La noche de San Juan, alguien, agazapado tras un matorral, contempla cómo se divierten unos jóvenes... Por esas mismas fechas, ajeno al drama que se fragua, el inspector Kurt Wallander regresa de sus vacaciones, y en agosto, ya metido en la rutina, empieza a acusar un extraño agotamiento que está a punto de costarle la vida en un accidente de tráfico. Cuando acude al médico, se lleva un buen susto al saber el diagnóstico. Para colmo, Svedberg, uno de sus colegas, no aparece a su vuelta de las vacaciones, y una madre presiona a los agentes para que busquen a su hija: hace ya más de un mes, la joven se marchó de viaje con unos amigos de manera imprevista, y todo indica que las postales que han enviado son falsas. Svedberg, que sigue sin dar señales de vida, ¿no estaba investigando esas desapariciones? Wallander no puede ni imaginar las incógnitas que le presentará este caso... ni los sangrientos crímenes que deberá resolver, «y cuanto antes», como le pide el fiscal.
Henning Mankell
Pisando los talones
ePUB v1.0
Pachi6927.08.12
Título original:
Steget efter
Henning Mankell, 1997.
Traducción: Carmen Montes Cano
Editor original: Pachi69 (v1.0)
ePub base v2.0
Poco después de las cinco, la lluvia había cesado por completo. El hombre que se encontraba en cuclillas junto al grueso tronco del árbol empezó a quitarse lentamente el chubasquero. La lluvia, poco intensa, no había durado más de media hora. Sin embargo, la humedad le había empapado la ropa. Ante la idea de pillar un resfriado precisamente entonces, en pleno verano, le entró un arrebato de ira. Acabó de quitarse el chubasquero, lo dejó en el suelo y se levantó. Tenía las piernas entumecidas, así que empezó a balancear el torso hacia delante y hacia atrás, para reactivar la circulación de la sangre, al tiempo que echaba una ojeada a su alrededor.
Sabía que aquellos a quienes esperaba no llegarían hasta las ocho, tal y como habían planeado. No obstante, existía el riesgo, aunque mínimo, de que otras personas se acercasen paseando por alguno de los senderos que serpenteaban por el parque natural. Esto era lo único que no podía prever, lo único de lo que no podía estar seguro.
Pese a todo, no sentía la menor inquietud. Era la noche de San Juan. En el parque no había ni zona de camping ni lugares expresamente destinados a la celebración de la fiesta. Por otro lado, las personas a las que esperaba habían elegido el sitio con extremo cuidado, pues no querían que nadie los molestase.
Hacía ya dos semanas que habían decidido dónde iban a reunirse. Por aquel entonces, él ya llevaba varios meses siguiéndolos muy de cerca. Al día siguiente de que ellos se decantaran por aquel lugar, él fue a echarle un vistazo, procurando que nadie se fijase en él mientras caminaba por el parque. Hubo un momento en que una pareja de ancianos apareció por uno de los senderos, así que se escondió tras un arbusto hasta que se alejaron.
En cuanto dio con el lugar que habían elegido para su particular fiesta de la noche de San Juan, comprendió que se trataba de un rincón ideal. Se hallaba situado en una hondonada, rodeada de espesos matojos y, algo más retirados, algunos arbustos.
No podían haber escogido un lugar mejor. Ni para sus propios fines, ni para los de él.
Ya se estaban dispersando las nubes y, tan pronto como salió el sol, subió la temperatura.
Aquel mes de junio había resultado bastante frío en Escania. Todas las personas con las que había hablado de eso se habían quejado de lo frías que habían sido aquellas primeras semanas de verano. Y él se había mostrado de acuerdo.
Él siempre se mostraba de acuerdo.
De hecho, solía decirse que ésa era la única manera de escabullirse, de evitar cuantos inconvenientes se presentasen en su camino.
Era un arte que había aprendido a dominar. El arte de mostrarse de acuerdo.
Contempló el cielo y comprobó que no amenazaba lluvia. La primavera y el inicio del verano se habían presentado realmente fríos, pero ahora que empezaba a anochecer, precisamente la noche de San Juan, el sol se había decidido a salir.
«Será una noche muy hermosa», se dijo, «además de memorable».
Se percibía el olor a hierba mojada. Mientras oteaba el mar, a la izquierda de la pendiente, oyó el aletear de un pájaro.
Se puso de pie y escupió la bolsita de tabaco que había estado masticando y que ya empezaba a chorrearle por las comisuras de los labios, y la aplastó contra el suelo.
Nunca dejaba huellas tras de sí. Nunca jamás. Aunque a menudo pensaba que debería dejar de masticar tabaco. Era un mal hábito que no encajaba con su personalidad.
Habían acordado reunirse en la ciudad de Hammar.
Resultaba el lugar más adecuado, ya que unos venían de Simrishamn, y otros saldrían de Ystad. Desde Hammar, partirían hasta el parque natural, estacionarían los coches y se pondrían en marcha hacia el sitio elegido.
En realidad, no había sido una decisión tomada de improviso ni tampoco discutida, pues durante mucho tiempo habían barajado propuestas diferentes. Sin embargo, el día en que uno de ellos propuso este rincón del parque, todos lo aceptaron sin vacilar. Tal vez porque el tiempo apremiaba y aún les quedaban muchos preparativos que ultimar. Faltaba ya poco para el gran día. Uno de ellos quedó al cargo de la comida, y otro se responsabilizó de ir a Copenhague y alquilar los disfraces y las pelucas necesarias. No querían dejar ni el menor detalle al azar.
Asimismo, estaban preparados por si hacía mal tiempo.
A las dos de la tarde de la víspera de San Juan, el encargado del material guardó un gran protector de plástico en una bolsa de deporte, en la que también metió un rollo de cinta adhesiva y unas cuantas varillas de metal ligero. Iban a pasar la noche a la intemperie aunque lloviese, pero no querían mojarse.
Lo habían planeado todo hasta el último detalle. Pese a todo, sucedió algo que nadie habría podido prever.
Uno de ellos se puso enfermo de forma repentina.
Era una joven, tal vez la que más entusiasmo había mostrado ante la fiesta de San Juan. No hacía ni un año que conocía al resto del grupo.
Aquella mañana se había levantado temprano con una ligera sensación de mareo. Al principio pensó que no eran más que nervios, pero, horas después, a eso de las doce, empezó a vomitar y le subió la fiebre. Aunque no perdió la esperanza de que se le pasaría, a las dos de la tarde, cuando llamaron a la puerta para recogerla, no tuvo más remedio que admitirlo: estaba enferma.
De ahí que sólo tres de ellos se reunieran en Hammar poco antes de las siete y media de la tarde, horas antes de la fiesta de San Juan. Sin embargo, no se dejaron abatir por este contratiempo. Tenían experiencia y sabían que eran cosas que pasaban, que nadie podía estar preparado ante una contingencia como aquélla.
Estacionaron los coches fuera del recinto del parque natural, cogieron sus cestos y sus bolsas y desaparecieron por uno de los senderos. Uno de ellos creyó oír a lo lejos las notas de un acordeón. Por lo demás, no se percibía más que el canto de algunos pájaros y el lejano rumor del mar.
Cuando llegaron al lugar elegido, comprendieron enseguida que no se habían equivocado. Allí nadie los importunaría y podrían aguardar el amanecer sin sobresaltos.
El cielo estaba totalmente despejado.
La noche de San Juan sería una noche clara.
Ya a principios de febrero, un día en que surgió la conversación de cuánto ansiaban la claridad de aquella noche, habían empezado a planear esa fiesta. Bebieron más vino de la cuenta y durante largo rato discutieron acerca de lo que significaba exactamente la palabra «penumbra».
¿En qué momento se iniciaba aquel estadio intermedio entre la luz y la oscuridad? ¿Podía describirse con palabras una tierra en penumbra? ¿Cuánto podía ver el ojo humano en aquel lapso de tiempo en que la luz era muy débil, la sombra creciente, y uno se sentía flotar en un estado indescriptible, impreciso y escurridizo?
No llegaron a ponerse de acuerdo y la cuestión de la penumbra quedó sin resolver. Pero aquella noche sí lograron bosquejar el plan para su fiesta.
Una vez en la hondonada, dejaron los cestos en el suelo y se retiraron, cada uno a un rincón, para cambiarse de ropa al abrigo de los espesos arbustos, de los que colgaron los espejos de mano que llevaban para comprobar que se ponían bien las pelucas.
Ninguno de ellos tenía la menor sospecha de que, a cierta distancia, un hombre observaba sus complejos preparativos. Ajustarse bien las pelucas era lo más fácil. Más complicado resultaba ponerse los corpiños y las enaguas, o los pañolones y los alfileres, por no hablar de las gruesas capas de polvos de maquillaje. Todo tenía que ser auténtico. Ciertamente, jugaban a un juego, pero jugaban muy en serio.
Habían dado las ocho cuando salieron de detrás de los arbustos. Se miraron de hito en hito, sobrecogidos los tres. Una vez más, habían salido de su propia época para introducirse en otra muy distinta. La época de Bellman
[1]
.
Se acercaron unos a otros poco a poco y rompieron a reír; no obstante, la seriedad volvió enseguida a sus semblantes. Extendieron un gran mantel, sacaron los víveres que llevaban en los cestos y pusieron una casete donde habían grabado varias de las
Epístolas de Fredman
, de Bellman.
Y empezó la fiesta. Después, cuando el invierno llegase de nuevo, tendrían el consuelo de recordar esa noche.
En aquellos momentos estaban forjando un nuevo secreto que sólo les pertenecía a los tres.
Estaba ya próxima la medianoche y aún no se había decidido.
No tenía por qué darse prisa, pues sabía que se quedarían hasta la mañana. Tal vez incluso tuviesen pensado dormir allí hasta las primeras horas del día.
Conocía sus planes hasta el más mínimo detalle, y dicho conocimiento le procuraba una sensación de absoluto dominio de la situación.
«Sólo quien domina la situación está en condiciones de escabullirse».
Pasadas las once, al oírlos ya borrachos, se desplazó con sumo cuidado hasta el punto que había elegido desde su primera visita al lugar: un espeso matorral, situado en lo alto de la pendiente, que le brindaba una visión completa de cuanto ocurría en torno al mantel azul claro. Además, desde allí, podía acercárseles al máximo sin que ellos lo viesen. De vez en cuando se apartaban del mantel para hacer sus necesidades. Él veía hasta sus menores movimientos.
Era ya más de medianoche. Pero él seguía esperando. Y lo hacía porque dudaba.
Había algo que no encajaba en los planes previstos. Algo había ocurrido. Tendrían que haber sido cuatro, pero uno de ellos no se había presentado. Se preguntó por los posibles motivos. «No hay ninguna explicación», concluyó. Habría concurrido una circunstancia inesperada. Tal vez la joven había cambiado de opinión, o, quién sabe, habría caído enferma.
Escuchó con atención la música, las risas. A veces se imaginaba a sí mismo sentado junto al mantel azul, con una copa en la mano. Tenía pensado probarse después una de las pelucas. Quizá también alguno de los disfraces. ¡Había tantas cosas que podía hacer! No había límites. Su control no habría sido mayor si hubiera podido volverse invisible.
Continuó aguardando. El volumen de las risas ascendía y descendía. Un ave nocturna planeó veloz por encima de su cabeza para luego desaparecer.