Authors: Leigh Brackett
—Iré primero —explicó Ceidrin—, así os mostraré el camino.
Encendió una de las antorchas que encontraron por allí y se sentó en una silla de cuerda. Los otros dos Nithis, que no habían pronunciado palabra durante todo el descenso, le bajaron, haciendo chirriar los viejos rodillos. La cuerda se veía desgastada en varios puntos y no inspiraba mucha confianza. Sin embargo, aguantó. Ashton descendió; luego lo hizo Stark, apoyando las manos en las paredes lisas y húmedas cubiertas de un limo verdoso.
Al fondo, llegaron a una cuevecilla. A la luz de la antorcha, Ceidrin accionó un pesado contrapeso y se levantó una placa de piedra.
—Id —les ordenó— a echaros en los brazos que os esperan, sean de quien sean.
Descendieron de Irnan. Atravesando las montañas empapadas por las lluvias del otoño, llegaron a las colinas. No eran muchos. Habían viajado a toda prisa siempre que les fue posible, esquivando rutas y albergues y desviándose hacia el oeste para evitar Skeg. Sin embargo, no pudieron eludir la presencia de las torres de vigilancia, los pastores y los cazadores. En algunos lugares el único camino existente pasaba bajo las murallas de una plaza fuerte, de modo que cualquiera podía verlos. Avanzaban en aquellos momentos por las regiones más templadas y pobladas.
En aquella zona, había más rutas y ciudades. Era el momento de la migración estacional. En largas filas, los carros de los mercaderes se encaminaban hacia el sur, ansiosos por llegar a los pasos montañosos antes de que las nieves los cerrasen. Las caravanas de prostitutas y grupos de actores ambulantes: bailarines, músicos, acróbatas, juglares, cantantes, hombres con capas y sombreros que practicaban la magia, regresaban a sus cuarteles de invierno, huyendo del vivo frío, con los bolsillos llenos de los frutos del verano. Bandas de Errantes caminaban también hacia los opulentos trópicos donde había comida y tlun bastante para los amados hijos de los Señores Protectores. Los Errantes no siempre seguían los caminos; tomaban, según su capricho, senderos conocidos sólo por ellos. Pero ningún grupo de viajeros podía esperar no ser visto, especialmente un grupo compuesto por una docena de Fallarins alados, doce rápidos Tarfs con espadas de cuatro manos, una decena de caballeros envelados con capas de cuero teñido, otra decena de hombres y mujeres vestidos con cuero y acero y trece gigantescos perros blancos guiados por un adolescente con casaca azul.
No era más que una cuestión de tiempo. Alderyk, el rey de los Fallarins, no se sorprendió cuando Tuchvar, adelantado como explorador junto con los perros, volvió a su lado para decir que ante ellos había unos hombres.
—¿Cuántos? —preguntó Halk.
El grupo se detuvo. Los cueros crujieron, el hierro resonó discretamente. Las monturas agacharon la cabeza y resoplaron, contentas por el descanso.
—Los perros no pueden decirlo —explicó Tuchvar—. El pensamiento ha sido «muchos y cerca».
Alderyk miró a su alrededor. El lugar resultaba ideal para una emboscada. A sus espaldas quedaban las colinas bajas que aquella misma mañana acababan de atravesar. Colinas con las laderas cubiertas por la hierba del otoño, seca y dorada como las crines de un león. Tras las colinas, el grupo llegó a un campamento muy grande y en ruinas: en aquel punto, una ciudad había muerto y exhibía sus huesos al sol. Entre las ruinas, el grupo siguió un camino parecido a un sendero de ganado que se destacaba entre las malas hierbas. Escombros de varios siglos habían llenado las olvidadas calles de la ciudad y cubierto algunos de sus derruidos muros; en todas direcciones, la vista sólo captaba desolación. De modo manifiesto, alguien conocía los caminos que cruzaban aquel desbarajuste; pero no eran ellos. La pista que seguían sólo podía conducirles al desastre.
Una torrecilla de ladrillo se alzaba por encima de las ruinas.
—Desde allí —dijo Alderyk—, podré ver cuántos son y dónde nos esperan. —La torrecilla estaba a menos de doscientos metros. No podía volar hasta allí.
—Préstame a Gerd —le pidió a Tuchvar. Hizo un gesto hacia uno de los Tarfs—. Puede haber trampas. Busca un camino seguro.
El Tarf echó a trotar. Alderyk palmeó la grupa de su montura con la punta de las alas que parecían de cuero. Con Klatlekt a la izquierda, avanzó.
Gerd, aun con disgusto, se colocó a la derecha de Alderyk. Al Perro del Norte no le acababa de agradar su compañía. Los cerebros inhumanos de los Tarfs resultaban inaccesibles al Terror de los perros, y sus espadas eran muy largas y aceradas. Los Fallarins tenían otros poderes. Gerd sintió que le azotaba una suave brisa, levantándole el pelaje desde atrás, y se estremeció.
En pocos instantes, los demás quedaron ocultos tras las ruinas y ellos se encontraron solos. El sol era caliente. Pequeños animales gritaban y musitaban. Salvo aquellos suaves sonidos, nada. Incluso el viento calló.
«¿Hombres?» Preguntó Alderyk.
«Aquí no».
«Vigila».
Por dos veces, el Tarf que trotaba ante ellos les advirtió contra lugares peligrosos. La torre se fue haciendo más alta; sus desgarrados contornos se recortaban en el cielo.
Finalmente, Alderyk suspiró y dijo:
—Basta.
Frenó la montura y se irguió sobre el animal al tiempo que Klatlekt tomaba las riendas.
Empleando las alas, Alderyk echó a volar.
«Un pájaro de alas cortas», decía de sí mismo, «una farsa». La mutación controlada que debía conceder a sus descendientes la libertad de los aires, había sido un fracaso. Las alas, por fuertes que fueran, no lo eran lo suficiente; los cuerpos, aun ligeros, seguían siendo pesados. En lugar de volar como águilas, los Fallarins no podían más que aletear como gallinas que se lanzasen al ponedero.
No constituía una alegría infinita, sino una penosa tarea. Ferozmente, el Fallarin atacó el aire, sintiendo, como siempre, la rabia y la frustración de no poder hacer lo que deseaba con toda su alma. Para calmar aquel deseo nunca satisfecho, los Fallarins esculpieron los acantilados en la fortaleza de las montañas, el Lugar de los Vientos, con millares de formas fantásticas que imitaban todas las corrientes de los vientos de las alturas. Así conseguían el espejismo de cabalgar los torbellinos.
Sin embargo, y pese a todo, Alderyk siempre sentía un instante de felicidad cuando veía que el suelo se alejaba bajo él. Saboreaba el inefable momento en que sus alas parecían, al fin, adquirir el dominio supremo y que, por primera vez en su vida, el cielo le perteneciera verdaderamente...
Jadeando, se agarró a la cúspide de la torre.
Pudo ver.
El terreno descendía en suave pendiente hasta una ancha sabana. Más allá de las ruinas, a unos ochocientos metros, se alzaba una aldea. Veía los muros y el cálido color de sus techos de palma. Era el momento de la cosecha, pero los sembrados estaban desiertos.
Alderyk percibió a los hombres emboscados. Tuvo tiempo de ver y detectar varias cosas. Miró a cada lado, luego, a las ruinas. Finalmente, se lanzó al aire y descendió. El viento gruñía bajo sus alas.
Cabalgó hasta donde le esperaban sus compañeros.
Sacando el puñal, dibujó un somero mapa sobre la tierra polvorienta.
—Sólo hay un camino que cruce las ruinas. Los aldeanos deben seguirlo para conducir sus rebaños a los pastos de las colinas. Los hombres nos esperan aquí y aquí, ocultos entre los cascotes. Hay más aquí, al descubierto, donde acaba el sendero. Y creo que ésos son mercenarios: he visto reflejos de acero.
—Mercenarios —susurró Halk—. ¡Les habrán advertido de nuestra llegada! ¿Cuántos son?
—Quizá unos quince aquí, y otros quince aquí, a cada lado del camino. Treinta más al descubierto.
—Incluso sin los perros, hemos salvado peores trampas.
—Todavía hay más. Por esta zona, como reserva, están los hombres de la aldea... cuarenta o cincuenta. Además, detecté a unos veinte Errantes diseminados. Quizá nos aguarde alguna otra sorpresa que no haya podido ver; sin embargo, de todo lo anterior, estoy seguro.
Halk frunció el ceño.
—Sólo este camino. Estás seguro.
—Desde arriba, resultaba evidente. Si salimos de él, deberemos abandonar las monturas. Ignoro si a pie podríamos pasar, pero nos llevaría mucho tiempo. Y siempre estarán al otro lado de las ruinas, vigilándonos.
—Podríamos volver a las colinas y buscar otro camino —sugirió Sabak.
—No —cortó Gerrith. Su cara era muestra de severidad; tenía los huesos muy marcados. Los ojos parecían helados, aunque el color de los iris no lo demostraba—. El tiempo apremia. Stark ha llegado al río.
—¿Qué río?
La mujer negó con la cabeza.
—No lo sé. Pero avanza más deprisa, mucho más deprisa de lo que imaginaba, hacia el mar. Debemos seguir la ruta.
Tuchvar se inclinó sobre la silla para acariciar la cabeza de Gerd.
—Los perros nos ayudarán.
Gerd entornó los ojos. Recordó algo; el viejo recuerdo de los días pasados, el recuerdo de otra mano, de otra voz. Una mano y una voz a las que había ayudado a matar en las calles de Yurunna. La culpabilidad no le había abandonado. Gimió y apretó la cabeza contra la rodilla de Tuchvar.
«Señor de los Perros».
«Bravo perro». Dijo Tuchvar, sonriendo. Miró a Halk.
—Avancemos.
Salvo los irnanianos, todos conocían su orden de combate. Llevaban luchando juntos desde los desiertos del norte hasta el Cinturón Fértil: primero los perros; luego, los Fallarins; después de ellos, los hombres del desierto.
Los irnanianos se negaron a ocupar la cuarta fila.
—Solemos mandar —replicaron, volviéndose hacia Halk.
—Si queréis encontraros entre los Perros del Norte cuando pasen al ataque, allá vosotros —les dijo Halk a sus conciudadanos.
Hizo un gesto a Tuchvar.
«Enséñaselo, Gerd».
Gerd rió como sólo lo hacen las bestias; rozó a los irnanianos con un ligero toque de miedo helado.
—¿Satisfechos? —preguntó Halk.
Afirmaron que lo estaban.
—Guíanos, Tuchvar. Salvo para morir, que nadie se detenga.
Trece perros blancos avanzaron aullando por la pista. Sus voces profundas y hermosas resonaban por las ruinas.
Los mercenarios de la emboscada, hombres enjutos de barbas rojizas, originarios de alguna ciudad montañosa de los confines de las Tierras Estériles, tomaron las espadas y las lanzas en sus callosas manos. Sobre el robusto brazo izquierdo colocaron escudos romboidales.
En terreno descubierto, más allá de las ruinas, el segundo grupo de hombres dispuso arcos y flechas. Escuchaban el rugido de los perros. Nunca antes lo habían oído. Eran hombres valientes. Sin embargo, sintieron algo desconocido. Temblaron.
«¿Matar?» Preguntó Tuchvar, galopando detrás de los perros.
«Demasiado lejos. Pronto».
Los Fallarins cabalgaban de pie e inclinados hacia adelante; sus alas medio desplegadas casi les hacían volar sobre las monturas. Los Tarfs no tenían dificultad en seguirles; empuñaban las enormes espadas como lanzas. Las polvorientas capas de los Hann volaban detrás de sus jamelgos. Los irnanianos montaban más pesadamente, envueltos en chasquidos de acero.
«¿Matar?» Preguntó Tuchvar.
«Ahora».
«Bien. Mandad Miedo».
Bajo la luz del Viejo Sol, las pupilas de los perros al galope brillaron como llamas. Y dejaron de aullar.
En la repentina calma, los mercenarios esperaron, ocultos tras los muros de piedra. Esperaron lo que tarda en perderse un suspiro, oyendo cómo se acercaban sus presas.
El terror les sumergió: una oleada de miedo, un sufrimiento atroz que desintegró sus vientres y convirtió sus huesos en hielo. Un miedo que hacía que sus corazones latieran en sus pechos como si fueran animales enloquecidos intentando escapar.
Algunos hombres cayeron allí mismo. Otros tiraron las lanzas y huyeron a ciegas. Por cada lado del camino, inmensos cuerpos blancos saltaron entre ellos y los que todavía tenían algo de aliento aullaron... una única vez.
Los Fallarins pasaron al galope.
La segunda compañía de mercenarios, olvidando las flechas, corrió hacia las ruinas.
Se levantó viento. Un tornado que avanzaba a su encuentro. Polvo, hierbas secas, hojas muertas volaron por el aire, girando locamente. A través del remolino, los mercenarios vieron a seis hombres pequeños y morenos con alas como de cuero. Las alas batían al unísono; bajo el grito del viento, los mercenarios creyeron escuchar un canto parecido a la propia voz de la tormenta.
Lanzaron sus flechas contra los hombres alados. El viento se apropió de las flechas y las apartó. El viento les alcanzó, les cegó y les dominó. Y, cuando al fin cesó, los mercenarios vieron a los perros blancos, las inmensas espadas de los Tarfs y los grupos de hombres armados.
—¡Soltad las armas! —gritó Halk—. ¡Soltadlas si queréis seguir vivos!
Los aldeanos huían hacia la puerta de la aldea, atropellándose y atropellando a los Errantes en su atemorizada prisa. Los mercenarios eran dominados por el número; y en todo aquello parecía haber un fondillo de brujería. Habían oído aullar a sus compañeros entre las ruinas; podían ver lo rojas que estaban las mandíbulas de los perros y cómo babeaban los animales, ávidos aún de sangre. Y veían las pupilas de los perros brillando bajo el sol. Calcularon el precio que habían pagado y decidieron que la mitad de los efectivos ya era bastante. Soltaron las armas.
Sobre su montura, Gerrith avanzó.
—¿Cuál de vosotros puede guiarnos hasta el mar?
Nadie respondió. Pero Gerd dijo: «Allí».
«Marca».
Uno de los hombres aulló y cayó de rodillas.
—Ven aquí —ordenó Halk.
El hombre obedeció.
—Vosotros, desapareced.
Los perros se divirtieron lanzando una nueva bocanada de Miedo; los hombres huyeron a toda prisa.
Cuando estuvieron lo bastante lejos, Halk y los suyos se adelantaron, quedando a un flechazo de los muros de la ciudad.
—Vuestra magia es poderosa —dijo el mercenario, trotando junto a Halk—. Pero, a partir de ahora, sois hombres perdidos.
—De todo eso vas a hablarnos —le dijo Halk.
Stark y Ashton alcanzaron el río cuando se levantaban las brumas matinales. No vieron más que una ribera llena de lodo y un amplio meandro de agua ocre. Un mundo se despertaba. No había nada que permitiera a dos hombres desprovistos de cuchillos o hachas fabricar una balsa.