—¡Qué va! Me lo dijo Susanna, la mujer de Pietro, que se divierte descubriendo sitios nuevos, lugares, todo lo que pasa en la ciudad.
—¡Qué fuerte! Me gusta esa tipa. También Pietro me cayó simpático el otro día en la comida.
Alessandro aparca y baja del coche.
—Bueno… a Pietro tú no lo conoces.
—¿Cómo que no lo conozco? ¿Qué te pasa, estás lelo? Pero ¡si hasta pagó la comida!
Alessandro le coge la mano y da unos golpecitos con suavidad en su frente.
—Toc, toc, ¿se puede? ¿Hay alguien?
Niki resopla.
—Sí, hay un montón de gente. Cenas y fiestas en abundancia, alegría y pensamientos divertidos. ¿Qué querías?
Alessandro sonríe.
—Buscaba a la que ahora no le dirá a Susanna, la mujer de Pietro, que lo conoce.
—Ah. —Niki sonríe—. Ya entiendo. Claro. La que lo conoció ha salido un momento…
—Bien, entremos, estáte atenta.
—¿Por qué, están todos tus amigos ahí?
—Pues claro, ¿de lo contrario por qué iba a decirte todo eso que te he dicho? ¡Qué felices todos vosotros, siempre de fiesta ahí adentro, ¿eh?! —Y Alessandro señala de nuevo la cabeza de Niki.
—¡Menos cuando nos obligas a trabajar para los japoneses! ¡Entremos, venga!
Roberto está en el salón. Del equipo de música sale la música que ha elegido. Sirve vino blanco en dos vasos. Frío, suave. Tiene ganas de estar un rato a solas con su mujer, de besarla, de ponerse romántico y luego, ¿por qué no?, de perderse entre las sábanas. Hace bastante tiempo que eso no ocurre. Llevar adelante una historia de amor conlleva también un poco de esfuerzo sentimental. Sirve. Ayuda. Hace de pegamento. Roberto entrecierra los ojos. Decidir sentado a la mesa algo al respecto tampoco le hace ninguna gracia. Si Simona oyese este pensamiento se armaría una buena. Para ella, el amor tiene que ser amor y basta. Amor al azar, amor natural, deseo de amar. Un poco como en aquella película,
Family Man
, cuando Nicholas Cage entra en una dimensión que nunca había vivido realmente, aquella que Dios un día, haciendo una excepción, decide dejarle entrever cómo hubiesen sido las cosas con aquella mujer si se hubiese casado con ella, si hubiese tenido hijos con ella, si hubiese cumplido una promesa formulada años antes, si… Todos esos sí que demasiado a menudo nos atormentan a lo largo de toda la vida. Sin tener un buen Dios director que nos dé antes o después una respuesta. Jack Campbell, un banquero millonario, vive en un lujoso ático, tiene un montón de mujeres y un Ferrari. Pero el día de Navidad se despierta en Nueva Jersey, al lado de Kate, su novia de los tiempos del instituto, en la que hubiese podido ser su vida. Y poco a poco comprende que a lo mejor no se hubiese hecho tan rico como lo es ahora, quizá, pero lo que es seguro es que hubiese sido más feliz de lo que jamás ha llegado a ser. Si no se hubiese ido a trabajar a otra ciudad con la promesa de regresar. Promesa jamás cumplida. Y ahora Dios, que en ocasiones lo hace, le ofrece la posibilidad de volver atrás o, mejor, otra posibilidad para no defraudar a Kate, su Kate del instituto. Roberto se acomoda el cojín detrás de la espalda, mientras piensa en las escenas de esa película. Está satisfecho, tranquilo, cierra los ojos y suspira. Un raro momento de felicidad. Pero es consciente de ello, es normal que así sea. La felicidad no tiene que ser una meta, sino un estilo de vida. ¿Quién lo dijo? Un japonés. A veces estos japoneses se quedan con nosotros. Bien, pues yo añadiría también que la felicidad estriba en la capacidad de ser conscientes de que todo cuanto estamos viviendo, aunque sólo sea el mero hecho de vivir, no es algo que se nos deba sin más. Así se puede ser feliz de manera simple, sin demasiados requisitos. Cierra los ojos. Pero ¿qué cosas estoy pensando? La vida es simple, más simple: es un caramelo, no demasiado dulce, que debemos dejar disolver en la boca, sin prisa, sin masticarlo, chupándolo. Como haré yo con mi mujer dentro de un rato. Yo no soy Jack. Yo mantuve mi promesa. Y a lo mejor consigo incluso una buena ganancia. ¿Qué más puede haber? Uno puede también no conformarse, pero aunque sea un tópico, el que se conforma…
De repente, se apaga la música del equipo. Roberto abre los ojos de golpe. Simona está allí, junto al lector de CD. Su dedo sigue todavía sobre el botón del «stop». Ha sido ella quien lo ha apagado. Pero sonríe. Exhibe una de esas sonrisas que son todo un programa. Roberto no alberga duda alguna. Conoce bien esa expresión. Detrás de ese movimiento apenas perceptible de los labios, detrás de esa aparición de sus dientes pequeños y perfectos, se oculta casi siempre una historia inimaginable… Drama, abandono, error. Disculpa, pero he conocido a otro. Disculpa, pero me voy. Disculpa, pero he hecho una estupidez. Disculpa, pero estoy embarazada… Disculpa, pero estoy embarazada y no de ti. Disculpa, pero no sé cómo decírtelo. Disculpa, pero… en fin, cualquier otra cosa, de cualquier tipo, con cualquier consecuencia, pero con una única certeza… Lo que Simona tiene que decirle empezará con un disculpa…
Y Roberto no puede esperar más. Se incorpora ayudándose con los brazos y se sienta recto, con la espalda bien apoyada en el respaldo del sofá.
—¿Qué pasa, Simona, por qué has apagado la música? ¿Tienes algo que decirme?
—Perdóname…
Perdóname. Demonios, piensa Roberto. No es una disculpa, peor aún… ¡Es perdóname! ¡Joder! Esa posibilidad no la había contemplado. Hasta ahí todavía no había llegado. Disculpa es cosa de nada comparado con perdóname. Perdóname lo es todo. Joder, mierda, mierda. ¿Qué has hecho, mi amor? Le da miedo sólo pensarlo. Bueno, bueno, mantengamos la calma. Mostrémonos abiertos. Confiados. He leído el manual. Los brazos sin cruzar. Apertura. Generosidad. Disposición a escuchar. ¿Qué ha sucedido, mi amor? Amabilidad, amabilidad, amabilidad. También hipocresía, si fuese necesario. Todo con tal de llegar a la verdad.
—Cuéntamelo todo, cariño, no hay ningún problema, en serio, es como si ya te hubiese perdonado.
Roberto se obliga a sonreír. Simona se suelta el cabello y se dirige lentamente hacia el sillón de enfrente. Se sienta, pero lo hace con lentitud. Demasiada.
—No, te decía que me perdonases porque tú te estabas relajando con la música y yo he apagado el aparato sin más, sin avisarte siquiera.
—No pasa nada. —Roberto apoya las manos cerca de las rodillas.
De nuevo esa sonrisa… Apertura. Generosidad. Disposición. Aceptación. Tranquilidad. De manual.
—Dime, ¿qué ocurre?
—No es nada. —Simona sonríe y junta las manos, las mete entre las piernas, la una sobre la otra. Parece que casi rece una pequeña oración.
Roberto la mira preocupado. Dios mío. Las manos entre las piernas, cerradas, juntas. ¿Qué decía el manual? No me acuerdo. Entrecierra los ojos intentando visualizar esa página. Salía también la foto de un par de manos. Pero ¿cómo eran? También aparecía la foto de una persona. Sí. Dios mío. Santa María Goretti. Manos unidas. Signo de petición extrema. Petición de algo que está por encima de todo. Inusual. A veces imposible de llevar a cabo, por eso se ponen las manos como si se estuviera rezando, porque tan sólo un santo puede decir que sí. Atención, se avecina una petición. Roberto la mira y sonríe con aire seráfico, intentando ser lo más santo posible, ese que sin duda alguna sabrá atenderla. O al menos eso es lo que intenta transmitir con su sonrisa.
—Dime, querida, ¿qué problema hay?
—Bueno, yo no diría que haya ningún problema.
—Si me hablas de ello —amabilidad, calma, apertura, serenidad—, sólo un poco más, podré entenderlo y juzgar yo también. —Y recoloca un libro que hay sobre la mesa, justo como indica el manual, «aparentar desinterés, ocuparse de otra cosa durante la plegaria hará más fácil la confesión». Al recordar la palabra «confesión», Roberto tiene un momento de debilidad. El libro resbala hacia un lado, casi se le cae, pero él hace como si nada.
Simona lo mira. Entrecierra un poco los ojos, lo estudia tratando de comprender en qué fase se encuentra. ¿Está de verdad tan relajado y predispuesto como aparenta? ¿O se trata tan sólo de una pose?
—¿Y bien? —Roberto se vuelve y le sonríe de nuevo.
Simona decide jugarse la última carta.
—No, no importa, podemos hablarlo con calma mañana. —Calma. Yo tengo toda la calma del mundo—. Ahora ya es demasiado tarde.
Lo ha dicho. Y Simona sabe bien que ahora hay dos posibilidades. Si Roberto sólo fingía estar relajado, empezará de repente a gritar como un loco cosas del tipo «Eh, ahora me lo vas a decir, ¿entiendes?, me tienes harto con tanto preliminar», e incluso cosas peores; o bien, si está tranquilo de verdad, lo dejará en un «Como quieras», «Como prefieras» o, mejor aún, «Lo que tú decidas para mí está bien».
Roberto es sorprendente. No, está relajado. Más aún.
—Me gustaría saberlo, porque creo que es algo que nos afecta a los dos, a ti en particular; te noto tensa. Pero si tú lo prefieres, lo dejamos para mañana, por mí está bien así.
Te noto tensa. Bien. Demostrar preocupación por ella, sea cual sea la petición, es consecuencia del amor y la importancia que se le otorga a la otra persona. Ese capítulo no estaba en el manual. Roberto ya ha comprendido todas las reglas. O mejor dicho, Roberto ya es el manual.
Simona sonríe, separa las piernas y vuelve a colocarlas la una sobre la otra. Pero no como Sharon Stone, no. Más bien como una niña. Y sigue sonriendo. Aunque ahora está tranquila, piensa Roberto. Mejor. Bate un poco las palmas, juguetea. Luego se las apoya en el estómago, serena y feliz. Bien. No hay ningún problema. Roberto ahora está relajado de verdad. Simona lo mira y sonríe. Se lo puedo contar.
—Hoy he salido con Niki.
Roberto finge tranquilidad para animarla a seguir.
—Qué bien, por un momento he creído que… —pero se percata, por la mirada de su mujer que se está aventurando hacia quién sabe qué playa privada—, pensaba que Niki no estaba en Roma, es extraño, ¿por qué será?
Simona vuelve a relajarse. Roberto intenta recuperar terreno. Coge el libro pero no lo abre, por educación. Es para prestar atención a la otra persona y a lo que le quiere decir. Página 30 del manual. Quiere darle a entender que, sea lo que sea lo que vaya a decirle, después él seguirá leyendo su novela. Tranquilamente. Ninguna noticia puede turbarlo tanto. Le sonríe.
—Nos hemos divertido… y hemos hablado.
—Ah. —Roberto sigue jugueteando con el libro, pero esa espera está acabando con él. Le gustaría arrojar el libro o, mejor aún, coger ese manual que lo obliga a tantas fatigas psicológicas y hacerlo pedazos. Sin embargo se controla, se obliga a resistir. Simona, al ver su tranquilidad, le concede algo más.
—Hemos estado hablando de ella, de su historia de amor.
—Ah. —Hasta aquí todo normal, piensa Roberto. Pero, entonces, ¿qué pasa? ¿Qué puede haber sucedido? ¿Hay algo más? Calma, calma. Es tan necesaria…—. Simona, me lo dijiste tú misma. Tú sabes cuál ha sido mi manera de afrontar toda esta cuestión.
—Y lo has hecho muy bien.
—Aunque me parezca absurdo que alguien haya venido a nuestra casa, que tú hayas hablado con él y que ese alguien no fuese el agente de seguros al que estábamos esperando. Pero, sobre todo, me parece absurdo que ahora todos hagamos como si nada, y no afrontemos el asunto.
—Cariño, en muchas ocasiones, las familias se comportan así, seguro que pasó también en la tuya cuando eras pequeño o en la mía… Se aceptan las cosas en silencio, se hace como si nada hubiese pasado sólo para vivir con tranquilidad… Hemos decidido que no teníamos que hostigarla porque de lo contrario, con lo rebelde que es, se hubiese empeñado aún más en pelear contra todo y contra todos por estar con ese chico que le lleva veinte años.
—No sabes cómo me pongo sólo con oírlo. Me parece que esta noche no podré dormir. Ni me lo recuerdes. Pero ¿qué es lo que ha pasado? ¿Se ha liado con otro? ¿Con el de antes? ¿Con ese cantautor fracasado?
—¡Roberto! Claro que no.
Ah, tampoco es eso.
—¿Se ha liado con otro diferente? —Roberto la mira y alarga los brazos—. Venga, mi amor, es normal, son cosas que ocurren a su edad, se dejan, vuelven. Recuerda lo que hacías tú antes de conocerme.
—Sí, me divertía un montón.
—Mientes. Te aburrías. Luego me conociste y hallaste el amor verdadero. Pues, mira por dónde, a lo mejor también Niki lo conocerá antes o después. A lo mejor incluso sea éste el muchacho adecuado para ella. Acuérdate, amor, de que sólo tiene diecisiete años.
—Eso ya lo sé.
—Entonces no lo olvides.
—No, no hay riesgo de que me olvide de que su nuevo novio tiene casi treinta y siete años.
—Bueno, cuando hemos salido me dijo que estaba con un muchacho un poco mayor que ella, pero ha hecho como si no supiera que yo lo sé, ¡no ha tenido valor para decirme que le lleva veinte años!
—Bueno, eso es normal… Tú eres su madre y bastante es que no lo niegue todo directamente.
—Ah, encima la defiendes. Pues que sepas que ha pasado por alto el tema de la edad, pero me ha dicho que era el hombre de su vida, que tiene intenciones serias.
—Dios mío, está embarazada.
—No… Simplemente está enamorada.
—Pero puede que llegue un momento en que esos veinte años de diferencia empiecen a pesar, él o ella se darán cuenta y se les pasará.
—Eres un cínico… Pero me parece que la cosa es más seria de lo que pensaba.
—¿Por qué?
—Hemos salido de compras, le he dicho que podía elegir lo que quisiera, me he mostrado lo más abierta posible precisamente para hacerla hablar.
—¿Y?
—No se ha querido comprar nada.
—Dios mío… Entonces sí que estamos metidos en un buen lío.
Pietro y Susanna, Flavio y Cristina, Enrico y Camilla están en el último vagón del Orient Express. Camilla sonríe al ver llegar a Alessandro desde lejos.
—¡Ahí está Alex… ya ha llegado!
—¿Dónde?
—Allí, al fondo.
Susanna se fija un poco más.
—¿Qué pasa? ¿Ha vuelto con Elena?
—Qué va. —Camilla le da un codazo. Esa que va con él no es Elena.
—¿Y quién es?
Cristina toma un sorbo de vino.
—Pero ¿estáis ciegos o qué? ¿No os dais cuenta de que ésa tiene por lo menos veinte años menos que Elena… y que nosotros?
Enrico sonríe y come un trocito de pan. Pietro traga preocupado por lo que pueda suceder. Alessandro y Niki se acercan a la mesa.