Grant pidió:
Mira si Morris está ahí todavía.
La joven fue hacia la ventana y miró, pero el coche de Morris ya no estaba. Se volvió.
En el altavoz, Hammond tosía.
—Ah, doctor Grant. ¿Ha hablado con alguien de eso?
—No.
—Bien, eso está bien. Bueno. Sí. Le seré franco, doctor Grant; tenemos un problemita con la isla. Este asunto del EPA llega justo en el peor momento.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, hemos tenido problemas y algunos retrasos… Limitémonos a decir que estuve bajo un poco de presión aquí y que me gustaría que viera la isla por mí. Deme su opinión. Le pagaré los honorarios acostumbrados de consultoría en fines de semana, de veinte mil dólares diarios. Eso serían sesenta mil por tres días. Y si pudiera traer consigo a la doctora Sattler, ella vendría con los mismos honorarios. Necesitamos una persona experta en botánica. ¿Qué me dice?
Ellie miró a Grant, cuando éste dijo:
—Bien, señor Hammond, todo ese dinero financiaría por entero nuestras expediciones de los próximos dos veranos.
—Bien, bien —dijo Hammond con suavidad. Ahora parecía estar confundido, con los pensamientos puestos en otra cosa—. Quiero que esto resulte agradable… Bien, les enviaré el reactor de la compañía, para que les recoja en ese campo de aterrizaje que está al este de Chateau. ¿Sabe a cuál me refiero? Está sólo a unas dos horas en automóvil desde donde se halla usted. Estén allá a las cinco de la tarde de mañana, y les estaré esperando. Les llevaré directamente. ¿Pueden, usted y la doctora Sattler, alcanzar ese avión?
—Creo que podemos.
—Bien. Lleven poco equipaje. No necesitan pasaportes, ya me encargo de eso. Hasta mañana —concluyó Hammond, y colgó.
El sol del mediodía se derramaba copiosamente en el estudio jurídico de «Cowan, Swan y Ross», en San Francisco, dándole a la oficina una alegría que Donald Gennaro no sentía. Escuchaba el teléfono y miraba a su patrón, Daniel Ross, frío como un enterrador, con su traje oscuro de rayas finas.
—Entiendo, John —decía Gennaro—. ¿Y Grant accedió? Bien, bien… Sí, eso me parece algo excelente. Mis felicitaciones, John. —Colgó el teléfono y se volvió hacia Ross—. Ya no podemos confiar en Hammond. Está sometido a demasiada presión. El EPA le está investigando, está atrasado en la construcción de su finca de recreo de Costa Rica y los inversores se están poniendo nerviosos. Ha habido demasiados rumores de que se suscitaron problemas allá. Demasiados obreros murieron. Y ahora este asunto de un pro-compsit-como-sea en tierra firme…
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Ross.
—Quizá nada. Pero «Hamachi» es uno de nuestros principales inversores. La semana pasada recibí un informe del representante de «Hamachi» en San José, la capital de Costa Rica. Según el informe, una nueva especie de lagartija está mordiendo a los niños en la costa.
Ross parpadeó:
—¿Una nueva lagartija?
—Sí. No podemos hacer bromas con esto. Tenemos que inspeccionar esa isla de inmediato. Le he pedido a Hammond que ordene inspecciones semanales del lugar durante las próximas tres semanas.
—¿Y qué dice Hammond?
—Insiste en que nada está mal en la isla. Afirma que funcionan todas las medidas de seguridad.
—Pero usted no le cree —dijo Ross.
—No —contestó Gennaro—. No le creo.
Donald Gennaro había llegado a «Cowan, Swain», con antecedentes en el Banco de inversiones. Los clientes de Cowan, Swain, pertenecientes al ramo de la alta tecnología, con frecuencia necesitaban capital y Gennaro les ayudaba a conseguir el dinero. Una de sus primeras misiones, allá por 1982, había sido acompañar a John Hammond mientras el viejo, a la razón de setenta años, reunía los fondos para iniciar la sociedad anónima «InGen». Finalmente, reunieron alrededor de mil millones de dólares, y Gennaro recordaba ese trabajo como una carrera enloquecedora.
—Hammond es un soñador —comentó.
—Un soñador potencialmente peligroso —acotó Ross—. Nunca debimos dejarnos arrastrar. ¿Cuál es nuestra posición financiera?
—La firma posee el cinco por ciento.
—¿General o limitada?
—General.
Ross sacudió la cabeza, en gesto de negación:
—Nunca debimos hacerlo.
—Parecía lo más prudente en aquel momento. Demonios, eso fue hace ocho años. Lo aceptamos en lugar de algunos honorarios y, si usted recuerda, el plan de Hammond era especulativo en extremo. Realmente estaba luchando a brazo partido. A decir verdad, nadie creía que lo fuera a lograr.
—Pero, en apariencia, sí lo logró. Sea como fuere, estoy de acuerdo en que venció el plazo para una inspección. ¿Qué hay en cuanto a sus expertos sobre el emplazamiento?
—Estoy empezando con los expertos que Hammond ya contrató como consultores en las primeras etapas del proyecto. —Gennaro lanzó una lista sobre el escritorio de Ross—. El primer grupo está constituido por un paleontólogo, una paleobotánica y un matemático. Van allí este fin de semana. Yo iré con ellos.
—¿Ellos le dirán la verdad? —preguntó Ross.
—Así lo creo. Ninguno de ellos tuvo mucho que ver con la isla, y uno de ellos, el matemático, Ian Malcolm, fue abiertamente hostil al proyecto desde el principio, insistía en que nunca funcionaría, en que nunca podría funcionar.
—¿Y quién más?
—Nada más que una persona con preparación técnica, el analista del sistema de procesamiento de datos. Para la revisión de los ordenadores del parque y para arreglar algunos defectos de los programas. Debe de llegar allí el viernes por la mañana.
—Muy bien. ¿Está usted haciendo lo necesario?
—Hammond pidió hacer él mismo las llamadas. Creo que quiere fingir que no tiene problemas graves, que no es más que una invitación de índole social. Que está fanfarroneando con su isla.
—Está bien —dijo Ross—. Pero asegúrese usted de que se corrija lo que hay que corregir. Quiero que esta situación de Costa Rica esté resuelta dentro de una semana. —Ross se puso en pie y salió de la habitación.
Gennaro marcó un número en el teléfono; oyó el gimiente siseo de un radioteléfono. Después oyó una voz que decía: «Al habla Grant».
—Hola, doctor Grant, aquí Donald Gennaro. Soy el asesor general de «InGen». Hablamos hace unos años; no sé si recuerda…
—Recuerdo —dijo Grant.
—Bien —dijo Gennaro—, acabo de hablar con el señor John Hammond, que me dio la buena noticia de que usted va a nuestra isla de Costa Rica…
—Sí. Creo que vamos para allá mañana.
—Bien. Sólo quería hacerle extensivo mi agradecimiento por hacerlo, a pesar de que no se le dio tiempo para arreglar sus asuntos. Todos los de «InGen» apreciamos eso. También le pedimos a Ian Malcolm que, al igual que usted, fue uno de los primeros consultores, que venga. Es el matemático de la Universidad de Texas en Austin, ¿le recuerda?
—John Hammond lo mencionó.
—Bueno, está bien. Y yo también voy a ir, a decir verdad. A propósito, este espécimen que encontró de pro… procom… ¿cómo es?
—
Procompsognathus
.
—Sí. ¿Tiene el espécimen con usted, doctor Grant? ¿El espécimen real?
—No. Sólo he visto una radiografía. El espécimen está en Nueva York. Una mujer de la Universidad de Columbia me llamó.
—Bueno, me pregunto si usted me podría brindar detalles sobre eso. Entonces, yo podría enviarle un informe detallado del espécimen al señor Hammond, que está muy excitado con todo esto. Estoy seguro de que usted también quiere ver el espécimen real. A lo mejor, yo podría hacer que lo enviasen a la isla, mientras todos ustedes están allá.
Grant le dio la información.
—Bueno, eso es suficiente, doctor Grant —dijo Gennaro—. Mis saludos a la doctora Sattler. Tengo verdaderos deseos de reunirme con usted y con ella mañana. —Y Gennaro colgó.
—Esto acaba de llegar —dijo Ellie al día siguiente, yendo hacia la parte de atrás de la casa rodante, con un grueso sobre de papel manila—. Uno de los muchachos lo trajo al volver de la ciudad. Es de Hammond.
Mientras abría el sobre, Grant observó el logotipo azul y blanco de «InGen». En el interior no había una carta explicatoria, sólo una pila de papeles dentro de una carpeta. Al abrirla, Grant descubrió que eran copias heliográficas reducidas, formando un libro grueso. En la tapa se leía:
INSTALACIONES PARA HUÉSPEDES CENTRO RECREO ISLA NUBLA
(
JUEGO COMPLETO: PABELLÓN SAFARI
).
—¿Qué demonios es esto? —preguntó.
Mientras hojeaba el libro, cayó una hoja de papel:
Queridos Alan y Ellie:
Como podréis imaginar, todavía no tenemos mucho, en cuanto a materiales formales para promoción. Pero esto os dará una cierta idea del proyecto de Isla Nubla. ¡Creo que es muy emocionante!
¡Estoy ansioso aguardando el momento de discutir esto con vosotros! ¡Espero que os reunáis con nosotros!
Saludos,
J
OHN
—No lo entiendo —dijo Grant. Hojeó las páginas—. Esto son planos de arquitectura. —Volvió a la primera página:
CENTRO VISITANTES/ PABELLÓN | RECREO ISLA NUBLA |
CLIENTE | InGen Inc., Palo Alto. Calif. |
ARQUITECTOS | Dunning, Murphy & Associates, Nueva York. Richard Murphy, socio diseñador Theodore Chen, diseñador principal; Sheldon James, socio administrativo. |
INGENIEROS | Harlow, Whitney & Fields, Boston, análisis estructural; A. T. Misikawa, mecánico. |
PAISAJISTAS | Shepperton Rogers, Londres; A. Ashikiga, H. leyasu, Kanazawa. |
SISTEMA ELÉCTRICO | N.V. Kobayashi, Tokio. A. R. Makasawa, consultor jefe. |
COMPUTER C/C | Integrated Computer System Inc., Cambridge, Mass. Dennis Nedry, supervisor de proyecto. |
Grant volvió a los planos en sí. Llevaban el sello
SECRETOS INDUSTRIALES NO COPIAR
y
PRODUCTO CONFIDENCIAL DE OBRA - NO PARA DISTRIBUCIÓN
. Cada página estaba numerada, y en la parte superior decía: «Estos planos representan las creaciones confidenciales de «InGen Inc». Para estar en posesión de ellas tiene que haberse firmado el documento 112/4A; en caso contrario, se corre el riesgo de hacer frente a acciones procesales».
—Me da la impresión de algo bastante paranoide —comentó Grant.
—A lo mejor existe un motivo —dijo Ellie.
La página siguiente era un mapa topográfico. Mostraba la Isla Nubla con forma de lágrima invertida, la parte más ancha hacia el Norte, ahusándose hacia el Sur. La isla tenía unos trece kilómetros de largo, y el mapa la dividía en varias secciones grandes.
La sección norte estaba identificada como zona para visitantes, y contenía estructuras señaladas como «Llegada de visitantes», «Centro Visitantes / Administración», «Energía / Desalinización / Apoyo», «Res. Hammond», y «Pabellón Safari». Grant pudo ver el contorno de una piscina, los rectángulos de campos de tenis, y los garabatos redondos que representaban plantas y arbustos.
—Parece un centro de recreo, sin duda —dijo Ellie.
A continuación, seguían planos detallados del Pabellón Safari en sí. En los bocetos en alzado, el pabellón tenía una apariencia espectacular: un largo edificio bajo, con una serie de formas piramidales en la azotea. Pero había poco sobre los demás edificios de la zona para visitantes.
Y el resto de la isla era aún más misterioso. Por lo que Grant pudo apreciar, apenas sí había algo más. En su mayor parte era espacio abierto. Una red de caminos, túneles y edificios apartados, y un largo lago estrecho que parecía ser artificial, provisto de represas y barreras de hormigón. Pero, en su mayor parte, la isla estaba dividida en grandes zonas curvas, en las que se veían muy pocas señales de urbanización. Cada zona estaba señalada con códigos:
/P/PROC/V/2A
,
/D/TRIC/L/5(4A+1)
,
/LN/OTHN/C/4(3A+1)
,
/VV/HADR/X/11 (6A+3 + 3DB)
.
—¿Hay alguna explicación para los códigos? —preguntó Ellie.
Grant pasó las páginas con rapidez, pero no pudo dar con ella.
—Quizá la han retirado —dijo Ellie.
—Ya te digo, paranoide.
Observó las grandes divisiones curvas, separadas una de la otra por una red de caminos. Cada división individual tenía varios kilómetros cuadrados de ancho. En toda la isla solamente había seis divisiones, y cada división estaba separada del camino por un foso de hormigón. Por fuera de cada foso había una cerca, al lado de la cual se veía un pequeño signo de rayo. Ese símbolo les desconcertó hasta que, finalmente, pudieron darse cuenta de que indicaba que las cercas estaban electrificadas.
—Esto es raro —se extrañó Ellie—. ¿Cercas electrificadas en un centro de recreo?
—Kilómetros de ellas. Cercas electrificadas junto a fosos. Y, por lo general, también con un camino a lo largo de ellos.
—Exactamente igual que en un zoológico —observó Ellie.
Grant volvió al mapa topográfico y miró detenidamente las curvas de nivel. Una cadena de montañas recorría la isla desde el centro hacia abajo, con praderas descendentes a cada lado. Pero los caminos estaban dispuestos de manera extraña; el camino principal iba en dirección norte-sur, pasando justo por las colinas centrales de la isla, incluida una sección de camino que parecía estar literalmente cortada en la cara de un acantilado, por encima de un río. Era como si se hubiese hecho un esfuerzo deliberado por dejar esas zonas abiertas como si fuesen grandes recintos, separados de los caminos por fosos y cercas electrificadas. Y los caminos se encontraban elevados con respecto al nivel del suelo, de modo que se pudiera ver por encima de las cercas…
—¿Sabes? —observó Ellie—, algunas de estas dimensiones son inmensas. Mira esta. Este foso de hormigón tiene nueve metros de ancho. Es como una fortificación militar.
—Lo mismo que estos edificios —dijo Grant. Había notado que cada división abierta tenía pocas construcciones, situadas, por lo general, en esquinas que no estorbaban el paso. Pero los edificios estaban hechos íntegramente de hormigón, con paredes gruesas. En las vistas laterales en alzado parecían ser como búnkeres de hormigón con ventanitas.
Ellie tenía razón, eran como las casamatas circulares nazis de las antiguas películas bélicas.