Read Perdona si te llamo amor Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Perdona si te llamo amor (63 page)

BOOK: Perdona si te llamo amor
12.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Niki mira a Alessandro. Vale, voy a intentarlo de nuevo.

—Mamá, estaba en Eurodisney.

Simona suelta un resoplido.

—¡Otra vez con esa historia! Claro que sí, y yo soy la reina Isabel. ¿Se puede saber qué estás haciendo?

Niki se encoge de hombros y sonríe a Alessandro. Ya lo ves, mi madre no me cree.

—Nada, mamá, estaba dando una vuelta por el centro con mis amigos.

—Sí, tú siempre estás dando vueltas con tus amigos, y siempre por lugares donde no hay cobertura. Qué extraño. Si por ti fuese se arruinarían todas las compañías telefónicas. No se sabe bien por qué, pero tu teléfono no tiene cobertura en ninguna parte.

—Se ve que me regalasteis uno malo.

—Sí, sí, no te hagas la graciosa, que antes o después te vas a enterar. ¿Se puede saber dónde estabas? Dijiste que tú y yo nos lo íbamos a contar siempre todo…

—Sí, pero después del bofetón algo cambió.

—Eso sólo fue un daño colateral. No siempre se puede estar de acuerdo.

Niki lo piensa un poco.

—Ok, como quieras, ya te lo dije ayer, mamá. He estado en Eurodisney, hemos llegado corriendo al aeropuerto de París porque nos retrasamos, pero al final conseguimos coger el avión de las ocho… Por eso lo tenía apagado. Y ahora acabo de llegar a Fiumicino. —Silencio—. Mamá…

—Sí, sigo aquí, afortunada tú, que siempre tienes ganas de bromear. Bien, ¿cuándo vendrás a casa?

Niki mira a Alessandro y después su reloj. Extiende los brazos como diciendo, es la segunda vez que intento decírselo y ella no me cree… Alessandro le hace una seña como diciendo está loca, luego le indica con un dedo que tardarán una hora.

—En hora y media estoy ahí.

—¡No más tarde! —Y cuelga.

Se pierden, de nuevo en Roma, en un tráfico suave. Autovía. Alguno de los conductores está nervioso y cambia continuamente de carril intentando adelantar a todos, va de derecha a izquierda. Está impaciente. Al final sigue su camino. Se aleja. Con los cristales tintados y un Peugeot lleno de alerones, como si así fuese más veloz. Alessandro en cambio conduce tranquilo. De vez en cuando la mira. Niki está ordenando algo en su bolsa. Cuando se vuelve de un viaje, todo parece ir más lento. Se siente uno más sereno. Irse, en ocasiones ayuda a ver mejor la propia existencia, mirar en qué punto se encuentra. Cuánto camino se ha hecho, adonde nos dirigimos o por dónde nos estamos perdiendo y, sobre todo, si se es feliz. Y cuánto.

Justo en ese momento, suena el móvil de Alessandro. Dos bips. Un mensaje. Se saca el Motorola del bolsillo. Un sobrecito parpadea. Lo abre. Es de Pietro. Hace tiempo que no habla con él. Pero lo que lee es lo último que hubiese querido saber.

«Hola. Estamos todos con Flavio. Su padre ha muerto.»

Alessandro no se lo puede creer.

—No.

Niki se vuelve asustada hacia él.

—¿Qué ha pasado?

—Se ha muerto el padre de un amigo mío. Flavio. Flavio, lo conociste. ¿Sabes quién es? El marido de Cristina… La que dices que no te soporta.

Niki lo lamenta.

—Lo siento. Aunque no lo conozca mucho.

Han llegado ya a casa de Niki.

—No tenía que ser así. Maldita sea. Cuánto lo siento. Menos mal que ya he regresado. Me voy a verlo.

Niki sonríe.

—Por supuesto. Llámame cuando quieras, si te apetece. En serio, cuando quieras. Dejaré el móvil encendido.

Niki le da un ligero beso. Y se va. Entonces se detiene un momento y sonríe.

—¡Eh, ahí detrás te dejo mi maleta! Te la dejo. Ya iré a buscarla con más calma…

—Desde luego. Cuando quieras.

Alessandro espera a que Niki entre en el portal. Un pequeño saludo desde lejos y se aleja en la noche.

Noventa y siete

Todos están allí. Los amigos más íntimos, los más sinceros, los que conocen toda la verdad de una familia, los que han asistido en silencio a pequeños y grandes problemas, o bien con bullicio a grandes celebraciones, felicitándose por las pequeñas y grandes alegrías de la vida. Eso es la amistad. Saber dosificar el ruido de la propia presencia. En cuanto lo ve, Alessandro se le acerca y le da un abrazo. Todo. Mucho. Tanto.

Cada uno recuerda a su manera los momentos más diversos de una misma vida.

—Joder, lo siento Flavio…

Se miran a los ojos y no saben bien qué decirse. Uno de esos momentos que inevitablemente te llevan al silencio. Estar allí, hacer acto de presencia, querer decir tantas cosas sin conseguirlo. De modo que todo se arregla con una simple palmada en el hombro, con un abrazo sentido, con una frase que se te hace extraña, pero no has sido capaz de encontrar otra. Y te parece la mejor, la más verdadera, la más sincera. Y no lo es. O a lo mejor también lo es. Quién sabe… Tienes un nudo en la garganta. Si dices algo más, sabes que te echarías a llorar. Tienes los ojos brillantes. Y te das cuenta de que otros son más fuertes que tú. Y no lloran. Parecen serenos, como si no hubiese pasado nada. Consiguen llevar bien su dolor. O quizá, piensas, es que no les importa un comino. ¿Qué clase de personas son? Como esos dos, por ejemplo, deben de ser sus primos… Están al fondo del salón y no paran de hablar y se ríen y resultan hasta un poco ruidosos. Parece que el hecho de que se haya muerto alguien fuese la única ocasión para volver a verse. O a lo mejor su manera de actuar es tan sólo un hábil disfraz. Como si no pudiesen concederse el lujo de estar mal, de sufrir abiertamente, de poder llorar libremente, sin vergüenza. Ese extraño precio que el carácter te obliga a pagar en ocasiones, dejándonos fuera de la belleza de los sentimientos.

Alessandro, Pietro y Enrico hacen compañía a Flavio toda la noche y cada uno de ellos renuncia a algo sólo por estar a su lado. Los tres están felices de ello y ninguno lamenta lo que ha perdido.

Noche de palabras. Noche de recuerdos. Noche de confidencias. Divertidas anécdotas lejanas. Viejas historias que tan sólo el dolor, con su soplo potente, consigue sacar a la luz a veces. Episodios pasados, ocultos, perdidos pero en el fondo nunca abandonados.

—¿Sabéis una cosa, chicos? —Flavio bebe un poco de su whisky y los mira. Ninguno responde. No es necesario. Flavio sigue hablando—. Te da por pensar en las cosas que no le dijiste. En las veces que lo decepcionaste. En las cosas que te hubiese gustado decirle aquel día, en lo que te gustaría poder decirle ahora. Correr hasta su casa. Llamar al timbre. Pedirle que se asome. Papá, se me ha olvidado decirte una cosa. ¿Te acuerdas de aquella vez que fuimos a…? —Flavio mira de nuevo a sus amigos—. Eso hace daño. Tal vez sea una tontería, pero te gustaría tanto podérsela decir…

Varios días después. El funeral. Flores. Frases. Silencio. Personas que hace tiempo que no se veían reaparecen de nuevo. Como algunos recuerdos. Saludos. Apretones de manos. Conmoción. Todos van a saludar a Flavio con afecto. Algunos llevan flores. Otros vienen de un pasado lejano y desaparecerán otra vez para siempre, pero no querían faltar a esa última cita. Después el entierro. Un último adiós. Un último pensamiento. Después ya nada. Fiuuu. Un balón pesado que se aleja hacia el cielo. Silencio. Cada vez más lejos. Luego, trabajosamente, los primeros chirridos. Es como si la gran máquina arrancase de nuevo. Ruidos pesados, cadenas sin lubricar, engranajes que rechinan, crujen. Pero arranca. Ya está… ¡Chucu chucu chu! Como ese tren lejano, en el horizonte, que retoma su camino, su carrera, que aumenta el ritmo, resopla, otra vez, sí, hacia confines lejanos, hacia los días que vendrán… Chucu chucu chu… Y silba, vuelve a silbar. Y no detenerse. No detenerse. Todos, absolutamente todos, siguen adelante. Y antes o después lograrán olvidar algo. O a lo mejor no. Pero también en esta duda reside una gran belleza.

Noventa y ocho

A la semana siguiente, Alessandro decide hacerse un regalo. El domingo por la mañana lo llama.

—¿Quién te ha llamado esta mañana temprano?

—Alex.

La madre de Alessandro, Silvia, se acerca a su marido Luigi, en el salón y lo mira preocupada.

—¿Un domingo por la mañana a esa hora? ¿Y qué quería, qué te ha dicho…?

—Nada. No lo sé. Me ha dicho: «Papá, me gustaría salir contigo.»

—Dios mío, habrá pasado algo.

—No es nada, tesoro, querrá contarme alguna cosa.

—Eso es lo que me preocupa.

Él le sonríe y se encoge de hombros.

—Bah, no sé… Me ha dicho: «¿Hay algo que te gustaría hacer conmigo y que nunca me hayas dicho?»

Silvia mira a su marido estupefacta.

—¿Y se supone que no tengo que preocuparme?

Luigi se pone la chaqueta. Luego le sonríe.

—No. No tienes por qué. Cuando regrese te lo explicaré todo.

Llaman al timbre. Se va hacia la cocina y responde. Es Alessandro.

—Bajo en seguida.

Silvia le pone bien la chaqueta al marido.

—Cuánto me gustaría estar con vosotros.

Luigi le sonríe.

—Lo estarás. —Se dan un beso. Luigi sale y cierra la puerta a sus espaldas.

Poco después, está en el coche con Alessandro.

—Bien, papá, ¿has pensado ya lo que te gustaría hacer?

El padre le sonríe.

—Sí. Está en la carretera de Braciano.

Poco después, el Mercedes de Alessandro está aparcado bajo el sol caliente del mediodía.

—Vale, no apretéis demasiado el acelerador. Seguid las curvas y no frenéis, que es muy fácil perder el control. Por favor, no soltéis el acelerador en las curvas…

Alessandro mira a su padre. Está a su lado, con un casco rojo. Resulta cómico. Sonríe divertido como el más feliz de los niños a bordo de ese potente
minikart
.

—¿Estás listo, papá?

—Y tan listo… Quien llegue el último después de diez vueltas paga, ¿estás de acuerdo?

Alessandro sonríe.

—De acuerdo.

Y arrancan, como improvisados Schumacher en esa extraña carrera. Alessandro se deja adelantar en seguida, pero no afloja. De vez en cuando, acelera, mira divertido a ese hombre de setenta años que toma las curvas con la cabeza inclinada hacia un lado, que cree que así se ayuda, con ese extraño juego de pesos.

Luego, más tarde.

—¡Vaya…, me he divertido un montón! ¿Cuánto has pagado, Alex?

—Eso qué importa, papá. He pagado lo que debía. He sido yo quien ha perdido.

Se montan en el coche. Alessandro conduce tranquilo hacia casa. Su padre lo mira de vez en cuando. Decide ejercer un poco su papel.

—Todo va bien, ¿verdad, Alex?

—Todo bien, papá.

—¿Seguro?

—Seguro.

El padre se relaja.

—Bien. Me alegra oírlo.

Alessandro mira a su padre. De nuevo a la carretera. Vuelve a mirarlo.

—Papá, estoy muy contento de que hayamos pasado el día juntos. Claro que ni me imaginaba que fueses a querer hacer eso.

Su padre sonríe.

—Puede que sea porque un hijo siempre espera más de su padre.

Se quedan un minuto en silencio. Luego Luigi empieza a hablar con tono tranquilo.

—¿Sabes?, he estado un buen rato pensando en qué podíamos hacer. Luego me he dicho: cualquier cosa que le pida, a él no le apetecerá —se vuelve y sonríe a Alessandro—, en mi opinión, nunca estaré a la altura de tus expectativas. Así que, al final, he decidido que era mejor decirte simplemente la verdad. He pensado que sabrías apreciarlo y que no te decepcionaría.

Alessandro lo mira y le sonríe.

—Esto es algo que siempre había soñado hacer. Desde que era pequeño quería montarme en un
minikart
, pero nunca había podido.

—Y hoy lo has conseguido.

—Ya. —El padre lo mira levemente absorto—. Me has dejado ganar.

—No, papá. En serio que ibas muy rápido. Incluso has tomado una curva girando el volante al contrario.

—Sí, pero no he levantado el pie del acelerador, al contrario, he pisado más a fondo; de lo contrario hubiese perdido el control. Ha sido una carrera muy bonita.

—Sí, mucho.

Al llegar a casa de sus padres, Alessandro se detiene.

—Aquí estamos…

El padre lo mira.

—Cuando doy una pincelada de verde en la tela, no quiere decir que sea hierba, cuando la doy de azul, no quiere decir que sea el cielo.

Alessandro lo mira sorprendido. No entiende.

—Es de Henri Matisse. Ya sé que no tiene nada que ver, pero me gustó cuando la leí. —Luigi se baja del coche y se inclina para despedirse.

—¿Sabes, Alex? No sé si un día me recordarás por esa frase que no es mía, o por la curva… no sé qué es peor…

—Lo peor sería que no te recordase.

—Eso por supuesto… Para mí al menos. Querría decir que no he sabido hacer nada bueno.

—Papá…

—Tienes razón. Dejémoslo. En el fondo, he conseguido derrotar a mi hijo a los setenta años. De todos modos, tu madre me va a acribillar a preguntas. Y lo que más le interesará saber es cómo te va con Elena, si ha vuelto a casa.

Alessandro sonríe.

—Entonces dile que has ganado la carrera de
minikart
… Y que yo estoy feliz.

Noventa y nueve

Y pasan los días. Días de estudio. Días de amor. Días importantes.

Alessandro está reunido con todo su equipo.

—Bien, vuestras propuestas son buenas, muy buenas, pero todavía les falta algo. No sé qué, pero algo… —Mira a su alrededor—. ¿Dónde se ha metido Andrea Soldini?

—¡Ah, seguramente lo que falta es él!

Dario extiende los brazos al tiempo que Michela, Giorgia y otras personas del equipo se echan a reír.

Justo en ese momento, entra Andrea Soldini jadeante.

—He tenido que salir un minuto, disculpad, tenía que enviar un paquete.

Alessandro lo mira.

—¿Cómo? Ahora no teníamos que enviar nuevas pruebas, ¿no?

—No. —Andrea Soldini se muestra un poco nervioso—. Era algo privado.

Alessandro suspira.

—Os lo pido por favor, sólo falta una semana. Las pruebas que hagamos, si es que llegamos a hacerlas, las enviaremos por e-mail y solamente para su aprobación. Hasta el próximo domingo, tenéis que dedicaros en cuerpo y alma. No podéis ni respirar, ni comer, ni dormir.

Dario levanta la mano.

—¿Se puede follar si mientras tanto se piensa en la idea?

—¡Si después se te ocurre algo, sí!

—¿Qué dices? Eso no se piensa dos veces… Se te ocurre y basta…

Todos se echan a reír. Una de las chicas se pone roja. Alessandro vuelve a poner orden en la reunión.

BOOK: Perdona si te llamo amor
12.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fira and the Full Moon by Gail Herman
Stolen Heart by Bennett, Sawyer
A Marine Affair by Heather Long
County Kill by Peter Rabe
Jumping Jenny by Anthony Berkeley
Jumped by Rita Williams-Garcia
The Plains of Kallanash by Pauline M. Ross
Lady Churchill's Rosebud Wristlet No. 16 by Gavin J. Grant, Kelly Link