Authors: John Godey
Ryder sonrió.
—¿Crees que voy a hacer un trabajo honrado con esas metralletas?
—Lo que hagas con ellas no es de mi incumbencia. Pero si necesitas un buen tirador, ese chico cumple todos los requisitos. Al llamarlo honrado, quiero decir que no es traidor, que es incapaz de vender a un compañero. Y esto no es fácil de encontrar en estos días. ¿No te satisface este aspecto de su carácter?
—Es una ventaja pero puede que sea
demasiado
honrado.
—Nadie es
demasiado
honrado —dijo el traficante, en tono rotundo—. Oye, ¿por qué no le echas un vistazo?
Ryder «le echó un vistazo» a la semana siguiente. Era un muchacho duro y engallado y demasiado vehemente para su gusto; pero Ryder no consideraba estas cualidades como inconvenientes graves. La cuestión principal consistía en ver si era capaz de aceptar órdenes y, sobre esto, Ryder tuvo siempre sus dudas.
Por fin, se refirió a la Organización.
—Tengo entendido que los dejaste para establecerte por tu cuenta. Pero supongo que trabajarás para alguien.
—¿Se lo dijo el jefe? —preguntó el muchacho, en tono despectivo—. Son una porquería. Los dejé porque son un puñado de viejos imbéciles, y sus métodos, muy anticuados: Espero que lo que lleva usted entre ceja y ceja no sea anticuado.
—Supongo que no. En realidad, creo que es algo que no se ha hecho nunca.
—¿Lo que llaman sin precedentes?
—Y peligroso —dijo Ryder, mirando al chico a los ojos—. Podría costarte la vida.
Welcome se encogió de hombros.
—No esperaba que me ofreciese cien de los grandes por algo en lo que no hubiese peligro. —Fijó su chispeante mirada en Ryder y dijo, en tono agresivo—: No tengo miedo. Ni siquiera lo tuve a la Organización.
Ryder asintió con la cabeza.
—Te creo. ¿Aceptas órdenes?
—Depende de quien las dé.
Ryder dobló el dedo índice y se tocó el pecho.
—Voy a serle franco —dijo Welcome—. En este momento no puedo prometerle nada. No lo conozco, ¿sabe?
—Bien dicho —dijo Ryder—. Volveremos a hablar de esto dentro de unos días.
—Es usted reservado —dijo Welcome—. Y yo soy parlanchín. Pero el hombre que calla no tiene que ser forzosamente malo. El jefe me ha contado algunas cosas de usted. Tiene una carrera. Y esto es algo que me infunde respeto.
A la semana siguiente, después de otra charla y no sin un poco de aprensión, Ryder contrató a Welcome. Mientras tanto, había conocido a Steever, y éste le había inspirado confianza. También se lo había recomendado el traficante de armas.
—Ha venido un tipo en busca de trabajo. Mi negocio está muy parado, y no pude admitirle. ¿Por qué no hablas con él? Parece un buen soldado.
En el sistema de castas del bajo mundo, Steever era la fuerza bruta, en oposición a Longman, que era un cerebro. Ryder estudió a fondo sus antecedentes. Procedía del Medio Oeste; había pasado de la ratería y del hurto al robo a mano armada, y había cumplido condena una vez —y bien merecida—, al salirse de su campo e intentar un chivatazo. Luego fue detenido siete u ocho veces y juzgado en dos ocasiones, pero sin ser condenado. Ryder estaba seguro de que aceptaría órdenes.
—Si la cosa sale bien —dijo Ryder— te ganarás cien mil dólares.
—Es mucho dinero.
—Lo tendrás bien ganado. El golpe es peligroso.
—Lo supongo —dijo Steever, queriendo significar: «Es justo; no espero mucho por nada.»
Y de este modo, para bien o para mal, había reclutado su «ejército».
Murray Lasalle dejó que su secretaria buscase el número de teléfono del Banco, pero le advirtió que quería iniciar él mismo la conversación; no era momento de observar el protocolo, aunque, en circunstancias normales, sabía su valor y lo explotaba.
Su secretaria, una vieja yegua del Servicio Civil, se sintió indignada por esta usurpación de sus derechos, y todavía más cuando Lasalle, sentado en el borde de una mesa del histórico salón de Archibaid Gracie, le dijo que «se diese prisa, pues no estaba para cuentos». Desde que había empezado a trabajar para Murray Lasalle, su antisemitismo, fomentado en su infancia por la exquisita cultura de sus vecinos irlandeses de Brooklyn, pero mitigado por años de servicio con personas de «todas las clases», había sufrido una violenta reactivación.
Lasalle marcó el número con impacientes movimientos de dedo índice y dijo a la telefonista que llamaba desde la oficina del alcalde, que el caso era muy urgente y que tenía que hablar en seguida con el presidente del Consejo de Administración. Le pusieron con la secretaria del presidente.
—El señor presidente está hablando por otra línea —dijo la secretaria—. Le llamará a usted con mucho gusto en cuanto...
—Me importa un bledo que le guste o no. Quiero hablar con él sin pérdida de tiempo.
La secretaria respondió con amabilidad a su rudeza:
—Tiene una conferencia con ultramar, señor. Espero que lo comprenda.
—No me replique, joven. Se trata de un asunto de vida o muerte, de diecisiete vidas
como mínimo
. Por consiguiente, interrumpa su conferencia y basta de monsergas.
—No puedo hacerlo, señor.
—Oiga: métase en su oficina y dele mi recado, si no quiere verse procesada por entorpecer la acción de la Justicia.
Por primera vez, la voz de la secretaria vaciló:
—No se retire, señor. Veré lo que puedo hacer.
Murray esperó, tamborileando con los dedos sobre la mesa, hasta que una voz melosa llegó a su oído:
—¡Murray! ¿Cómo estás, viejo amigo? Soy Rich Tompkins. ¿A qué viene tanta prisa?
—¿Cómo diablos me han puesto
contigo
? ¡Maldita sea! He preguntado por el jefe, no por un piojoso agente de Prensa.
—¡Murray!
Protesta, miedo y súplica estaban contenidos en estas dos sílabas, tal como había previsto Lasalle; acababa de darle un golpe bajo. Rich Tompkins era vicepresidente encargado de relaciones públicas del «Gotham National Trust», cargo digno e importante cuyo principal objeto era impedir que llegase a conocimiento del público cuanto pudiera enturbiar la imagen de pureza del Banco. Estaba bien considerado, como pilar conservador de la comunidad bancaria, pero tenía un esqueleto comprometedor oculto en el armario de su pasado, pues, durante cinco alocados meses, después de graduarse en Princeton y antes de encontrar su verdadero
métier
, había trabajado como agente de Prensa cinematográfica. En su mundo actual, esto era lo mismo que haber sido judío, y vivía en constante alerta para que no se descubriese el terrible secreto y lo echara todo a rodar: un salario de cien mil, una finca en Greenwich, un yate de doce metros de eslora, almuerzos con el presidente de la Bolsa de Valores... Había estudiado en Princeton gracias a una beca, y sus antepasados no habían sido nobles ni ricos. Si le quitaban su posición y sus enchufes, no volvería a ser alguien en el mundo.
Murray Lasalle le dijo, fríamente:
—¿Qué estás haciendo en ese teléfono?
—¡Oh! Esto es fácil de explicar —dijo Tompkins, ansiosamente.
—Explícalo.
—Mira, estaba en la oficina del presidente cuando entró Miss Selvyn y me habló de... ¿Puedo hacer algo por ti, Murray? Ya sabes que si puedo servirte...
En tres palabras, Lasalle informó a Tompkins de la situación.
—Por tanto, a menos que puedas autorizar personalmente la transferencia de un millón de dólares, quiero que interrumpas la conversación de ese viejo parlanchín. Inmediatamente. ¿Lo has entendido?
—Murray... —La voz de Tompkins era casi un gemido—. No puedo hacerlo. Está hablando con Burundi.
—¿Quién diablos es ese Burundi?
—Es un país. De África. Una de esas Repúblicas africanas subdesarrolladas que se constituyeron recientemente.
—No me importa. Interrúmpelo y ponlo en comunicación conmigo.
—No lo comprendes, Murray. Se trata de Burundi. Nosotros los
financiamos
.
—¿A quiénes?
—Ya te lo he dicho. A Burundi. A todo el
país
. Comprenderás que no puedo...
—Sólo comprendo que un antiguo parásito del cine está obstruyendo la actuación del Gobierno de la ciudad. Descubriré tu secreto, Rich, puedes estar seguro. Si no hablo con él en treinta segundos, voy a dar al traste con toda tu combinación.
—¡Murray!
—Empieza la cuenta.
—¿Qué puedo decirle?
—Pues que diga a los de Burundi que tiene una llamada local urgente y que les telefoneará más tarde.
—¡Dios mío, Murray! Se necesitan cuatro días para establecer comunicación con ellos; su sistema telefónico es muy rudimentario.
—Quedan quince segundos. Luego, empezaré a darles el soplo a los medios de difusión. «Republic Pictures», Vera Hruba Ralston, chulillos para las actrices maduras que visitan Nueva York...
—Te pondré con él. No sé cómo, pero lo haré. ¡No cuelgues!
La espera fue tan breve, que Lasalle presumió que Tompkins había cortado la conferencia con Burundi a media frase.
—Buenas tardes, Mr. Lasalle. —La voz del presidente era grave y pausada—. Me dicen que la ciudad se encuentra en un apuro urgente.
—Ha sido secuestrado un tren metropolitano. Diecisiete personas están retenidas como rehenes: dieciséis pasajeros y el conductor. Si no entregamos un millón de dólares antes de media hora, los diecisiete morirán.
—Un tren metropolitano —dijo el presidente—. La idea no puede ser más nueva.
—Sí, señor. ¿Comprende ahora nuestra prisa? ¿Hay algo que impida disponer de esta cantidad?
—Nada, si lo hacemos a través del Banco de Reserva Federal. Somos miembros de él, naturalmente.
—Bien. ¿Quiere usted hacer que nos den el dinero lo antes posible?
—¿Que les den el dinero, Mr. Lasalle? ¿Qué sentido debo dar a la palabra
den
?
—Que nos lo presten —dijo Lasalle, levantando la voz—. Necesitamos un préstamo de un millón de dólares. Lo pide la ciudad soberana de Nueva York.
—Un préstamo. Bueno, Mr. Lasalle, hay que cumplir ciertas formalidades. Autorizaciones, firmas, condiciones, plazo para la devolución y, tal vez, otros detalles.
—Permita que le diga, con el debido respeto, que no tenemos tiempo para todo eso, señor presidente.
—Pero
todo eso
, según dice usted, tiene su importancia. También nosotros tenemos que dar cuenta de nuestros actos. Los directores, los consejeros y los accionistas del Banco, que nos preguntarán.
—¡Escuche, estúpido mamón! —chilló Murray, y se interrumpió, asustado por su propia audacia. Pero era demasiado tarde para pedir disculpas o retractarse, y, en todo caso, esto no se avenía con su estilo. Siguió adelante, con voz francamente amenazadora—: ¿Quiere usted que sigamos siendo clientes suyos? Sabe muy bien que podemos acudir a otro Banco. Y esto, sólo para comenzar. Si empiezo a investigar, ¡descubriré infracciones en cada una de sus malditas operaciones!
—Nadie —dijo el presidente, con verdadero asombro—, nadie me había llamado
así
antes de ahora.
Era la ocasión de rectificar generosamente; pero Lasalle siguió, implacable:
—Bueno; pues le diré algo más, señor presidente. Si no busca inmediatamente ese dinero, el epíteto estará en boca de
todo el mundo
.
La decisión de Gracie Mansion pasó de la alcaldía al comisario de distrito; del comisario de distrito al subinspector jefe Daniels, en la cabina del Pelham Uno Dos Ocho, detenido en la estación de la Calle Veintiocho, y del subinspector jefe, a Prescott, en el Centro de Control. Prescott llamó al Pelham Uno Dos Tres.
—Accedemos a pagar el rescate —dijo—. Repito: pagaremos el rescate. Responda.
—Enterado. Voy a darle más instrucciones. Deberán cumplirse al pie de la letra. Responda.
—De acuerdo —dijo Prescott.
—Primero. Entregarán el dinero en billetes de cincuenta y de cien, en la proporción siguiente: quinientos mil dólares en billetes de cien, y otros quinientos mil en billetes de cincuenta. Repita.
Prescott repitió el mensaje lentamente y con claridad, en beneficio del subinspector jefe, que tenía intervenida la llamada y debía oír este extremo de la conversación.
—Esto equivale a cinco mil billetes de cien dólares y diez mil billetes de cincuenta. En total, quince mil billetes. Segundo: Deben colocarlos en fajos de doscientos billetes cada uno, sujetos con una cinta de goma gruesa a lo largo, y otra a lo ancho. Repita.
—Cinco mil de cien y diez mil de cincuenta, en fajos de doscientos billetes, sujetos a lo largo y a lo ancho con cintas de goma.
—Tercero: Todos los billetes deben ser usados, sin continuidad en los números de serie. Repita.
—Billetes usados —dijo Prescott— y con números de serie que no sean seguidos.
—Esto es todo. Cuando tengan el dinero, póngase al habla conmigo y recibirá ulteriores instrucciones. Prescott llamó al Pelham Uno Dos Ocho.
—He captado sus respuestas —dijo el subinspector jefe— y transmitido el mensaje a la alcaldía.
Pero Prescott lo repitió, por si el jefe de los secuestradores lo estaba oyendo.
Probablemente, a éste no le importaría que la Policía estuviese escuchando, pero no valía la pena arriesgarse a contrariarlo, si no era así.
El subinspector jefe le dijo:
—Hable con ellos y trate de conseguir más tiempo.
Prescott llamó al Pelham Uno Dos Tres y dijo:
—He cursado sus instrucciones; pero necesitamos más tiempo.
—Son las dos y cuarenta y nueve. Tienen veintiticuatro minutos.
—Sea razonable —dijo Prescott—. Hay que contar el dinero, empaquetarlo y traerlo... Es prácticamente imposible.
—No.
Aquella voz pausada e inflexible le causó a Prescott una impresión de impotencia. Al otro lado de la estación, Correll chillaba desaforadamente, luchando, al parecer, con los problemas de la circulación. «Es tan ruin como los secuestradores —pensó Prescott—; le preocupa lo
suyo
, y que se fastidien los pasajeros.» Procuró calmarse y volvió a la radio.
—Escuche —dijo—, denos quince minutos más. ¿Por qué matar a unos inocentes, si no es necesario?
—Nadie es inocente.
—«¡Dios mío —pensó Prescott—, ese hombre es un lunático!»
—Sólo quince minutos —dijo—. ¿Vale la pena asesinar a toda esa gente por quince minutos?