Escondí esta carta, como si fuera una maldad escribir a Vd.
Solo un minuto ha estado aquí Antoñona.
Yo me levanté de la silla para hablar con ella de pie y que la visita fuera corta.
En tan corta visita, me ha dicho mil locuras que me afligen profundamente.
Por último, ha exclamado, al despedirse, en su jerga medio gitana:
¡Anda, fullero de amor,
indinote
; maldecido seas;
malos chuqueles te tagelen el drupro
, que has puesto enferma a la niña, y con tus retrecherías la estás matando!
Dicho esto, la endiablada mujer me aplicó de una manera indecorosa y plebeya, por bajo de las espaldas, seis o siete feroces pellizcos, como si quisiera sacarme a túrdigas el pellejo. Después se largó echando chispas.
No me quejo: merezco esta broma brutal, dado que sea broma. Merezco que me atenacen los demonios con tenazas hechas ascuas.
¡Dios mío, haz que Pepita me olvide: haz, si es menester, que ame a otro y sea con él dichosa!
¿Puedo pedirte más, Dios mío?
Mi padre no sabe nada; no sospecha nada. Más vale así.
Adiós. Hasta dentro de pocos días, que nos veremos y abrazaremos.
¡Qué mudado va Vd. a encontrarme! ¡Qué lleno de amargura mi corazón! ¡Cuán perdida la inocencia! ¡Qué herida y qué lastimada mi alma!
No hay más cartas de D. Luis de Vargas que las que hemos transcrito. Nos quedaríamos, pues, sin averiguar el término que tuvieron estos amores, y esta sencilla y apasionada historia no acabaría, si un sujeto, perfectamente enterado de todo, no hubiese compuesto la relación que sigue.
* * *
Nadie extrañó en el lugar la indisposición de Pepita, ni menos pensó en buscarle una causa que sólo nosotros, ella, D. Luis, el señor deán y la discreta Antoñona, sabemos hasta lo presente.
Más bien hubieran podido extrañarse la vida alegre, las tertulias diarias y hasta los paseos campestres de Pepita, durante algún tiempo. El que volviese Pepita a su retiro habitual era naturalísimo.
Su amor por D. Luis, tan silencioso y tan reconcentrado, se ocultó a las miradas investigadoras de doña Casilda, de Currito y de todos los personajes del lugar que en las cartas de don Luis se nombran. Menos podía saberlo el vulgo. A nadie le cabía en la cabeza, a nadie le pasaba por la imaginación, que el
teólogo, el santo
, como llamaban a D. Luis, rivalizase con su padre, y hubiera conseguido lo que no había conseguido el terrible y poderoso D. Pedro de Vargas: enamorar a la linda, elegante, esquiva y zahareña viudita.
A pesar de la familiaridad que las señoras de lugar tienen con sus criadas, Pepita nada había dejado traslucir a ninguna de las suyas. Sólo Antoñona, que era un lince para todo, y más aún para las cosas de su niña, había penetrado el misterio.
Antoñona no calló a Pepita su descubrimiento, y Pepita no acertó a negar la verdad a aquella mujer que la había criado, que la idolatraba, y que, si bien se complacía en descubrir y referir cuanto pasa en el pueblo, siendo modelo de maldicientes, era sigilosa y leal como pocas para lo que importaba a su dueño.
De esta suerte se hizo Antoñona la confidenta de Pepita, la cual hallaba gran consuelo en desahogar su corazón con quien, si era vulgar o grosera en la expresión o en el lenguaje, no lo era en los sentimientos y en las ideas que expresaba y formulaba.
Por lo dicho se explican las visitas de Antoñona a D. Luis, sus palabras, y hasta los feroces, poco respetuosos y mal colocados pellizcos, con que maceró sus carnes y atormentó su dignidad la última vez que estuvo a verle.
Pepita, no sólo no había excitado a Antoñona a que fuese a D. Luis con embajadas, pero ni sabía siquiera que hubiese ido.
Antoñona había tomado la iniciativa y había hecho papel en este asunto, porque así lo quiso.
Como ya se dijo, se había enterado de todo con perspicacia maravillosa.
Cuando la misma Pepita apenas se había dado cuenta de que amaba a D. Luis, ya Antoñona lo sabía. Apenas empezó Pepita a lanzar sobre él aquellas ardientes, furtivas e involuntarias miradas que tanto destrozo hicieron, miradas que nadie sorprendió de los que estaban presentes, Antoñona, que no lo estaba, habló a Pepita de las miradas. Y no bien las miradas recibieron dulce pago, también lo supo Antoñona.
Poco tuvo, pues, la señora que confiar a una criada tan penetrante y tan zahorí de cuanto pasaba en lo más escondido de su pecho.
* * *
A los cinco días de la fecha de la última carta que hemos leído, empieza nuestra narración.
Eran las once de la mañana. Pepita estaba en una sala alta al lado de su alcoba y de su tocador, donde nadie, salvo Antoñona, entraba jamás sin que llamase ella.
Los muebles de aquella sala eran de poco valor, pero cómodos y aseados. Las cortinas y el forro de los sillones, sofás
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y butacas, eran de tela de algodón pintada de flores; sobre una mesita de caoba había recado de escribir y papeles; y en un armario, de caoba también, bastantes libros de devoción y de historia. Las paredes se veían adornadas con cuadros, que eran estampas de asuntos religiosos; pero con el buen gusto, inaudito, raro, casi inverosímil en un lugar de Andalucía, de que dichas estampas no fuesen malas litografías francesas, sino grabados de nuestra Calcografía, como el Pasmo de Sicilia de Rafael, el San Ildefonso y la Virgen, la Concepción, el San Bernardo y los dos medios puntos de Murillo.
Sobre una antigua mesa de roble, sostenida por columnas salomónicas, se veía un contadorcillo o papelera con embutidos de concha, nácar, marfil y bronce, y muchos cajoncitos, donde guardaba Pepita cuentas y otros documentos. Sobre la misma mesa había dos vasos de porcelana con muchas flores. Colgadas en la pared había por último, algunas macetas de loza de la Cartuja sevillana, con geranio-hiedra y otras plantas, y tres jaulas doradas con canarios y jilgueros.
Aquella sala era el retiro de Pepita, donde no entraban de día sino el médico y el padre vicario, y donde a prima noche entraba sólo el aperador a dar sus cuentas. Aquella sala era y se llamaba el despacho.
Pepita estaba sentada, casi recostada en un sofá, delante del cual había un velador pequeño con varios libros.
Se acababa de levantar, y vestía una ligera bata de verano. Su cabello rubio, mal peinado aún, parecía más hermoso en su mismo desorden. Su cara, algo pálida y con ojeras, si bien llena de juventud, lozanía y frescura, parecía más bella con el mal que le robaba colores.
Pepita mostraba impaciencia; aguardaba a alguien.
Al fin llegó y entró sin anunciarse la persona que aguardaba, que era el padre vicario.
Después de los saludos de costumbre, y arrellanado el padre vicario en una butaca al lado de Pepita, se entabló la conversación.
* * *
—Me alegro, hija mía, de que me hayas llamado; pero sin que te hubieras molestado en llamarme, ya iba yo a venir a verte. ¡Qué pálida estás! ¿Qué padeces? ¿Tienes algo importante que decirme?
A esta serie de preguntas cariñosas, empezó a contestar Pepita con un hondo suspiro. Después dijo:
—¿No adivina Vd. mi enfermedad? ¿No descubre Vd. la causa de mi padecimiento?
El vicario se encogió de hombros y miró a Pepita con cierto susto, porque nada sabía, y le llamaba la atención la vehemencia con que ella se expresaba.
Pepita prosiguió:
—Padre mío, yo no debí llamar a Vd., sino ir a la iglesia y hablar con Vd. en el confesonario, y allí confesar mis pecados. Por desgracia no estoy arrepentida; mi corazón se ha endurecido en la maldad, y no he tenido valor ni me he hallado dispuesta para hablar con el confesor, sino con el amigo.
—¿Qué dices de pecados, ni de dureza de corazón? ¿Estás loca? ¿Qué pecados han de ser los tuyos, si eres tan buena?
—No, padre, yo soy mala. He estado engañando a Vd., engañándome a mí misma, queriendo engañar a Dios.
—Vamos, cálmate, serénate; habla con orden y con juicio para no decir disparates.
—¿Y cómo no decirlos, cuando el espíritu del mal me posee?
—¡Ave María Purísima! Muchacha, no desatines. Mira, hija mía: tres son los demonios más temibles que se apoderan de las almas, y ninguno de ellos, estoy seguro, se puede haber atrevido a llegar hasta la tuya. El uno es Leviatán, o el espíritu de la soberbia; el otro Mamón, o el espíritu de la avaricia; el otro Asmodeo, o el espíritu de los amores impuros.
—Pues de los tres soy víctima: los tres me dominan.
—¡Qué horror!… Repito que te calmes. De lo que tú eres víctima es de un delirio.
—¡Pluguiese a Dios que así fuera! Es por mi culpa lo contrario. Soy avarienta, porque poseo cuantiosos bienes y no hago las obras de caridad que debiera hacer; soy soberbia, porque he despreciado a muchos hombres, no por virtud, no por honestidad, sino porque no los hallaba acreedores a mi cariño. Dios me ha castigado; Dios ha permitido que ese tercer enemigo, de que Vd. habla, se apodere de mí.
—¿Cómo es eso, muchacha? ¿Qué diablura se te ocurre? ¿Estás enamorada quizás? Y si lo estás, ¿qué mal hay en ello? ¿No eres libre? Cásate, pues, y déjate de tonterías. Seguro estoy de que mi amigo D. Pedro de Vargas ha hecho el milagro. ¡El demonio es el tal D. Pedro! Te declaro que me asombra. No juzgaba yo el asunto tan mollar y tan maduro como estaba.
—Pero si no es D. Pedro de Vargas de quien estoy enamorada.
—¿Pues de quién entonces?
Pepita se levantó de su asiento; fue hacia la puerta; la abrió; miró para ver si alguien escuchaba desde fuera; la volvió a cerrar; se acercó luego al padre vicario, y toda acongojada, con voz trémula, con lágrimas en los ojos, dijo casi al oído del buen anciano:
—Estoy perdidamente enamorada de su hijo.
—¿De qué hijo? —interrumpió el padre vicario, que aún no quería creerlo.
—¿De qué hijo ha de ser? Estoy perdida, frenéticamente enamorada de D. Luis.
La consternación, la sorpresa más dolorosa se pintó en el rostro del cándido y afectuoso sacerdote.
Hubo un momento de pausa. Después dijo el vicario:
—Pero ese es un amor sin esperanza: un amor imposible. D. Luis no te querrá.
Por entre las lágrimas que nublaban los hermosos ojos de Pepita, brilló un alegre rayo de luz; su linda y fresca boca, contraída por la tristeza, se abrió con suavidad, dejando ver las perlas de sus dientes y formando una sonrisa.
—Me quiere —dijo Pepita con un ligero y mal disimulado acento de satisfacción y de triunfo, que se alzaba por cima de su dolor y de sus escrúpulos.
Aquí subieron de punto la consternación y el asombro del padre vicario. Si el santo de su mayor devoción hubiera sido arrojado del altar y hubiera caído a sus pies, y se hubiera hecho cien mil pedazos, no se hubiera el vicario consternado tanto. Todavía miró a Pepita con incredulidad, como dudando de que aquello fuese cierto y no una alucinación de la vanidad mujeril. Tan de firme creía en la santidad de D. Luis y en su misticismo.
—¡Me quiere! —dijo otra vez Pepita, contestando a aquella incrédula mirada.
—¡Las mujeres son peores que pateta! —dijo el vicario—. Echáis la zancadilla al mismísimo mengue.
—¿No se lo decía yo a Vd.? ¡Yo soy muy mala!
—¡Sea todo por Dios! Vamos, sosiégate. La misericordia de Dios es infinita. Cuéntame lo que ha pasado.
—¡Qué ha de haber pasado! Que le quiero, que le amo, que le adoro; que él me quiere también, aunque lucha por sofocar su amor y tal vez lo consiga; y que Vd., sin saberlo, tiene mucha culpa de todo.
—¡Pues no faltaba más! ¿Cómo es eso de que tengo yo mucha culpa?
—Con la extremada bondad que le es propia, no ha hecho Vd. más que alabarme a D. Luis, y tengo por cierto que a D. Luis le habrá Vd. hecho de mí mayores elogios aún, si bien harto menos merecidos. ¿Qué había de suceder? ¿Soy yo de bronce? ¿Tengo más de veinte años?
—Tienes razón que te sobra. Soy un mentecato. He contribuido poderosamente a esta obra de Lucifer.
El padre vicario era tan bueno y tan humilde que, al decir las anteriores frases, estaba confuso y contrito, como si él fuese el reo y Pepita el juez.
Conoció Pepita el egoísmo rudo con que había hecho cómplice y punto menos que autor principal de su falta al padre vicario, y le habló de esta suerte:
—No se aflija Vd., padre mío; no se aflija usted, por amor de Dios. ¡Mire Vd. si soy perversa! ¡Cometo pecados gravísimos y quiero hacer responsable de ellos al mejor y más virtuoso de los hombres! No han sido las alabanzas que Vd. me ha hecho de D. Luis sino mis ojos y mi poco recato los que me han perdido. Aunque Vd. no me hubiera hablado jamás de las prendas de D. Luis, de su saber, de su talento y de su entusiasta corazón, yo lo hubiera descubierto todo oyéndole hablar, pues al cabo no soy tan tonta ni tan rústica. Me he fijado además en la gallardía de su persona, en la natural distinción y no aprendida elegancia de sus modales, en sus ojos llenos de fuego y de inteligencia, en todo él, en suma, que me parece amable y deseable. Los elogios de Vd. han venido sólo a lisonjear mi gusto, pero no a despertarle. Me han encantado porque coincidían con mi parecer y eran como el eco adulador, harto amortiguado y debilísimo, de lo que yo pensaba. El más elocuente encomio que me ha hecho Vd. de D. Luis no ha llegado, ni con mucho, al encomio que sin palabras me hacía yo de él a cada minuto, a cada segundo, dentro del alma.
—¡No te exaltes, hija mía! —interrumpió el padre vicario.
Pepita continuó con mayor exaltación:
—¡Pero qué diferencia entre los encomios de usted y mis pensamientos! Vd. veía y trazaba en don Luis el modelo ejemplar del sacerdote, del misionero, del varón apostólico; ya predicando el Evangelio en apartadas regiones y convirtiendo infieles, ya trabajando en España para realzar la cristiandad, tan perdida hoy por la impiedad de los unos y la carencia de virtud, de caridad y de ciencia de los otros. Yo, en cambio, me le representaba galán, enamorado, olvidando a Dios por mí, consagrándome su vida, dándome su alma, siendo mi apoyo, mi sostén, mi dulce compañero. Yo anhelaba cometer un robo sacrílego. Soñaba con robársele a Dios y a su templo, como el ladrón, enemigo del cielo, que roba la joya más rica de la venerada Custodia. Para cometer este robo he desechado los lutos de la viudez y de la orfandad y me he vestido galas profanas; he abandonado mi retiro y he buscado y llamado a mí a las gentes; he procurado estar hermosa; he cuidado con infernal esmero de todo este cuerpo miserable, que ha de hundirse en la sepultura y ha de convertirse en polvo vil; y he mirado, por último, a D. Luis con miradas provocantes, y al estrechar su mano he querido transmitir de mis venas a las suyas este fuego inextinguible en que me abraso.