Vern y la mujer entraron a tientas en la oscuridad del vestíbulo. Después de pasar el pestillo de nuevo, Edgar encendió un enorme cirio con tres pábilos y lo llevó a la cocina. Vern y la mujer desconocida lo siguieron hasta la mesa, donde se sentaron los tres con la luz de la vela iluminándoles el rostro.
Fue entonces cuando Edgar reparó en el aspecto demacrado de aquella mujer; tenía la cara chupada, el pelo cano y los ojos hundidos. Debía de tener unos sesenta años y parecía asustada. Miraba todo el tiempo a Vern. Este empezó a hablar, mostrando su nerviosismo.
—Tengo que pedirte ayuda. Se llama Maggie. Se escapó hace tres semanas del campamento federal de Gowen Field. Ha ido viajando en dirección norte hasta llegar aquí, a los territorios controlados por los rebeldes. Yo no puedo alojarla. Apenas me da para alimentar a mi propia familia. Pensé que como estás solo y que comes bien pues que, bueno, ya sabes...
Edgar levantó la mano indicando a Vern que dejara de hablar.
—¿Sabes cocinar, Maggie? —le preguntó.
Ella asintió.
—¿Sabes coser?
Volvió a asentir.
—¿Sabes disparar un arma?
Asintió de nuevo.
—¿Sabes hablar, Maggie?
Entonces ella sonrió y dijo:
—¡Claro que sé hablar!
—¿Cuántos años tienes?
—Cincuenta.
—¿Cómo vas de fuerzas? Tienes un aspecto horrible, estás muy delgada.
—He perdido mucho peso, pero aún conservo algo de fuerza. ¿Me esconderá aquí?
—Por supuesto, señora —respondió Edgar con aplomo—. Aquí nadie me molesta. Los federales ni saben que estoy aquí. Aunque lo supieran, pensarían que soy un viejo loco eremita. Y si te pones a pensarlo, es posible que lo sea. Supongo que vendrán algún día y me confiscarán las radios. Pero mientras tanto, estoy tan lejos de la carretera del condado que nadie se va a dar cuenta de que hay otra persona viviendo aquí. —A Maggie se le iluminó la cara.
—Que Dios te bendiga —dijo en voz baja.
Vern se puso de pie y se despidió, dándole las gracias repetidas veces a Edgar Rhodes y abrazando a Maggie.
—Cuídame bien a nuestra pequeña amiga —dijo Vern mientras estrechaba la mano de Edgar. Después se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad. Edgar le preparó unos huevos revueltos a Maggie antes de irse a dormir y se disculpó por no tener té ni café.
—Ya me contarás todas tus aventuras mañana temprano —le dijo mientras la acompañaba por el pasillo al cuarto de invitados.
A la mañana siguiente, Edgar salió al porche en busca del equipaje de Maggie. No había rastro de él. Solo había traído unas pocas ropas en la mochila: un largo vestido gris casi andrajoso, un par de zapatillas de tenis desgastadas sin calcetines y un enorme impermeable verde de guardabosques. Mientras desayunaban huevos, pan de pita, miel y algunas lonchas de queso, Maggie contó su historia.
—Vivíamos en Payette. Mi marido había fallecido cinco años antes del derrumbe de los mercados bursátiles, así que me fui a vivir con mi hija y con su familia. Tres semanas después de que llegara el ejército y los administradores de la ONU, vinieron a por nuestra familia: mi hijo, mi yerno, sus dos hijos y yo. Tanto mi hija Julie como Mark, mi yerno, estaban con la resistencia. Intentaban reunir gente para organizar sabotajes. Probablemente nos delató alguno de los vecinos.
«Rodearon la casa a las seis de la mañana. Serían unos cuarenta. Dijeron que le prenderían fuego si no salíamos con las manos en alto. Se llevaron a Julie y a Mark esposados. Se llevaron las armas de Mark y su radio de banda ciudadana como «pruebas». A mí y a los niños nos concedieron cinco minutos para que recogiéramos algo de ropa, mientras nos vigilaban apuntándonos con sus Kalashnikov. Me registraron de nuevo y todo lo que yo había metido en las maletas y en el petate lo esparcieron por el jardín en busca de «contrabando». Se reían y me pegaban patadas mientras yo trataba de recogerlo de nuevo.
»Mark se lo recriminó a gritos y ellos amenazaron con matarlo. Al final, cuando lo hube recogido todo, lanzaron las bolsas a Ja parte de atrás de un camión del ejército y me esposaron junto a Julie y a Mark. Hasta a los niños esposaron. Todos íbamos atados con una gran cadena colocada a lo largo del remolque y que era tan grande que parecía una de las que sirven para sujetar las anclas de los barcos. Estaba soldada a ambos lados.
»Más tarde pararon a detener a otra familia, los Weinstein. Cuando los subieron al camión, la señora Weinstein tuvo una crisis de ansiedad. Para ella, debía de ser otra vez como el holocausto. Habían perdido bisabuelos y tíos abuelos en la época de la Alemania nazi. Revivir otra vez aquello fue demasiado para la mujer. Nos tuvieron unas quince horas en el camión sin darnos ni una gota de agua. Solo una vez pararon para que pudiéramos hacer nuestras necesidades, y lo tuvimos que hacer a la vista de todo el mundo. Nos pusieron un «doble cierre» en las esposas para no tener que ceñirlas demasiado, pero aun así dejaban en la piel unas marcas rojas espantosas. Al pobre Mark no le circulaba bien la sangre en la mano izquierda, pero los guardias no hicieron nada al respecto. Cuando finalmente le quitaron las esposas, tenía toda la mano hinchada. Seguramente le quedaron perjudicados los nervios de esa mano permanentemente. Gowen era un lugar horrible. Nos metieron en unos barracones con otras once familias. Al principio éramos unos cincuenta y nueve. Había una gran olla y con eso teníamos que cocinar lo que pudiéramos y como pudiéramos. Nos entregaban una ración semanal de patatas. De tanto en tanto, también nos daban alubias, pan o trigo. Pero nunca era bastante. Alguna lechuga podrida o alguna col nos llegaba en ocasiones muy especiales.
»Nunca tuvimos un juicio. Ni siquiera se mencionaba la posibilidad de que se celebrara alguno. Y cuando efectuábamos alguna súplica por nuestro confinamiento o preguntábamos cuándo nos liberarían, simplemente se reían de nosotros. A la mayoría de los adultos nos exigían trabajar. No era más que trabajo inútil. A otros los explotaban en los talleres. En Gowen, la industria más importante era la de botas. Julie trabajaba en eso, con un horario de once horas al día con un descanso de quince minutos para almorzar. Si no cumplía con su cuota de bordadura, le daban una paliza.
»Todos los días se llevaban a una o dos personas al interrogatorio; normalmente eran hombres. Cuando los traían de vuelta, uno o dos días más tarde, tenían un aspecto terrorífico. A veces, no podían ni caminar y regresaban ensangrentados; sangraban por el recto de tantas patadas que les daban. Hablaban de torturas: palizas, azotes, la picana. ¡Y los moratones, todos llenos de cardenales! Gracias a Dios, a mí nunca me llevaron; no creo que hubiera podido sobrevivir.
»Tres semanas después, vinieron a por Mark. Él se resistió. Le propinó un puñetazo a uno de los soldados belgas en toda la nariz. Creo que se la partió porque sangraba como un pollo descabezado. Le empezaron a dar de golpes antes siquiera de llevárselo. Y jamás volvió. Estamos convencidos de que lo mataron allí mismo.
»A algunas de las mujeres de más edad, como yo, nos dejaban salir a recoger leña entre las dos cercas. La cerca interior era nueva, y tenía una alambrada espantosa con cuchillas de afeitar. Pero la exterior era más vieja y encontré un sitio por el que la valla se había partido, en la base de un poste. La abrí un poco más y me escabullí hacia afuera. Sabía que si me veían fuera de la segunda cerca, dispararían a dar. Pero a esas alturas, poco me importaba. Quería salir de allí fuera como fuera. Julie a menudo me decía: «Mamá, si tienes alguna oportunidad de escapar, vete, ni te lo pienses». Me dijo que no me preocupara ni de ella ni de sus hijos. Así que me fui sin remordimientos.
»Caminé durante tres días, bebiendo de los estanques para ganado, hasta que me encontraron. Siete familias diferentes me ayudaron a esconderme y a seguir mi huida, en coche, en carro, e incluso a caballo. Todas esas familias han sido una bendición del cielo para mí. Y ahora, aquí me tienes.
—Aparte de tu hija y sus hijos, ¿no tienes más familia? —preguntó Edgar.
—No.
—Eres bienvenida, puedes quedarte todo el tiempo que quieras.
Una semana después, Edgar tomó a Maggie como pareja de hecho.
Cinco semanas después de que ella llegara, Edgar cogió algún virus en la feria mensual de trueque de Moscow. Enseguida se recuperó, pero cuando Maggie se contagió y agarró la gripe, quedó deshidratada y débil de manera inmediata. Murió mientras Edgar dormía.
Edgar estaba convencido de que Maggie no pudo recobrarse de aquello debido a la malnutrición que arrastraba desde el campamento de Gowen. El cáncer se había llevado a su primera esposa, y los federales ahora le arrebataban a la segunda. Nunca se lo perdonó. Antes de conocer a Maggie, nunca había sentido deseo de unirse a la resistencia. Estaba de su parte, pero nunca había tomado partido activamente. Sin embargo, la inesperada entrada de Maggie en su vida y, sobre todo, la inesperada salida, le habían obligado a cambiar. El día que enterró a Maggie, empezó a hacer las maletas.
Poco tiempo después de entrar a formar parte de la resistencia, a Edgar se le puso al mando de la sección de Inteligencia de Señales, que había sido creada recientemente. Él tenía muchos años de experiencia en Inteligencia de Comunicaciones con el grupo de Seguridad Naval. Había sido destinado a la isla de Skaggs, en el extremo norte de la bahía de San Francisco. De inmediato, hizo buen uso de todo su bagaje. Los puestos de interceptación de mensajes, bien camuflados, se situaban generalmente en colinas bajas, en un radio de treinta kilómetros en torno a Moscow. Llevaban operando casi un año, de manera provisional, utilizando simplemente un par de escáneres multibanda de Uniden. Edgar tenía amplios conocimientos en Inteligencia de Comunicaciones, en ejercicios organizativos y contaba además con muchísimo equipo adicional, entre el que se incluían receptores de onda corta Drake e Icom, dos escáneres tradicionales, un par de transmisores microondas Gunnplexer, un analizador de espectro, tres grabadores de cintas de cásete y varias antenas personalizadas. Edgar tuvo a su cargo transformar el talante aficionado de la sección en una unidad de especialistas profesionales.
Edgar era cincuenta años mayor que la mayoría de los hombres y las mujeres de la sección, y estos lo trataban como a un abuelo adoptivo. Él se las daba de «viejo gruñón» y a los demás les encantaba. Cuando no había mucho trabajo, les entretenía con viejas cancioncillas que tocaba con su ukelele. Cantaba canciones pop de los años cuarenta como
They Got an Awful Lot of Coffee in Brazil
y
Three Little Fishies.
A los jóvenes de la resistencia los tenía enamorados.
El invierno después de que Edgar llegara, la sección se cobró su pieza más preciada de manos del Equipo Keane. Era un interceptor y buscador de radio-dirección Watkins Johnson portátil AN/PRD-11 de VHE Se lo arrebataron a los federales completo, con todo el juego de antenas H-Adcock. Utilizando los cálculos generados por microprocesador de los tiempos de llegada con la antena, el PRD-11 podía proveer líneas de orientación de señales VHF en un visualizador de tres dígitos. El Watkins Johnson podía también interceptar (sin el buscador doble) señales de alta frecuencia. Con esto solo se podían conseguir líneas de orientación, pero aun así era muy valioso para crear una perspectiva en el campo de batalla de la inteligencia. Las baterías originales selladas para los PRD-11 enseguida se consumieron, pero la destreza de los hombres del equipo en la base les permitió conseguir el voltaje necesario para el sistema utilizando baterías de automóviles. El resto del equipo era igualmente alimentado por baterías de automóviles, las cuales eran diligentemente llevadas a la base y devueltas a la ciudad para que las recargasen.
Con el tiempo, el equipo de interceptación acabó consistiendo en seis hombres y dos mujeres. Diseñaron tres turnos de interceptación de veinticuatro horas, con dos operadores por cada turno de ocho horas. Quien se encargaba del turno diario disponía de dos miembros adicionales del equipo. El primero era un integrador en campo de batalla que tramaba «las mejores estimaciones» posibles de las posiciones de las unidades enemigas en un mapa forrado de acetato. El otro era un «analista de tráfico» o «AT» que reconstruía las redes enemigas analizando los patrones de tráfico. El momento más importante del día para el AT era cuando cada mañana las unidades de los federales y de las Naciones Unidas pasaban lista a través de las redes. Como asistentes del equipo operacional había un cocinero a tiempo completo, tres hombres de seguridad, dos mensajeros adolescentes y cinco serpas, que llevaban alimentos, agua y baterías a la base.
La mayoría de serpas llevaban el equipamiento del ejército con bandejas para portar peso ligero; algunos pocos aún tenían que cargar con los viejos equipos de porteo de los años cincuenta. Todos los serpas menos uno se iban a dormir con sus familias a la ciudad.
La base de interceptación cambiaba de lugar unas seis veces al año. Esto requería, en cada ocasión, la ayuda temporal de unos treinta serpas y una docena de mulas de carga. Edgar y su equipo ponían mucha atención en no operar transmisor alguno desde la base: solo los receptores. A sabiendas de la capacidad de los federales para encontrar direcciones, lo último que querían es que les plantaran un micrófono. Todos los mensajes y los informes de inteligencia se remitían en notas manuscritas que eran enviadas por mensajero.
Además de generar informes de inteligencia, el equipo de Edgar era el encargado de proporcionar entrenamiento sobre Comunicaciones de Seguridad (ComSec) a los líderes de las milicias de la región. Edgar diseñaba cada clase según el grado de aprendizaje de la milicia. Una tarde, entre los alumnos de una de las charlas estaba Frank Scheimer, director ejecutivo de los Irregulares de las Marcas Azules. Edgar había oído que los milicianos tenían cierto número de radios capturadas, a las que no se les daba un uso adecuado.
Edgar situó a Scheimer justo enfrente de él y esperó hasta que este acabó de preparar su bolígrafo y su bloc de notas.
—No quiero aburriros con explicaciones superfluas sobre la teoría de propagación de ondas radiofónicas —empezó diciendo cuando vio que le prestaba atención—. Sería demasiado largo y además, al final, cuando acabe, os voy a dar un manual. Quiero que lo leáis bien, en detalle, y que me preguntéis cualquier duda antes de marchar mañana hacia vuestra área de operaciones. Es fundamental que entendáis las diferencias entre ondas terrestres y celestes, entre la modulación FM y AM, entre la zona de silencio y la distancia (mínima) de silencio, entre las distintas bandas de frecuencia y saber qué señales en esas bandas se propagan por la atmósfera. El manual también incluye instrucciones básicas de cómo utilizar el alfabeto fonético, los diferentes instrumentos de observación, etcétera.