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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

Papeles en el viento (10 page)

BOOK: Papeles en el viento
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Empresarios

Dos días después de la conversación nocturna en la que el Mono le explicó sus planes a su hermano mayor, se presentó con el Ruso a una reunión pactada en casa de Salvatierra.

El Polaco los recibió vestido con un traje de lino blanco que ahora le iba un poco grande, como si también él extrañase los tiempos de vacas gordas y chicas rutilantes. Les ofreció cerveza, gaseosas, té helado. El Mono aceptó una gaseosa. El Ruso optó por el té: aunque lo aborrecía, nunca se lo habían ofrecido frío y quiso disipar su curiosidad al respecto.

Los sillones eran amplios, tapizados de cuero blanco. No eran del todo cómodos porque eran muy bajos y los almohadones se escurrían cuando uno se movía sobre ellos. El Ruso demoró horrores en encontrar una posición más o menos estable. Después adujo que lo complicaba sostener en alto el vaso de té, que comenzaba a empañarse.

El Mono se aclaró la garganta e hizo un gesto con la mano para abarcar la habitación en la que estaban.

—Linda la decoración, Polaco. ¿Lo armaste vos?

El anfitrión echó un vistazo displicente, como si el comentario del visitante lo hiciera reparar, por primera vez, en las paredes y sus ornamentos. Los muros estaban pintados de blanco. El techo era alto, propio de las casas de antes. En la pared más grande había una gigantografía de la selección argentina del Mundial Juvenil de Qatar. La elección de la foto no era casual. Tres de esos jugadores habían sido representados por el Polaco, cuando su estrella era bendecida por la suerte y el futuro prometía abundancias y triunfos. En las otras paredes había marcos con camisetas de fútbol. Todas originales, algunas de clubes argentinos y otras de clubes europeos. Escritas con anchos fibrones negros, las cruzaban las rúbricas de los jugadores que las habían usado, y que naturalmente habían sido también representados por el Polaco. El Ruso tomaba su té de a sorbos, mirando como un bobo esa especie de currículum mural que Salvatierra había diseñado para solaz de su autoestima y asombro de sus eventuales visitas.

—El otro día —entró en materia el Mono—, cuando nos cruzamos en la carnicería, me hablaste de que seguías vinculado con el mundo del fútbol…

—Sí —el Polaco se acomodó en su sillón, como si hablar de negocios requiriese una actitud corporal menos distendida—. En realidad, no sé bien cuál era su idea, qué saben del asunto, si lo que pretenden es invertir…

—Eso sinceramente no lo decidí. Todavía no. Quería que me asesorases un poco vos, que sos representante...

—Empresario —lo cortó el Polaco—. No es por nada, pero el término que mejor me define es el de empresario. Un representante se limita a eso. A representar a los futbolistas a cambio de una comisión. Un empresario tiene otras funciones. A veces representa. De hecho, muchos empezamos así. Pero un empresario combina esas funciones de representación con otras de tipo… digamos… patrimonial, diría yo. Compra, vende, coloca jugadores a préstamo, intermedia entre clubes… Es decir: maneja un capital que son los jugadores. Invierte, en una palabra. No sé si soy claro.

—Clarísimo —concedió el Ruso, que estaba asqueado del té helado pero se lo seguía tomando para no desairar a su anfitrión.

—Por eso yo les preguntaba…

—Las preguntas hacéselas a él —lo detuvo el Ruso—. El que tiene los trescientos mil dólares es él. Yo estoy más seco que una rosca de Pascua.

Salvatierra se volvió hacia el Mono, con expresión admirativa. El Mono se sintió en la necesidad de aclarar:

—Llego a eso juntando una indemnización y una guita que tengo ahorrada.

—Para arrancar, trescientas lucas verdes no es una cifra despreciable, Mono. Para nada.

—Vos decís para arrancar con una inversión…

—Porque a la larga, Mono, es lo que genera guita. Lo otro es mucho laburo y poco efectivo, ¿entendés?

—Yo se lo vengo diciendo —se envalentonó el Ruso, que había desprendido el gajo de limón del borde del vaso para succionarlo.

—Pero vos no empezaste así —el Mono quería ir de a poco. Entenderlo.

—¡Porque no tenía un mango! —se rió, socarrón, el Polaco—. Pero la guita fuerte la hice comprando y vendiendo jugadores.

—Y mal no te fue —lo interrumpió el Ruso, entusiasmado, y se ayudó con la mano en el gesto de quien marca eslabones o segmentos—: Primero fuiste representante, después empresario… y así.

Se detuvo un poco azorado (y los otros también se sumieron en un silencio incómodo), cuando cayeron en la cuenta de que los segmentos que seguían después de “representante” y “empresario” eran “delincuente”, “convicto” y “anfitrión de ellos dos en la casa de su madre”.

—Me fue bien hasta que me fue mal —Salvatierra adoptó el tono de compungida sinceridad de alguien que no pretende soslayar su debacle—. Miren: nunca hablo de ese asunto pero la confianza que me demuestran ustedes al venir acá me exige franqueza —hizo una pausa, como si masticase sus inminentes confesiones. Por fin, pareció decidirse—. Lo mío creció muy rápido. Demasiado. Supongo… supongo que no elegí del todo bien mis compañías. O mejor dicho: las elegí pésimo. Cuando me quise acordar, no me podía despegar sin que sonase a traición. Tuve que apechugar y quedarme a bailar con la más fea.

Hizo un gesto con la mano frente a su propia cara, como para espantar una mosca o los malos recuerdos. Después prosiguió.

—No lo dudes, Mono. De representante laburás como un perro y te usan de trapo de piso. Los jugadores, los dirigentes, los familiares… todos. Como empresario, la pelota la manejás vos. Si en serio contás con un capital, ni te lo preguntes.

El Mono acomodó el vaso de gaseosa sobre la servilleta de papel, para que no mojase la mesa ratona.

—Y… ¿cómo debería hacer para entrar?

—Tenemos dos opciones básicas —arrancó el Polaco, desentendiéndose de la melosa admiración que crecía, a ojos vistas, en el ánimo de sus interlocutores—. Darte participación porcentual de un jugador de los más caros o que seas dueño de un jugador de menor precio. Ojo —alzó el dedo y los miró alternativamente— que cuando digo “de menor precio” no significa “de menor valor”. Para nada.

Se puso de pie, caminó hasta la pared de la gigantografía, y pasó la mano como para quitar una mancha o una telaraña de la cara de uno de los jugadores.

—Quiero decir. Si vos venís y me decís “Mirá, Polaco, quiero participar con el Pocho Insúa (es un suponer, porque el Pocho no es mío, te aclaro)… ¿Cuánto vale el Pocho hoy en día? ¿Tres palos? Bueno, calculá: suponiendo que alguien te quiera vender el diez por ciento de Insúa, lo podés comprar. Pero olvidate de manejar vos el asunto, no sé si soy claro.

—¿Y la otra opción? —el Mono tenía claro que era la más conveniente, pero quería escuchar todos los detalles, a ver si coincidían con sus intuiciones.

—La otra es comprar el cien por ciento de un pibe que esté creciendo. Pero no de cualquier pibe. Un pibe que vos lo agarrés de pichón, antes del primer contrato, y se venda a Europa dos años después por una torta de guita. No sé si me seguís: en ese caso, ¿quién te pensás que queda dueño de semejante torta?

Se pasó las manos por el cabello, peinándoselo hacia atrás. Seguía igual de rubio y de dientudo que a los ocho años.

—En el fondo es la vieja cuestión de qué conviene más, si ser cola de león o cabeza de ratón. Eso lo elegís vos.

—Supongo que te entiendo —el Mono adoptó una expresión que le pareció el colmo de astuta.

—Te la hago corta —afirmó Salvatierra, e hizo una pausa teatral que al Ruso le dio tiempo de terminar de succionar la cáscara de limón y dejarla dentro del vaso vacío—: Vos tenés que comprar el pase de Mario Juan Bautista Pittilanga.

13

Durante casi todo un año, Fernando dedica todos sus esfuerzos a vender a Pittilanga. Siempre le ha chocado la expresión usada por muchos periodistas al referirse a las transferencias de jugadores. Suelen decir que tal o cual jugador ha sido “ofrecido” a este club, “ofrecido” a aquel grupo inversor, “ofrecido” al entrenador de más allá. Ese “ofrecimiento” a Fernando le suena a humillación, a usura, a explotación. Pero después de seis meses de fracasar con perfección exquisita, él también ofrece a Pittilanga como si fuera un juego de ollas o una rifa de la Sociedad de Fomento.

Al principio selecciona cuidadosamente a quiénes dirigirse. Acude a los pocos que conoce porque sus apellidos se escuchan en boca de los periodistas deportivos. El problema es que no lo reciben ellos, ni siquiera sus asociados ni sus auxiliares. Lo entrevistan muchachitos a los que el traje todavía les sienta mal por la novedad y la falta de costumbre, que disimulan el pánico a fuerza de cama solar, abundante gel para el pelo y celulares de funciones inverosímiles. Aprendices cuyo peso en la organización a la que dicen representar luce equivalente al de un bote de remos en la Armada Real de Su Majestad. Bien mirada, esa circunstancia no deja de ser una buena noticia, sobre todo al principio. Es tal la inexperiencia de Fernando, y tan absurdos sus titubeos, que resulta preferible padecerlos frente a esos imberbes tan improvisados como él mismo. La situación tiene su costado cómico: un profesor de Lengua intentando vender a un jugador en el que no cree, por un precio que no vale, a un fulanito que no quiere comprarlo, pero que de todos modos tampoco sabría cómo proceder en caso afirmativo.

Con el tiempo Fernando mejora. Abrevia las introducciones, adopta posturas corporales menos temerosas, restringe sus cortesías para que no se las interprete como síntomas de debilidad y aprende a inventarle virtudes a Pittilanga sin que le tiemble la voz. Sin embargo, para cuando lo logra ya es un lucimiento inútil. Ha descendido en la escala de potenciales compradores hasta el nivel de los improvisados, los bisoños y los caraduras. Lo peor del caso es que ni siquiera esa fauna se interesa por Pittilanga. Ni de lejos. Con frecuencia terminan ellos ofreciéndole jugadores, anteponiendo sus mentiras a las de Fernando, intentando encandilarlo con sus propios espejitos de colores.

Al principio había sido tanta su fe, o su desesperación, que prefirió pedir una licencia sin goce de sueldo en las escuelas para disponer de todo el día sin distraerse con clases o evaluaciones. Pero a medida que pasan los días y las semanas, sus ínfulas se reducen al ritmo de sus ahorros. Al cabo de un primer mes retoma su trabajo del turno mañana, aunque se consuela pensando que los empresarios futbolísticos atienden sus negocios sobre todo a partir del mediodía. A mediados del tercer mes se reincorpora a sus clases del turno tarde, apostando a pactar los encuentros a partir de las seis o las siete.

Tarde o temprano va a lograrlo. El triunfo está al caer, a la vuelta de la esquina, detrás de la próxima puerta de blíndex, enmascarado detrás de la sonrisa carmesí de la siguiente secretaria. Y después del triunfo, la venganza. La dulce venganza de llamarlo a Mauricio y decirle: “Preparame los papeles. Pittilanga está vendido”, y cortar casi enseguida, dejándolo a solas con su pasmo y su vergüenza. Y cuando crezca, y sea capaz de entenderlo y valorarlo, contárselo a Guadalupe. La nena pensará que su tío es un héroe. Esas imágenes, recreadas al infinito, lo consuelan con su inercia hasta el sexto mes, hasta que le resulta evidente que no es verdad, que nunca sucederá semejante cosa. Ni la venta de Pittilanga, ni la humillación de Mauricio, ni su victoria por escándalo, ni la mirada de asombro de su sobrina.

Sigue porfiando, porque nunca se le ha dado bien eso de reconocer defectos y equivocaciones. Cada vez con menos ímpetu, con más realismo, más consciente del desenlace, más hundido en el revoltijo de buscavidas que el mundillo futbolero tolera como resaca de sus vaivenes generosos.

A sus amigos los ve de tanto en tanto. Los cumpleaños de cada cual, los de sus esposas, el de las Rusitas, una cena por mes, los tres a solas. El equivalente, entre ellos, a no verse el pelo. Nadie dice nada de la discusión que mantuvieron en el café, ni de las cosas que se dijeron, ni de las que callaron, ni de las que pensaron después, cada uno por su lado. Nadie dice nada, tampoco, de Pittilanga y sus desventuras en Santiago del Estero.

En todo ese tiempo, Fernando consigue ver a su sobrina apenas cuatro veces. La ex del Mono está particularmente irascible, y hace todo lo posible por sabotear los encuentros. En tres de esas ocasiones lleva a Guadalupe a lo de su abuela. La primera vez es un poco difícil. Fernando tiene que apuntalar una y otra vez a su madre para que no se derrumbe, para que no se ponga a llorar a moco tendido enfrente de su nieta. Los otros encuentros son más relajados. Lástima que sean tan pocos, que la madre de la nena lo ponga todo tan difícil.

La cuarta vez que logra que Lourdes lo autorice a llevarse a Guadalupe coincide con el cumpleaños de las Rusitas: Fernando la lleva a lo del Ruso para que los demás la vean, para que compartan, para que los lazos no se corten, si aún no se han cortado, teme Fernando, a la vuelta, de noche, mientras Guadalupe duerme en el asiento trasero durante el viaje hasta su casa.

En uno de esos encuentros infrecuentes que sostienen entre ellos tres, el Ruso propone ir juntos a la cancha. Fernando duda, pero Mauricio se apresura a decir que no, que con cómo está jugando Independiente no dan ganas ni de sacar el auto del garaje. El Ruso, que es de cansarse rápido, le da la razón y Fernando se siente un idiota por su vacilación inicial, por saber en el fondo que si Mauricio hubiera dicho que sí él se habría tragado el orgullo, los reclamos, todo lo que tiene atragantado desde la última vez que discutieron, y habría ido también.

Durante ese otoño y ese invierno no llueve casi nunca. Las canchas del Torneo Argentino A lucen como potreros miserables, sin pasto más allá de las esquinas. El Ruso, un poco en broma un poco en serio, interpreta la sequía como una prueba a la que Yavé ha decidido someterlo. En abril ha cerrado un lavadero en Morón y en junio otros dos en Castelar. Con el Cristo están seguros de que han llegado al punto de inflexión de la tendencia. Imaginarse a los dos inimputables,
joystick
de Play Station en mano, analizando las variables macro y micro de su negocio, a Fernando a veces lo mueve a la risa y a veces a la angustia. Entonces se miran con Mauricio, por encima de los ademanes con los que el Ruso sazona sus análisis, y se guiñan una complicidad que en el fondo a Fernando le da bronca, porque está seguro de que, en su ausencia, Mauricio debe intercambiar el mismo gesto de conmiseración y piedad con el Ruso para condenar sus propias intentonas.

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