Pedernal y Acero (28 page)

Read Pedernal y Acero Online

Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Pedernal y Acero
11.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

Xanthar regresó cuando Tanis retiraba el conejo de la lumbre. El ave aterrizó en el suelo, pero se mantuvo alejada del fuego. Rechazó el ofrecimiento del semielfo de compartir el asado.

—La carne guisada no es de mi gusto —dijo el búho gigante—. A mi entender, el fuego destruye el sabor.

Mientras Tanis cenaba, Xanthar caminó —aunque «bambolearse» describiría mejor la forma de moverse del búho, pensó el semielfo— hacia un pino inclinado y se instaló cómodamente en el tocón de una rama rota. Xanthar cerró los párpados y enterró su pico dorado en el suave plumón pálido del cuello.

Tanis, con el estómago lleno, se recostó de nuevo contra el cálido peñasco y contempló fijamente a Xanthar, que estaba acurrucado cerca del tronco del árbol. Una vez, como si notara la mirada del semielfo, el búho gigante abrió un ojo, sólo una rendija, y después cambió de posición en la rama, dando la espalda a Tanis. Éste se fijó en las fuertes garras aferradas en torno al tocón seco. El ave pareció relajarse, y Tanis comprendió que su compañero se había quedado dormido.

15

El glaciar

Era el frío de la muerte, Kitiara estaba segura. Su cara, sus pechos y sus caderas estaban aplastados contra la nieve. La pechera de la camisa estaba empapada; la tela de la parte trasera parecía estar tiesa, como si tuviese una capa de hielo. Sentía los pies como si fueran dos trozos de madera; apenas era consciente de que su mano derecha todavía sostenía un pedazo de esquisto del monte Fiebre. Lejos, en la distancia, se oía el romper de olas. Más cerca, el sonido de una tos.

Si esto era el Abismo, no se parecía en nada al lugar sobre el que la habían prevenido. Tenía que estar muerta y, sin embargo, notaba el frío, saboreaba la nieve, sentía el hambre. Además, oía al ettin, regocijándose por algo. Y, por encima de todo, el gemido del viento y el estruendo del mar.

Kitiara levantó la cabeza. Su cabello estaba endurecido, casi sólido, por la cellisca; se llevó las manos, poco menos que insensibles, al rostro y, haciendo caso omiso del viento que se le clavaba en la piel como agujas, se quitó la capa de hielo adherida a una mejilla. Las pestañas casi se le habían quedado pegadas por la congelación; por fin consiguió entreabrir los ojos una rendija.

Se encontró mirando directamente a unas mandíbulas despojadas de carne, con los incisivos superiores sobresaliendo como estalactitas de hielo, y los inferiores proyectándose como estalagmitas. Kitiara retrocedió al tiempo que gritaba y tanteaba buscando su espada y su daga, y recordaba al punto que ya no tenía ni la una ni la otra. La bestia cuyas fauces contemplaba llevaba muerta generaciones enteras. Kitiara no sabía qué clase de criatura había sido en el pasado, pero la espadachina habría cabido cómodamente entre sus mandíbulas. Era el cráneo de alguna bestia muerta mucho tiempo atrás; el resto del esqueleto no se veía por ninguna parte.

El ettin estaba recostado contra la gruesa articulación que unía ambas mandíbulas. La cabeza derecha dormitaba, apoyada en la izquierda; un hilillo de saliva congelada se marcaba sobre su barbilla. La cabeza izquierda esbozó una mueca a la espadachina. No había escapatoria cuando el ettin dormía, pues las cabezas de la criatura lo hacían por turnos.

—¿Dónde nos encontramos? —gritó, para hacerse oír sobre el ruido de la tormenta. Apenas veía al ettin a través de los remolinos de nieve.

—En casa —contestó Res-Lacua, con una sonrisa más amplia—. Casa, casa, casa.

—¿El glaciar? —inquirió Kitiara.

Su tono despertó a la cabeza derecha, y ahora los dos rostros de la bestia le sonreían. Maldiciendo el viento, la nieve, y particularmente al ettin, la espadachina consiguió ponerse de pie, pero sus músculos estaban demasiado insensibles para responder con facilidad. Se tambaleó como si estuviera borracha, y se agarró a uno de los largos colmillos del monstruo. ¿Cuánto tiempo habían estado tumbadas a la intemperie Lida y ella?

—¡Kitiara! ¿Qué…, qué es eso?

La pregunta la había hecho Lida Tenaka; la maga estaba arrebujada en su túnica y contemplaba horrorizada las fauces del cráneo. Sus labios tenían un tinte azulado, pero sus manos estaban activas. Al responder Kitiara con un encogimiento de hombros, la hechicera se estremeció y volvió a su tarea: trazar símbolos mágicos en el aire. Empezó a entonar una salmodia. Kitiara esperaba ver aparecer una hoguera que las calentara, o que se materializaran un par de jarras humeantes de ponche de ron, o cualquier otra cosa que aliviara el espantoso frío que sentía.

Pero no ocurrió nada de eso… Sólo hubo un débil chisporroteo y una llama minúscula que no habría encendido ni la yesca más seca. Las manos de Lida cayeron temblorosas sobre su regazo, y sus labios cesaron de moverse. Había una mirada acongojada en sus ojos.

—Es como en el Bosque Oscuro —manifestó, sus palabras apenas audibles con el aullido del viento—. Mi magia no funciona bien, Kitiara. No consigo localizar a Xanthar. Es como si estuviese en presencia de…

—… de un poder mucho mayor —finalizó la frase Janusz, que salió de detrás de la enorme calavera—. Un poder al que le resulta muy sencillo anular el tuyo, Lida. Después de todo, fui yo quien os enseñó a ti y a Dreena. —A despecho de la fina tela de su túnica, el hechicero de aspecto envejecido parecía sentirse a gusto en aquel clima glacial, y Kitiara advirtió que el aire a su alrededor rielaba al moverse el hombre.

—Has lanzado un conjuro para protegerte de los elementos —murmuró Lida.

La maga tiritaba ahora de manera incontrolable. Kitiara había perdido totalmente la sensibilidad de sus miembros; cuando intentó dar unos pasos hacia el hechicero —no estaba segura de con qué propósito o para hacer qué—, las piernas no le respondieron.

Janusz soltó una risa cruel. Luego hizo un ademán y la tormenta disminuyó.

—Sí, sin duda las dos tenéis un poco de frío; todo lo contrario que mi amigo de dos cabezas, quien parece muy satisfecho sin necesidad de ayuda mágica alguna. —Señaló a Res-Lacua. El ettin brincaba en la nieve y la cellisca como una oveja en una pradera—. Estas mandíbulas son los restos de una especie extinguida hace mucho tiempo, cuyo tamaño y fuerza no le bastaron para salvarse del Cataclismo —explicó Janusz—. Los Bárbaros de Hielo recogen los huesos de estas criaturas para construir empalizadas alrededor de sus patéticos poblados.

Ninguna de las dos mujeres habló. El frío era insoportable. Tras observarlas con un desprecio mal disimulado, Janusz dio una orden a Res-Lacua, que rodeó el enorme cráneo y regresó con dos bultos de pieles blancas. En cuestión de segundos, las dos mujeres estaban arropadas con las cálidas prendas.

—Los Bárbaros de Hielo a quienes pertenecían esas pieles ya no las necesitan —dijo el hechicero con un esbozo de sonrisa.

Sus palabras hicieron que Lida se estremeciera, pero Kitiara frunció el entrecejo.

—Quiero saber dónde estamos —instó la espadachina.

—Una actitud muy exigente para tu condición de prisionera —se mofó Janusz—. Sin embargo, me siento inclinado a ser generoso. Al fin y a la postre, estoy a punto de recuperar lo que me pertenece y que me fue robado. —Sonrió con sorna a Kitiara, que estrechó los ojos pero no dijo nada—. Tienes razón, capitana. Estáis en el glaciar, en el extremo septentrional; para ser exactos, justo al sur de la bahía de la Montaña de Hielo. ¿No te dice nada? No importa. Ni tú ni Lida vais a ninguna parte… a menos, claro está, que decidas cooperar con nosotros.

—¿Cómo llegamos aquí? —preguntó la maga con voz queda. Su aliento se heló en el aire mientras hablaba.

—Os teletransporté a este punto, y después hice otro tanto conmigo mismo, para reunirme con vosotros. Pensé que unos contornos tan inhabitables os disuadirían de cualquier intento de fuga.

—No lo entiendo —dijo la maga—. La teleportación no funciona así. Creía que se necesitaba un artefacto.

—El ettin tiene uno.

—Pero…

—Es cuanto estoy dispuesto a revelar.

—Pero…

—¡Basta! —bramó Janusz. Asustada, Lida aferró con manos crispadas las pieles que la cubrían—. Pregunta a Kitiara sobre las gemas de hielo que me robó. Ella puede explicarte por qué estáis aquí.

Lida se volvió hacia la espadachina.

—¿Eres responsable de esto? ¿Sabes lo que él y Valdane están haciendo, el daño que están causando?, ¿la destrucción y la muerte que han sufrido los Bárbaros de Hielo?

—¿Y qué me importa a mí eso? —resopló Kitiara con desdén—. Es asunto de los Bárbaros de Hielo. Que se las arreglen como puedan. —En ese momento Kitiara escuchó un aullido hacia el sur—. Lobos. Pero es distinto de cuanto he oído hasta ahora.

—Son lobos mutantes —dijo Janusz.

Aquella información no ofrecía consuelo alguno. Momentos después, aplastando la nieve bajo sus grandes patas, aparecieron doce lobos inmensos que tiraban de una narria vacía.

Kitiara había visto lobos antes, por supuesto, pero éstos eran unas bestias pavorosas, un montón de pieles grises, blancas y negras cubriendo unos cuerpos descarnados. Una de las enormes bestias, la más grande de la manada y que iba delante, se paró y miró fijamente a Kitiara con sus ojos inyectados en sangre. El aliento salía en nubéculas por su boca y formaba carámbanos en el hocico.

No parecían estar dispuestos a atacar, y Kitiara miró interrogante a Janusz.

—Sólo comen carne, muerta o viva. Claro que aquí no hay mucho donde escoger. Son tan obtusos como témpanos de hielo y siempre están hambrientos, así que no les des la espalda, capitana Uth Matar.

Kitiara arqueó las cejas. A una señal de Janusz, Res-Lacua blandió un látigo e instó a las mujeres a que subieran a la narria de madera. El ettin hizo restallar el látigo para que los lobos se movieran a derecha e izquierda a fin de librar los deslizadores del hielo. El brusco bandazo lanzó a la espadachina contra Lida. Muy pronto, las dos mujeres estaban arrodilladas y aferradas a los laterales de la narria, que se deslizaba a gran velocidad. El ettin corría detrás.

Kitiara miró enderredor buscando a Janusz. El hechicero levitaba a unos centímetros del suelo, a su derecha, con la túnica ondeando al viento mientras mantenía la velocidad del trineo que avanzaba sobre la nieve en dirección al interior del glaciar.

De repente se detuvieron. El ettin se adelantó, plantando con cautela primero un pie y después el otro. Janusz observaba sin decir nada.

—¿Qué ocurre? —susurró Lida a Kitiara—. No percibo nada mágico…, nada en particular.

—A mí me parece igual que el resto del glaciar —contestó la espadachina, encogiéndose de hombros—. Un paisaje azotado por el viento, con trozos de hielo esparcidos por doquier y unos cuantos bloques del tamaño de promontorios. Por lo demás, nieve, nieve y más nieve. Quizás una leve depresión un poco más adelante, pero…

En ese momento, el ettin se hundió en la nieve y desapareció con un grito en una grieta abierta. Janusz entonó una salmodia y trazó símbolos en el aire; Res-Lacua apareció flotando a través del agujero y se echó a reír cuando aterrizó sobre el hielo sólido. Kitiara descendió de la narria, se acercó corriendo y se asomó por el borde de la grieta.

La fisura tenía treinta metros de profundidad, y la espadachina se apartó con premura.

—Es una grieta en el hielo —informó a Lida—. Y es prácticamente invisible hasta que te precipitas en ella.

—Otra barrera para un ejército invasor —comentó Janusz.

Reanudaron la marcha enseguida, rodeando la fisura por el oeste, y virando luego hacia el sur de nuevo. No obstante, poco después se detenían otra vez.

—¿Y ahora, qué? —rezongó Kitiara. Lida señaló una mancha oscura en la nieve—. ¿Un lago? —preguntó la espadachina—. ¿En este clima?

El ettin no se adelantó para investigar, sino que se limitó a blandir el látigo, obligando a los lobos a rodear la mancha oscura. El sol se reflejaba en la superficie y hacía resaltar la fina capa de hielo que cubría el agua.

—Un lago helado —explicó Janusz—. Está lleno de peces. Todas las criaturas que viven en el glaciar obtienen su alimento de lagunas como ésta… salvo nosotros, por supuesto. Yo ofrezco un surtido mejor en el complejo subterráneo. A menos, claro está, que os guste el pescado crudo —rectificó—, como a los Bárbaros de Hielo. Aunque, por supuesto, ellos no son civilizados. Pescado crudo, pieles sin tratar, humeantes fuegos de turba, y ese infernal hedor a grasa de morsa. Utilizan el pescado para todo; desde cocinar hasta engrasar los patines de sus botes deslizadores.

Al cabo de un rato, Res-Lacua gritó a los lobos, que redujeron la velocidad mientras giraban alrededor de una hilera de enormes bloques de hielo. Las cautivas habían visto antes afloramientos aislados, pero estos bloques parecían haber sido colocados de manera intencionada, con forma específica, no por casualidad.

Lida señaló la silueta que se recortaba en lo alto de uno de los bloques, pero Kitiara ya había reparado en la inmensa figura, en los cuernos cortos que se proyectaban en la frente de la criatura.

—Un minotauro —dijo la espadachina.

La narria giró al final de la hilera de bloques, y de repente se encontraron en medio de una horda gesticulante y escandalosa de minotauros y ettins. Res-Lacua corrió hacia la multitud con un grito de gozo y saludó a varios ettins con evidente afecto. Los ettins, que duplicaban casi la talla de los minotauros, se palmearon las espaldas mientras clamaban en el lenguaje orco. Los minotauros observaban la escena con desdén, pero un tercer grupo de criaturas, medio hombres, medio morsas, miraba con expresión estúpida.

—Thanois —dijo Kitiara—. Los hombres morsas.

Uno de ellos, una criatura enorme con largos colmillos a ambos lados de la boca, se mostraba particularmente irritado. Iba desnudo; los brazos y las piernas eran humanos, y la cara, el tronco y la piel gris oscura eran los de una morsa. Una gruesa membrana unía los dedos de las manos y los pies. En el labio superior le crecían pelos fuertes como cerdas, que le cubrían la boca. En una mano sostenía un arpón; la otra se tendió hacia las mujeres. Apestaba a pescado podrido. Lida se apretó contra Kitiara; apartando de un empellón a la maga, que cayó al suelo de la narria, la espadachina descendió de un salto a la nieve y adoptó de inmediato una postura de combate a pesar de que no disponía de ninguna arma. Arremetió contra el arpón del thanoi en el mismo momento en que un grito hendía el aire:

Other books

La carretera by Cormac McCarthy
Christmas in the Hood by Nikki Turner
Always Watching by Brandilyn Collins
97 Ways to Train a Dragon by Kate McMullan
Dead Secret by Janice Frost
The Game by Mackenzie McKade
World Seed: Game Start by Justin Miller