París era una fiesta (16 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Memorias y Biografías

BOOK: París era una fiesta
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Esperando que el camarero trajera las cosas, me senté a leer un periódico y a terminar una de las botellas de Mâcon que descorchamos en la última parada. Cuando uno vive en Francia, siempre dispone de varios crímenes estupendos cuyo curso puede seguir día tras día en los periódicos. Son como novelas por entregas y hay que haberse leído los primeros capítulos, ya que no dan resúmenes de lo que antecede como en las novelas por entregas americanas, aunque de todos modos una novela americana tampoco les sabe tan bien a los que no han leído el tan importante capítulo de apertura. Cuando uno está en Francia pero viajando los periódicos pierden interés, ya que muchas veces falla la continuidad de los variados
crimes, affaires, o scandales
, y además para que la cosa cobre toda su gracia hay que leerla en un café. Aquella noche yo hubiera preferido infinitamente estar en un café donde pudiera leer las ediciones de la mañana de los periódicos de París y observar a la gente, y prepararme para la cena con alguna bebida más autoritaria que el Mâcon. Pero ya que me tocaba estar de mayoral del rebaño de Scott, me divertí como pude.

Cuando entró el camarero con los dos vasos de limonada y hielo, con los whiskies y con la botella de agua Perrier, me dijo que la farmacia estaba cerrada y que no había modo de comprar un termómetro. Había conseguido que le prestaran una aspirina. Le pedí que procurara le prestaran también un termómetro. Scott abrió los ojos y dirigió al camarero una mirada irlandesa cargada de agüeros funestos.

—¿Le has hecho comprender que se trata de un caso serio? —me preguntó.

—Me parece que lo comprende.

—Por favor, precísalo.

Procuré precisarlo, y el camarero dijo:

—Haré lo que pueda.

—¿Le diste bastante propina? —quiso saber Scott—. Trabajan sólo por las propinas.

—Ah, no sabía —contesté—. Yo creía que el hotel les pagaba también un sueldo.

—No quiero decir eso. Quiero decir que no te servirán si no les das una propina fuerte. Casi todos son unos sinvergüenzas.

Me acordé de Evan Shipman y del camarero de la Closerie des Lilas que tuvo que afeitarse el bigote cuando pusieron un bar americano, y de que Evan trabajaba en el huerto del camarero en Montrouge mucho antes de que ya conociera a Scott, y de lo buenos amigos que éramos entonces los de la Closerie y de nuestra larga amistad, y de los cambios que hubo y de lo que representaban para cada uno de nosotros. Estuve a punto de hablarle a Scott de aquel problema de la Closerie, aunque probablemente ya se lo había contado, pero me di cuenta de que le importaban un comino los camareros y sus problemas y su amabilidad y sus afectos. Por entonces Scott detestaba a los franceses, y como casi lo únicos franceses con quienes tenía contacto eran camareros a los que no entendía, taxistas, empleados de garaje y de hotel y porteras, tenía frecuentes ocasiones para ofenderles e insultarles.

Todavía detestaba a los italianos más que a los franceses, y no podía hablar de ellos sin perder estribos, incluso cuando no había bebido. A los ingleses los detestaba a menudo, pero a veces los toleraba y de cuando en cuando los admiraba. No sé qué pensaría de los alemanes y de los austríacos. No sé si había conocido nunca a ninguno, o a ningún suizo.

Volviendo a la noche del hotel, mi mayor satisfacción era que Scott conservara su calma. Mezclé la limonada con el whisky y se lo ofrecí con un par de aspirinas, y se tomó las aspirinas sin protestar y con admirable serenidad, y se quedó bebiendo a sorbitos. Tenía entonces los ojos abiertos y miraba a grandes lejanías. Me quedé leyendo lo crímenes que traía el periódico y sintiéndome muy en paz, demasiado en paz al parecer.

—Eres un tío frío, ¿no te parece? —Preguntó Scott.

Al mirarle comprendí que, si no en mi diagnóstico, por lo menos en mi receta me había equivocado, y que el whisky iba a resultarnos muy pernicioso.

—¿Qué quieres decir, Scott?

—Eres capaz de sentarte tan tranquilo y leer tu porquería de periodicucho francés, sin importarte un comino que yo agonice.

—¿Quieres que llame a un médico?

—No. No quiero un mierda de medicucho de aldea francés.

—¿Qué deseas, pues?

—Quiero tomarme la temperatura. Y luego quiero que nos sequen las ropas y que tomemos un expreso para París, y llegar lo más pronto posible al Hospital Americano de Neuilly.

—Las ropas no estarán secas hasta mañana, y esta noche no hay expresos —dije—. ¿Por qué no descansas y cenas un poco en la cama?

—Quiero tomarme la temperatura.

El latazo se prolongó largo tiempo, hasta que el camarero trajo un termómetro.

—¿No pudo encontrar otro? —Pregunté al camarero.

Scott cerró los ojos en cuanto entró el hombre, y tomó un aspecto tan sin remedio como el de Camila. No he conocido nunca a una persona que se quedara tan rápidamente sin sangre en la cara, y me pregunté dónde se la metería.

—Es el único que hay en el hotel —contestó el camarero dándome el termómetro.

Era un termómetro para baño, con un armazón de madera y metal calculado para que se hundiera en el agua pero no hasta el fondo. Bebí un trago de whisky puro, y abrí un momento la ventana para mirar la lluvia. Cuando me volví, Scott me estaba observando. Sacudí el termómetro con gesto profesional y le dije:

—Tienes suerte de que no sea un termómetro rectal.

—¿Dónde se colocan los termómetros de este tipo?

—En la axila —dije, y lo demostré abrigándolo en mi sobaco.

—No trastornes lo que marca —dijo Scott.

Volví a sacudir el termómetro con un solo brusco torcimiento de muñeca, y desabroché la chaqueta del pijama de Scott y le metí el artefacto en el sobaco, y luego volví a tocarle la frente y a tornarle el pulso. Él miraba fijamente al vacío. El pulso era de setenta y dos. Le hice guardar el termómetro puesto durante cuatro minutos.

—Creí que sólo hacía falla un minuto —dijo Scott.

—Este termómetro es muy grande —explique—. Hay que multiplicar por el cuadrado de la longitud del termómetro. Además es un termómetro centígrado. Finalmente retire el termómetro y lo acerqué a la lamparilla.

—¿Cuánto marca?

—Treinta y siete con seis décimas.

—¿Y lo normal qué es?

—Eso es lo normal.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

—Prueba contigo. Quiero estar seguro.

Sacudí el termómetro y me desabroché el pijama y me puse el termómetro en el sobaco, y me quedé mirando el reloj. Luego miré el termómetro.

—¿Cuánto marca? —preguntó Scolt mientras yo examinaba el instrumento.

—Exactamente lo mismo.

—¿Y tú cómo te encuentras?

—Espléndidamente —dije.

Intenté recordar si treinta y siete con seis era realmente la temperatura normal. No es que tuviera ninguna importancia, porque el termómetro, inmutable, se mantenía en treinta grados.

Scott se mostraba un poco suspicaz, de modo que le pregunté si quería que hiciéramos otra comprobación.

—No —dijo—. Es una suerte que me haya curado tan rápidamente. Siempre tuve gran capacidad de recuperación.

—Ahora estás bien —dije—. Pero me sentiré más tranquilo si te quedas en la cama y cenas ligero, y mañana saldremos temprano.

Mi plan era comprar impermeables por la mañana, pero para eso tenía que pedirle dinero a Scott, y no tenía ganas de enredarme en una discusión en aquel momento.

Pero Scott no quiso quedarse en la cama. Quería levantarse y vestirse y bajar a llamar a Zelda para tranquilizarla.

—¿Qué razón tiene para no estar tranquila?

—Es la primera noche que pasamos separados desde que nos casamos, y tengo que hablarle. ¿No eres capaz de comprender la importancia que esto tiene para los dos?

Yo era muy capaz, pero no era capaz de comprender cómo pudieron dormir juntos la noche anterior. De todos modos, no era cosa que me correspondiera discutir. Scott bebió puro el whisky que no le puse en la limonada, de un gran trago, y me dijo que pidiera otro whisky. Busqué al camarero y le devolví el termómetro, y le pregunté cómo estaban nuestras ropas. Dijo que suponía estarían secas al cabo de una hora.

—Haga que el criado las planche, y así se secarán. No importa que queden algo húmedas.

El camarero nos trajo dos whiskies para que nos libráramos del resfriado, y bebí el mío despacio y aconsejé a Scott que hiciera lo mismo. Me preocupaba en serio que pudiera pillar un resfriado, porque vi que si llegaba a tanto habría que ingresarle en una clínica. Pero la bebida le hizo sentirse maravillosamente por un tiempo, y estuvo muy feliz desarrollando las trágicas sugestiones implícitas en el hecho de que aquélla era la primera noche de separación entre él y Zelda, desde el día en que se casaron. Finalmente, no pudo esperar más tiempo a llamarla, y se puso la bata y bajó a telefonear.

Volvió porque había mucha demora para la conferencia, y a poco entró el camarero con otro par de whiskies dobles. Nunca hasta entonces le vi a Scott beber tanto, pero no le hizo ningún efecto salvo el de volverle más animado y hablador, y se puso a contarme su vida con Zelda. Dijo que la había conocido durante la guerra, y que luego la perdió y la reconquistó, y me contó cómo llegaron a casarse, y algo trágico que les había ocurrido en Saint-Raphaël, hacía más o menos un año. Aquella primera versión que entonces me contó del enamoramiento de Zelda y un aviador de la marina francesa era un relato verdaderamente triste, y me parece que era un relato verídico. Luego me contó otras varias versiones del hecho, como si lo estuviera ensayando para meterlo en una novela, pero ninguna versión era tan triste como aquella primera, y yo siempre creí aquélla, aunque la verídica podía ser cualquiera de las otras. Cada versión estaba mejor contada que la anterior, pero ninguna resultaba tan entristecedora como la primera.

Scott sabía hablar y contar un relato. Hablando no tenía problemas de ortografía ni de puntuación, y no daba la impresión de analfabetismo que daban sus cartas tal como él las escribía. Fuimos amigos durante dos años antes de que aprendiera a ortografiar mi nombre; pero después de todo es un nombre largo de ortografía difícil, y posiblemente la ortografía se hacía más difícil a medida que pasaba el tiempo, y aprecié mucho el que Scott llegara por fin a ortografiar el nombre correctamente. También aprendió a ortografiar cosas más importantes, y procuró pensar acertadamente sobre muchas más.

Aquella noche, de todos modos, lo único que quería que yo conociera y comprendiera y apreciara era lo ocurrido en Saint-Raphaël, y yo le seguí tan bien que me parecía ver el pequeño hidroavión monoplaza y oír su zumbido, y ver la palanca de saltos y el color del mar y la forma de los muelles de madera y la sombra que proyectaban, y ver el bronceado de Zelda y el bronceado de Scott y el rubio claro y el rubio oscuro de su pelo, y la tez oscura del muchacho que estaba enamorado de Zelda. Pero no me atreví a formular la pregunta que me inquietaba, a saber, que si aquello era verdad y todo había sucedido de aquel modo, ¿cómo podía ser que Scott durmiera todas las noches en una misma cama con Zelda? Pero tal vez era eso lo que daba al relato aquella calidad más triste que la de otro relato, y después de todo tal vez Scott no se acordaba, como tampoco se acordaba de la noche precedente.

Nuestras ropas llegaron antes que la conferencia telefónica, y nos vestimos y bajamos a cenar. Scott trastabillaba ya un poco, y miraba a las gentes de reojo con cierta agresividad. Comimos caracoles muy buenos con una jarra de Fleury como inicio de la cena, y cuando estábamos a la mitad del plato y del vino llegó la conferencia. Scott desapareció por una hora y terminé comiéndome sus caracoles, rebañando la salsa de mantequilla y ajo y perejil con migas de pan, y apuré la jarra del Fleury. Cuando volvió le dije que pediría para él otra ración de caracoles, pero no la quiso. Quería un plato sencillo. No le atrajo un
steak
, ni tampoco hígado ni jamón, ni tampoco una tortilla. Quería pollo. A mediodía habíamos comido muy buen pollo frío, pero estábamos todavía en la región famosa por sus pollos, de modo que nos hicimos servir
poularde de Bresse
con una botella de Montagny, un ligero y simpático vino del país. Scott comió muy poco y apenas sorbió una copa de vino. Perdió el conocimiento allí a la mesa, con la cabeza apoyada en las manos. Fue una cosa auténtica y sin comedia, e incluso me pareció que procuraba no verter vasos ni romper nada. Entre el camarero y yo le subimos al cuarto, y le acosté en la cama y le desvestí hasta dejarle en ropa interior, colgué en la percha su traje, y le cubrí con las mantas. Abrí la ventana y vi que hacía buen tiempo, y dejé abierto.

Bajé al comedor a terminar mi cena, y reflexioné sobre el caso de Scott. Era evidente que no podía beber nada, y que yo no había velado bien por él. Cualquier cosa que bebiera parecía estimularle en exceso y luego envenenarle, y pensé que al día siguiente reduciría la bebida al mínimo. Le diría que estábamos de vuelta a París, y que yo necesitaba ponerme en forma para escribir. No era verdad. Para ponerme en forma me bastaba no beber ni después de la cena ni antes de escribir ni mientras escribía. Subí a mi cuarto y abrí todas las ventanas y me dormí en cuanto me metí en la cama.

Al día siguiente hizo un tiempo hermoso, y nos encaminamos a París atravesando la Côte-d’Or con su aire recién limpio y con las lomas y los campos y los viñedos frescos y nuevos, y Scott estaba muy alegre y feliz y rebosando salud, y me contó los argumentos de todas y cada una de las novelas de Michael Arlen. Dijo que a Michael Arlen no había que perderle de vista, y que podíamos aprender mucho de él. Yo dije que no me sentía con fuerzas para leer aquellos libros. Scott dijo que no hacía falta. Él me contaría los argumentos y me retrataría los personajes. Y me sirvió una especie de exposición oral de una tesis de doctorado sobre Michael Arlen.

Le pregunté si la víspera había tenido buena comunicación telefónica con Zelda y me contestó que no era mala, y que hablaron de muchísimas cosas. Con el almuerzo pedí una botella del vino más ligero que pude encontrar, y le dije a Scott que me haría un señalado favor si me impedía pedir otra, porque yo ya estaba en plan de vuelta al trabajo y en ningún caso debía beber más de media botella. Cooperó a las mil maravillas, y cuando me vio lanzar ojeadas nerviosas a la botella que se terminaba, me cedió lo que le tocaba a él.

Cuando le dejé en su casa y volví en taxi a la serrería, me pareció maravilloso ver de nuevo a mi mujer, y nos fuimos a tomar una copa a la Closerie des Lilas. Estábamos contentos como niños a los que han separado y que logran reunirse, y le conté el viaje.

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