Pasajero K (21 page)

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Authors: Adolfo García Ortega

BOOK: Pasajero K
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Sabía por Renata Balmori que la reacción de su padre ante la noticia fue de alegría. Juraba que se le iluminó la expresión con una sonrisa. Otras veces, en cambio, Renata le contaba que reaccionó asustado por cómo se lo tomarían sus tías y por si eso las enconaría contra su entorno social. En una tercera versión, Kuiper se entristecía porque jamás le vería la cara a su hijo. En fin, de este estilo eran las variantes del relato de su madre. De lo que no cabía duda era de que Kuiper se casó con Renata Balmori por una cuestión de honestidad sincera, incluso por generosidad, pero no por amor. Todo lo que le ocurría con aquella española era muy precipitado para un hombre poco acostumbrado a la pasión.

Renata, en cambio, sí estaba enamorada de él cuando le dijo que esperaba un hijo suyo. Se lo dijo con su susurrante voz de tísica, de golpe, al oído, besándole luego la mejilla y sujetándole la cara con la mano para que no la apartara bruscamente. Debió de ser a una hora de la tarde en la que no había nadie en casa, con las tías metidas en la pastelería o de paseo. Estaba dispuesta a asumir la responsabilidad de tener a su hijo ella sola; así se lo soltó, no le estaba obligando a nada, pero le quería y quería vivir con él. Pronunció la palabra boda. Y Kuiper, sin titubear —lo que enorgullecía a Renata—, le agarró la mano, le besó los dedos uno a uno y eligió seguir adelante. Sí, se casarían.

Ayudado por ella, unos días después acudieron hasta el Ayuntamiento, llevaron dos testigos (el republicano español que le dio trabajo a Renata y una compañera del bar) y se casaron sin decírselo a nadie. Las tías trillizas lo supieron por amigos de la familia que trabajaban en el registro municipal. Dieron la alarma, aunque ya era demasiado tarde. Hubo promesas: Renata quiso que su hijo naciese en España. «Iré», prometía él. ¿Un ciego puede viajar solo? ¿Viajar hasta ese país represivo, peligroso y fantasmal? «Si no, promete que volverás.» Lo prometía, lo prometía. Pero nada de esto ocurrió finalmente. No era fácil para ella. Nunca volvió.

Balmori fabulaba sobre las cosas que no se atrevió a preguntarle a su madre. ¿Cómo fue concebido? Sin duda, ella y Kuiper se acostaban en la habitación de él, en La Casa Fantástica, cuando las trillizas trabajaban en la pastelería. ¿Aprovechaban, acaso, que ellas no estaban en la casa? ¿Iban también otras veces hasta el bar del republicano donde Renata era camarera? Y ya en la cama, tal vez semidesnudos, ¿cómo lo hacían? ¿Recorría Kuiper con su mano el cuerpo de Renata hasta imaginársela y desearla? ¿Tomaba él la iniciativa o tenía la torpeza de los invidentes? Balmori se figuraba a su madre ayudándolo a rodearla con sus brazos, a palparle los pechos, los pezones, la cintura, las caderas, el abdomen, a detenerse entre las piernas, a acariciar su rostro para memorizarlo, a moverse sin indecisiones. Se amaron muchas veces, eso decía ella. Al cabo de tres meses de conocerse, Kuiper impuso a sus tías que le alquilasen una habitación a aquella chica española, y les anunció, como una advertencia, que a él le gustaba mucho. Transcurrieron unas semanas y les dijo que ella era su mujer.

Fue al poco tiempo cuando debió de enfermar.

Balmori vino al mundo en el 52, pero para entonces Renata estaba en España, tenía el dinero que le dieron las trillizas para no volver y estas ya le habían comunicado la muerte de su sobrino. Es extraño nacer después de que tu padre haya muerto, solía barruntar Balmori cuando lo pensaba. Ahora, en este viaje, todas estas cosas cobraban de nuevo un relieve inesperado, las situaciones se repetían, los nombres eran intercambiables en una historia similar, la de un nacimiento, la de un origen: Yuri, Kuiper, Radovan, Frédéric, Renata, Bruna, Sidonie, Delilija… ah, también esa pobre Delilija, escasamente amada.

La única historia que le había contado Kuiper a Renata, seguramente que después de hacer el amor en La Casa Fantástica, fue un cuento oriental que había leído de niño. En ese cuento, un hombre vivía en la misma ciudad que su amada, pero le atacó un impulso repentino e inexplicable y una tarde le dijo que se tenía que ir muy lejos, tal vez a otro país, y tal vez por mucho tiempo. Ella lo aceptó con enorme tristeza. El caso fue que, a los pocos meses, ambos se convencieron de que él había partido: la amada, porque no volvió a verlo y siempre se apoyó en la esperanza de su regreso, y el hombre, porque al no coincidir nunca más con ella, llegó a creerse que realmente vivía en otra ciudad. Durante años vivieron como si entre los dos mediaran miles de kilómetros y decenas de fronteras, y siempre que pensaban el uno en el otro, suspiraban y se decían: «Si no estuvieras tan lejos.» Sucedió entonces que, al cabo del tiempo, contra todo pronóstico, no solo no se habían olvidado, sino que incluso pensaban el uno en el otro constantemente. Sin embargo, no se podían buscar por las calles de su misma ciudad, porque creían que era totalmente vano e imposible encontrarse en ellas el uno al otro. La amada lo pensaba porque lo sabía en otro país, y el hombre lo pensaba, porque se había convencido de que él mismo estaba en otro país. Era imposible, por tanto, el encuentro, y eso les causaba un gran dolor. Porque el dolor tampoco desapareció nunca de sus vidas rotas. Separados no fueron felices. Juntos, no habían ni siquiera intentado serlo por culpa de aquel impulso repentino e inexplicable que le atacó a él. Por eso se amaban tanto. Concluía así Renata el cuento de Kuiper, que le repitió a su hijo muchas veces.

Dos días más tarde, Balmori y Sidonie decidieron que lo mejor era olvidar lo sucedido aquella noche. Para Sidonie, Yuri tuvo su ocasión y la perdió. Ella no tenía nada que reprocharse, tan solo su ex novio quedó atrás, desintegrado, pulverizado. Sin embargo, era el padre de su hijo y habría de vivir con ello para siempre. Eso la entristecía. A Balmori lo que le dolía era todo el cuerpo y apenas podía moverse sin emitir un lamento. Convinieron en que permanecería inmóvil en la cama el mayor tiempo posible, hasta que se recuperase. Ella lo cuidaría. Mientras tanto, trataría de averiguar dónde se ocultaba Goran Jergovic. Para ello, tenía que llamar a Zana, la mujer sobre cuya pista le había puesto el agente retirado Heinz. Ya era hora de centrarse en lo que verdaderamente le importaba. Finiquitado Yuri, le tocaba, pues, el turno a ese Jergovic. Sin embargo, durante esos dos días, Zana nunca contestó al teléfono.

Por fin, el segundo día, después de dejarlo sonar varias veces, un hombre al otro lado de la línea contestó y dijo que Zana no estaba. El hombre no dijo nada más. Solo unos segundos después aventuró una pregunta sobre la identidad de la persona que llamaba. El nombre de Sidonie Maudan no le decía nada y volvió a repetir que Zana no se encontraba allí. Sidonie insistió y pronunció otro nombre, el de Heinz. No lo dejó caer sin más, sino que lo adornó con un «Heinz me dijo» o «la llamo de parte de Heinz». Al oírlo, el hombre que se había andado con tanto tiento cambió de actitud y respondió afirmativamente.

De acuerdo, lo mejor será que venga.

Le dio una dirección por la zona de Flunten, pero no las señas exactas de la casa, sino las de un bar, el Finland, en la Peterstrasse. Cuando llegue allí, verá un estrecho callejón de ladrillo situado justo enfrente de la tercera mesa que habrá en la terraza del bar. Tendrá que cruzar la calle. Él la estará viendo a ella, pero ella a él no, sin embargo, no había nada de qué preocuparse. Entrará en el callejón y en cuanto dé unos pasos, él saldrá a su encuentro. ¿Y Zana, estará? El hombre ya había colgado.

Acudió sola al Finland, un café-bar moderno en cuyo interior vio una gran foto virada en sepia de Lenin dando un mitin junto a un tren; en la terraza del bar había grupos de turistas disparando sus cámaras. Sidonie siguió las indicaciones que le había dado el hombre por teléfono y se situó frente a la tercera mesa. Cruzó la calle. Cuando se adentró varios metros por el callejón que, debido al verdín húmedo en las junturas de los ladrillos, le recordaba un poco su calle de París, un hombre de mediana edad, más alto que ella, calvo, con cara fofa y gafas, vestido con un pantalón vaquero rojo y una sudadera de chándal gris, salió inesperadamente a su izquierda, de un portal semioculto, y la interceptó.

Como no decía nada, tan solo permanecía parado frente a ella, expectante, Sidonie volvió a repetir el nombre talismán de Heinz. El hombre sonrió como si cumpliera con su deber, hizo un gesto de espera con la mano, se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa. Al cabo de poco tiempo, salió portando un sobre. «Entonces esto es para usted», dijo. ¿Cómo sabía que vendría? Él no lo sabía, solo sabía que la anterior inquilina, llamada Zana, dejó dicho que se le entregase ese sobre única y exclusivamente a quien afirmara venir de parte de Heinz. Le pagó bien por esa labor. Y repitió muy claramente: Sí, dijo de parte de Heinz. No hizo preguntas, no era asunto suyo, ¿verdad? Siempre había procurado ayudar a la gente del Este, a los inmigrantes que venían de esos países que habían sufrido tanto, ¿verdad? No era curioso, él se dedicaba a lo suyo, la filatelia, y pagaba impuestos.

Sidonie se arriesgó, por eso era periodista. ¿Y Goran Jergovic, le decía algo ese nombre? El hombre la miró sin pestañear. No, no sabía quién era, no lo conocía. ¿Zana se apellidaba también así, Jergovic? El hombre contestó que no tenía ni idea. Podría ser su hermana, y podría ser una Jergovic igualmente siendo su mujer, le exponía Sidonie sin mucha esperanza. Probablemente, pero el hombre solo dijo que llevaba allí apenas un mes de alquiler, que ignoraba la vida de Zana y que además había alquilado el piso a una agencia.

Sidonie tuvo que reconocer que Heinz o quien fuera lo había organizado todo bastante bien, después de que, tal como le dijo, Jergovic le había vuelto a pedir ayuda tras la detención de Karadzic. Los servicios secretos siempre derrochaban recursos y anticipación.

Dudó si abrir el sobre en presencia del filatélico, que desde luego no sabía nada de qué iba todo eso, incluso estaba convencido de que el asunto estaba vinculado con alguna red para pasar inmigrantes ilegales o algo similar, pero finalmente lo abrió allí mismo. Leyó lo que figuraba escrito en tres líneas de una hoja en blanco: 1. Roma; 2. un número de teléfono móvil; 3. la firma de una Z.

Eso era todo, ¿no? El hombre se despidió. Ella hizo lo mismo, pero cuando se disponía a marcharse, se le ocurrió una pregunta. ¿Sabía él qué era Buddenbrook? Sí, claro, que lo sabía. Sidonie se quedó atónita. ¿Qué? Pues esa casa, más exactamente ese callejón. El callejón, de una punta a la otra, se llamó antes como el terreno donde se construyó, el prado de Buddenbrook, al menos eso fue lo que le dijeron en la agencia de alquileres. Creía que fue en los sesenta cuando cambió de nombre, pero todo el mundo seguía conociendo ese lugar por su denominación anterior, por la de Buddenbrook. Y añadió: como la novela.

Así que era un lugar, los dos tipos del tren tenían razón, pensó Sidonie. Jergovic había hecho bien en huir de allí.

En la cama, Balmori leyó en el libro
Las mejores citas de V. I. Lenin
que, según Lenin, había dos Europas: la Europa real y la camuflada en otra Europa. Interesante, eso de dos Europas. Pero le incomodó, porque se preguntaba en cuál de las dos vivía él ahora.

La cita de las dos Europas la había leído en una parte del libro que tenía muy subrayada. Si compró ese pequeño volumen fue porque al hojearlo se topó con un epígrafe titulado «Lenin y la realidad». Tal vez aprendiera algo en ese libro, se dijo cuando lo adquirió en un puesto callejero a un precio de saldo. Porque a él lo que le costaba siempre era captar la realidad. Era su talón de Aquiles.

Pero no se engañaba, la realidad era solo una, y ahora adoptaba la forma de ese ojo tumefacto en esa cara deforme y de ese cuerpo zurrado ayer con particular ensañamiento por los escuderos de Yuri cerca del striptease. Ese cuerpo roto era el suyo y era real. Después de algunas cavilaciones, viéndose en el espejo, Balmori se acabó por reconocer en ese rostro patético. También heroico, por qué no. Un pómulo estaba totalmente hinchado, lo que había provocado que el globo ocular se inyectase. El labio tenía estrías sangrientas en varias partes, el mentón parecía una llaga viva y la oreja aún supuraba. No podía palparse los costados ni el vientre, toda esa zona era una prolongada magulladura que le hacía caminar con el estómago encogido. Sin embargo, tenía que superarlo. No quería ser un inválido ante Sidonie.

Mientras Sidonie había salido a su frustrada cita con Zana, él tomó la decisión de volver a hacer fotos para su proyecto, filmar de nuevo cosas que le interpelen aunque sean incomprensibles para la mayoría. Empezó por levantarse de la cama y tirar a la papelera el tetrabrik que hacía de falsa cámara. Qué estupidez de juego. Luego se vistió como pudo y salió a la calle. El frío lo despejó del todo.

Unos minutos después, tras ir a la deriva por los alrededores del hotel, desembocaba en una vía comercial. Entró en una tienda de material fotográfico y compró una cámara Canon 650D réflex nueva, exactamente igual que la que le habían robado. Era cara, pero no tenía más remedio, le urgía. Nunca recuperará la que le robaron. Quizá sea eso lo que signifique «Lenin y la realidad».

De nuevo Lenin. Imposible evitar a Lenin en Zurich. Aunque fuese el gran Huyente, el gran Huido. Lo consideraba tan falsario como Karadzic, y tan camuflado como él. Una vez leyó que, durante varios años, Lenin adquirió, convenientemente disfrazado con una peluca, las identidades de tipógrafo, cantor de iglesia, obrero de fábrica de armas, segador y conductor de locomotoras. La Europa camuflada en otra Europa. La inmensa lenin-matrioska.

Quería filmar cosas de Lenin en Zurich. Buscó su rastro en una guía turística que adquirió en la misma tienda de material fotográfico. ¿Había un museo Lenin en Zurich? La dependienta, una rubia risueña muy delgada, lo ayudó. No, solo existía la Casa de Lenin,
Der Führer der Russischen Revolution
, en la Spiegelgasse, 14. Pretencioso nombre, ese de Casa de Lenin, teniendo en cuenta que solo vivió allí poco más de un año, del 21 de febrero de 1916 al 2 de abril de 1917. Él y su mujer, Krupskaia (¡otra K!), ocuparon la modesta habitación del primer piso sobre cuya ventana estaba la placa que colocó el Ayuntamiento de Zurich:
Hier wohnte…

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