Patriotas (16 page)

Read Patriotas Online

Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Patriotas
10.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Verá, señor, entiendo perfectamente que las definiciones incluidas en algunas regulaciones federales concernientes a las armas de fuego (como las del título 27) amplían los términos «incluye» e «incluyendo» a «no excluye a otras cosas no enumeradas y que pertenecen a la misma categoría general o están dentro del mismo ámbito». Sin embargo, los cincuenta estados soberanos de la Unión no pertenecen, bajo ningún concepto que se quiera imaginar, a la misma categoría que la mancomunidad de Puerto Rico u otras posesiones federales. No son posesiones del gobierno federal de Estados Unidos, sino que poseen su propia soberanía y sus respectivos sistemas legales y jurisdiccionales.

El promotor se rascó la cabeza y abrió la boca para hablar, pero Matt continuó antes de que pudiera ni siquiera comentar nada.

—Si tiene alguna duda respecto a mi razonamiento —añadió—, debo señalar que los territorios de Hawai y de Alaska fueron incluidos originalmente en la lista de territorios incluidos en Estados Unidos, pero fueron suprimidos en la nueva versión del código de Estados Unidos publicado después de que se convirtiesen en estados soberanos de la Unión.

Cada vez había más gente escuchando alrededor del puesto. Matt se detuvo un momento para facilitar la comprensión de lo que estaba explicando. El promotor no dijo nada, así que Matt siguió hablando.

—Cualquier persona que no sea ciudadana o residente legal bajo el auspicio del gobierno federal de Estados Unidos debería estar exenta de cualquier requerimiento como la necesidad de una licencia federal de armas de fuego para llevar a cabo una actividad comercial dentro de un mismo estado o con cualquiera de los otros cincuenta estados soberanos. La única excepción sería si alguien quisiese hacer negocios con, pongamos por ejemplo, un particular o un vendedor con su licencia federal, en Puerto Rico o en el distrito de Columbia o en algún otro de los estados «federales» según la definición de la NFA y la GCA.

»Ahora bien, y aquí está la sorpresa. No son solo las leyes federales respecto a las armas las que están redactadas de esta manera. Casi todas las leyes federales corresponden solo al Distrito de Criminales y los territorios federales. Tan solo unas cuantas leyes que tienen que ver con el servicio postal, la oficina de patentes y el espionaje corresponden a los cincuenta estados. Con excepción de esas pocas leyes, las leyes federales no afectan a los ciudadanos de cada estado ni tienen ninguna validez dentro de los estados. Así que cuando vea a esos muchachos de la agencia federal vestidos como si fueran ninjas, yendo de un estado a otro cobrando impuestos, deteniendo a la gente, imponiendo multas, quemando iglesias y disparando a la cabeza a las madres que quieren tener a sus hijos en casa, debe tener clara una cosa: están fuera de su jurisdicción.

«Existen otros casos que merece la pena que conozca y valore: «Es un principio fundamental de la ley que toda legislación federal se aplica solo dentro de la jurisdicción territorial de Estados Unidos a menos que una intención de signo contrario aparezca». Eso está en
Foley Brother Inc. contra Filardo,
336, U. S., 281. «Las leyes del congreso respecto a estas materias (es decir, respecto a las que quedan fuera de los poderes delegados constitucionalmente) no se extienden más allá de los límites territoriales de los estados, sino que tan solo se aplican en el distrito de Columbia y en otros lugares dentro de la jurisdicción exclusiva del gobierno nacional.» Eso es de
Caha contra Estados Unidos,
152 U. S., 211. «Como habitualmente el término "persona" no incluye al soberano, los estatutos que no utilicen esa frase, se interpretan habitualmente como excluyentes.» Eso está en
Estados Unidos contra Fox,
94 U. S., 315.

El promotor comenzó a asentir con la cabeza. Matt continuó:

—«A causa de una ordenanza aparentemente legal, muchos ciudadanos, por querer intentar respetar la ley, son astutamente coaccionados a renunciar a sus derechos aprovechándose de su ignorancia.» Esto aparece en
Estados Unidos contra Minker,
350 U. S., 179 a 187. «La renuncia a los derechos constitucionales no solo debe ser voluntaria, sino que debe ser una decisión consciente y a sabiendas de las relevantes consecuencias que conlleva y de las circunstancias que la envuelven.» Eso está en
Brady contra Estados Unidos,
397, U. S., de 742 a 748.

»Y «Las expresiones "pueblo de Estados Unidos" y "ciudadanos" son términos sinónimos y significan exactamente lo mismo. Ambas describen al cuerpo político que, según nuestras instituciones republicanas, conforma la soberanía... Es lo que comúnmente llamamos "el pueblo soberano", y cada ciudadano forma parte de él y es un miembro constituyente de la soberanía». Esto lo escribe Wonk Kim Ark citando el veredicto de
Dred Scott contra Sanford.

«Además: «Según nuestra forma de gobierno, la legislatura no tiene un poder supremo. Tan solo es uno de los órganos de la soberanía absoluta que reside en el pueblo. Al igual que las otras partes del gobierno, tan solo puede ejercer los poderes que le han sido delegados, y cuando rebasa sus límites, sus acciones no tienen ninguna validez». Eso es de
Billing contra Hall.

»Y para cerrar con broche de oro: «Todas las leyes que repugnen la Constitución son nulas y no tienen ningún valor». Eso está en
Marbury contra Madison,
5, U. S., 137,176. —Después de decir eso, Matt se sentó en el borde de una de las mesas que habían alquilado y cruzó las manos. La multitud congregada se puso a aplaudir. El promotor se marchó sin decir nada y con la cara roja de vergüenza.

Uno de los hombres que había entre la multitud se acercó a estrecharle la mano a Matt.

—Ojalá lo hubiese grabado —le dijo—. ¿Quién es usted, un abogado?

—No, señor, tan solo soy un ciudadano que pasa demasiado tiempo en bibliotecas especializadas en Derecho.

Cuatro años antes del colapso, Matt tenía veinticuatro años y su hermano acababa de cumplir veinte. Una helada tarde de febrero, Matt y Chase volvían de la feria de armas de Charlotte, Carolina del Norte, en la furgoneta de Matt, un modelo Ford azul claro de 1987. A los Keane les había ido bien en la feria: habían vendido siete armas y habían comprado dos. Aparte, habían conseguido vender casi todo el surtido de cargadores que les quedaban, conscientes de que los precios iban a desplomarse cuando dejara de estar vigente la ley federal de 1994. Así que, para completar el negocio que hacían con las armas, en vez de cargadores, los Keane se habían pasado a vender correajes tácticos, máscaras de gas, material de primeros auxilios, chalecos antibalas, memorabilia policial y militar, y munición. Tenían la mayoría del inventario que llevaban a las ferias en la parte de atrás de la furgoneta. El resto estaba en la vieja autocaravana Dodge Executive propiedad de Chase.

Habían abandonado la feria el sábado a las cinco en punto, según era su costumbre. A diferencia de muchos vendedores, nunca ponían sus puestos los domingos: los Keane se negaban a comprar o a vender nada en el día del Señor.

Esto solía enfadar a los organizadores de las ferias, a los que no les gustaba ver plazas vacías el domingo, pero ellos se mantenían firmes en su decisión y citaban las escrituras: «Acuérdate del día de descanso para santificarlo. Éxodo 20, versículo 8».

El viernes por la mañana habían dejado la caravana de Chase en el camping cerca de Greensboro donde el menor de los dos hermanos estaba trabajando temporalmente. Chase había llegado a un acuerdo por el que tenía sitio gratis para su caravana y podía lavar la ropa cuando quisiese, a cambio de recoger la basura, limpiar la lavandería, echar arena cuando helase por las mañanas y ayudar a los viajeros a usar el pozo séptico que había instalado. Esta última era la tarea que menos le gustaba al propietario del camping, así que estaba encantado de encontrar a alguien que estuviese dispuesto a hacerlo y que no pidiese dinero a cambio.

Matt iba al volante. Llevaba su gorra negra de uniforme de campaña, la misma que Chase solía llamar de broma «la gorra de Sarah Connor». Poco antes de llegar a la ciudad de Asheboro, situada a noventa y cinco kilómetros al sudeste de Greensboro, Matt se dio cuenta de que un coche de la policía de Carolina del Norte los iba siguiendo. Llevaba varios minutos colocado justo detrás, cosa que puso nervioso al mayor de los hermanos.

—Seguramente no les gusta el aspecto que tienen nuestras matrículas de Washington.

—Deberíamos haber inscrito la furgoneta —susurró Chase— y haber puesto al día las etiquetas antes de hacer este viaje. En los estados del Este en general no les suele hacer mucha gracia lo de llevarlas caducadas.

Matt contestó con el latiguillo que solía utilizar en estas circunstancias.

—Pero no estamos conduciendo, hermanito, estamos desplazándonos por un sendero en el que tenemos derecho de paso. No soy un conductor, soy un viajero. Viajar es un derecho, conducir es un privilegio. ¿Por qué tengo que matricular esta furgoneta para comerciar si...? —En ese preciso momento, el coche patrulla encendió las luces; Matt dijo—: ¿Será posible? Otra multa, fantástico. Un pico de lo que hemos ganado hoy a la basura. Es hora de pagar tributo al César. —Esperó hasta que la carretera se ensanchara un poco y se detuvo en el arcén. El coche patrulla paró cuatro metros detrás de la furgoneta.

El agente tardó un rato en acercarse, cosa que hizo que Matt se pusiese aún más nervioso. Pudo ver por el espejo cómo el policía hablaba por radio.

—¿Carolina del Norte forma parte de ese AINR que miraste? —le preguntó a Chase, refiriéndose al Acuerdo de Infractores No Residentes, que habían firmado más de treinta estados, en el que se acordaba la creación de una base de datos informática conjunta en la que aparecían las suspensiones y retiradas de licencias de conducción y de circulación, y que estaba disponible para los cuerpos de seguridad de todos los estados firmantes. Según el AINR, cualquier infracción en uno de esos estados era considerada como una infracción que se produjese en el propio estado. A menudo, los coches y los camiones eran incautados hasta que las multas eran abonadas con sus correspondientes recargos y se hacían efectivas todas las deudas acumuladas en otros estados. Muchas veces, todo el proceso duraba más de una semana, durante la cual los conductores se quedaban inmovilizados.

—No me acuerdo —fue la escueta respuesta de Chase.

Mientras esperaban, Matt se bajó la visera de la gorra y sacó el impreso de matriculación caducado y el documento de compraventa firmado por el hombre de Spokane al que le había comprado el vehículo.

El agente de policía fue caminando hasta la furgoneta; en la mano izquierda llevaba la libreta de infracciones, y con la derecha sujetaba la empuñadura de la Glock modelo 17 que llevaba enfundada. Se detuvo a observar la pegatina de la matrícula y luego se puso a mirar por las ventanillas traseras y vio la pila de cajas de cartón y de cubos de plástico que llevaban en la parte de atrás. A continuación, siguió caminando hasta llegar a la altura de la ventanilla del acompañante, que Chase ya había bajado.

Un ayudante del sheriff del condado de Randolph se aproximó al lugar desde el sur. Al ver el pronunciado ángulo en que el agente había dejado las ruedas delanteras del coche patrulla, frenó su vehículo. Se trataba de una señal que utilizaban los agentes de la ley de la zona. Las ruedas giradas de forma tan pronunciada significaban: «Necesito que algún agente, sea del cuerpo que sea, me sirva de refuerzo para esta detención». El ayudante, a su pesar, cumplió su deber y se detuvo. No le gustaba nada la arrogancia que solían desplegar los agentes de policía y la cuota semanal de multas que siempre se proponían cumplir.

—Querrán mantener los ingresos... —se dijo a sí mismo en voz baja.

El agente, que medía un metro ochenta y siete de altura y pesaba noventa y cinco kilos, se inclinó y se quedó mirando a Matt, quien medía solo uno setenta y pesaba sesenta kilos.

—Hace tres meses que le ha caducado la pegatina de matriculación, y eso le va a salir caro. —Con tono acostumbrado, recitó—: Su carné de conducir y el certificado de matriculación.

El ayudante del sheriff bajó del coche y se quedó quieto junto al parachoques delantero, listo para prestar su ayuda en caso de que esta fuese necesaria. Avanzó un poco para poder escuchar lo que decían. No quería inmiscuirse en los asuntos del agente de policía, pero para poder servir de respaldo, tenía que estar al tanto de lo que pasaba.

—Aquí tiene el certificado de matriculación —dijo Matt, mientras revolvía entre los papeles—, pero el carné de conducir no lo llevo ahora mismo, señor.

—¿Y dónde está, en el equipaje?

—No, lo tengo en casa, en Washington. Solo lo llevo cuando tengo que conducir.

—¿Y no estaba conduciendo ahora? ¿Era el otro el que conducía? No he visto que se cambiaran de sitio.

—No, él tampoco estaba conduciendo.

—No intentes tomarme el pelo, muchacho. Uno de los dos estaba conduciendo. ¿Cuál de los dos era?

—Ninguno de los dos. Estamos viajando. Conducir es un privilegio y requiere una licencia. Viajar, como ciudadano soberano, no. Si consulta los casos de
Shapiro contra Thompson y Estados Unidos contra Meulner,
allí queda bien establecido el derecho inalienable a viajar.

El agente apretó la mandíbula.

—Hace unos diez años, otro tipo que también intentaba darse aires con este rollo de la soberanía y que llevaba unas matrículas que decían «Capellán de la milicia» intentó pasarse de listo con unos agentes de Ohio. Decía cosas parecidas a las que dices tú y llevaba una pistola. Lo pusieron en su lugar, pero bien puesto. Los muchachos del grupo de trabajo de los federales nos pasaron un vídeo de entrenamiento basado en ese incidente. ¿Habías oído hablar del caso?

—Sí.

El agente apretó más fuerte la empuñadura de la Glock y con el pulgar quitó la correa de la funda.

—¿Quieres que te pase lo mismo a ti?

Matt, aparte de nervioso, estaba ahora asustado.

El agente volvió a emplear un tono rutinario.

—El pasajero puede quedarse donde está. ¿Usted puede, por favor, salir del vehículo?

—No es un vehículo y él no es un pasajero, es mi invitado. No voy a salir, no tiene ninguna razón ni ninguna sospecha razonable. Lo único que busca es una excusa...

—¡Sal del coche ahora mismo!

Matt obedeció la orden. Estaba temblando. Los dos caminaron en paralelo hasta llegar junto a las puertas traseras de la furgoneta.

Other books

The Familiars #3: Circle of Heroes by Epstein, Adam Jay, Jacobson, Andrew
My Name Is Parvana by Deborah Ellis
Espacio revelación by Alastair Reynolds
TheTrainingOfTanya2 by Bruce McLachlan
Area of Suspicion by John D. MacDonald