinard tuvo que admitir que aquello, contra todo pronóstico, tenía sentido. Lo que habían hecho en el planeta minero tenía cierto regusto inmoral; aunque la mayoría de aquellas cosas habría acabado en manos de los piratas de todas formas, Mal prácticamente le había arrebatado el equipo a aquellos cadáveres de sus manos agarrotadas. Pero obtener material de las mega-corporaciones en eterna contienda era otra cosa. Aquellos monstruos lo devoraban todo a su paso: sólo les interesaba el beneficio, y si podían quitarles un trozo de ese pastel, a Ferdinard le parecía perfecto.

En el fondo era una forma de ver el negocio de la chatarra como algo casi heroico.

Con el visto bueno de su socio, Malhereux realizó algunos contactos, invirtiendo parte de las ganancias. Le costó tiempo, pero consiguió buena información sobre los lugares donde se habían producido combates, información privilegiada que solía calificarse de alto secreto: lugares abandonados que ya no representaban un punto de interés estratégico, estaciones diezmadas por ataques que luego no habían sido restablecidas y cosas así.

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