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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Poirot infringe la ley (20 page)

BOOK: Poirot infringe la ley
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—Las gafas están en la repisa de la chimenea —dijo Sybil dándoselas—. ¿Desde cuándo está aquí la muñeca? ¿Quién se la regaló?

—Son dos respuestas en blanco.
Alguien
debió de enviármela supongo. Es raro, pero todos parecen extrañar su presencia aquí.

—Desde luego. Sí, resulta curioso; yo misma soy incapaz de acordarme cuando la vi por vez primera.

—No se vuelva como yo —exclamó Alicia—. Usted es joven todavía.

—Esto no remedia mi falta de memoria, señorita Coombe. Ayer, al fijarme en ella, pensé que tenía algo... algo impalpable. Creo que la señora Groves está en lo cierto. La muñeca rompe los nervios de cualquiera. Y él caso es que ayer fui consciente de que esa sensación de captar un no sé qué en la muñeca, la he sentido antes, si bien no recuerdo en qué momento. En realidad es como si nunca la hubiese visto, y de pronto descubriese su presencia, segura de conocerla hace mucho tiempo.

—Quizá un día entró volando por la ventana subida en una escoba —dijo Alicia—. Bien, el caso es que está aquí, y es nuestra. —Miró a su alrededor, antes de añadir—: No sabría imaginarme la habitación sin ella. ¿Y usted?

—Tampoco —repuso Sybil, acusando un ligero estremecimiento—. Pero me gustaría poder...

—Poder, ¿qué? —preguntó Alice.

—Imaginar la habitación sin ella.

—¡Caramba! ¡Todos se ponen tontos con la muñeca! —exclamo Alicia, no de muy buen talante—. ¿Qué hay de malo en la pobre? Bueno, quizá parezca una col marchita. No, no es eso. La veo así porque no llevo puestas las gafas—. Se las colocó sobre la nariz y miró la muñeca—: Sí, desde luego causa cierta sensación nerviosa. Tal vez sea su mirada triste, aunque burlona.

—Sorprende —dijo Sybil—, que la señora Fellows se sintiera molesta con ella, precisamente hoy.

—Es una mujer que nunca oculta lo que piensa —repuso Alicia.

—Conforme —insistió la otra—; pero lo extraño es que fuese hoy, como si antes no la hubiese visto.

—La gente suele profesar antipatías repentinas.

—Sí, es un aserto irrefutable. ¡Quién sabe! Posiblemente no estaba aquí ayer, y sea cierto que entró por la ventana como usted dijo.

—¡Oh, no, querida! —repuso Alicia—. Eso fue una broma. Yo sé que está en su silla desde hace mucho tiempo. Sólo que hasta ayer no se hizo visible.

—Sí, es una seguridad dormida en nuestro subconsciente. Desde luego hace tiempo que nos hace compañía, si bien hasta ahora no nos hemos percatado de su presencia.

—¡Oh, Sybil! ¡Olvidémoslo! Me da escalofríos. ¿Supongo que no intenta construir una historia sobrenatural, ¿verdad?

Cogió la muñeca, la sacudió, arreglo sus hombros y volvió a sentarla en otra silla. La muñeca se movió ligeramente, hasta quedar en una postura de relajamiento.

—¡Qué cosa más sorprendente! —exclamó Alicia, mirándola—. Es una cosa sin vida, y, no obstante, parece que la tiene.


—¡Me ha descompuesto! —dijo la señora Groves, mientras quitaba el polvo de la habitación destinada a exposición—. Me temo que no me quedan ganas de volver al probador.

—¿Quién la ha descompuesto? —preguntó Alice, que se hallaba sentada en un escritorio situado en un ángulo repasando varias cuentas—. Esta mujer —ahora hablaba para ella misma y no para la señora Groves—, piensa que tendrá dos vestidos de noche, tres de cocktail y otro de calle para todos los años sin pagar un solo penique.

—¿Quién ha de ser? ¡Esa muñeca! —gritó la asistenta.

—¡Vaya! ¿Otra vez la muñeca?

—¿No la ha visto sentada al pupitre que hay en el probador, como si fuera un ser humano? ¡Me descompuso!

—¿De qué habla usted, señora Groves? —preguntó Alicia.

Ésta se puso en pie, cruzó la estancia y el recibidor y penetró en el salón de pruebas. La muñeca, como si fuera de carne y hueso, permanecía sentada en una silla, arrimada al pupitre, sobre el cual descansaban sus largos y fláccidos brazos.

—Alguien ha querido gastarme una broma —dijo Alicia—. Pero hay, tanta naturalidad en ella que parece estar viva.

En aquel momento Sybil bajaba las escaleras del taller, con un vestido que debía de ser probado aquella mañana.

—Venga Sybil, y verá la muñeca sentada a mi pupitre, escribiendo cartas.

Las dos mujeres se miraron.

—Me gustaría saber quién la ha colocado ahí, ¿Fue usted?

—No —contestó Sybil—. Quizá haya sido una de las chicas.

—Una broma estúpida, de veras —se quejó Alicia.

Cogió la muñeca del pupitre y la echó encima del sofá.

Sybil colocó el vestido sobre una silla, y, luego, se fue al taller.

—¿Conocéis la muñeca de terciopelo que hay en el salón de pruebas? —preguntó.

La encargada y tres chicas alzaron la vista.

—¿Quién gastó la broma de sentarla al pupitre, esta mañana?

Las tres chicas se miraron unas a otras, y Elspeth, la encargada, exclamó sorprendida:

—¿Sentarla al pupitre? ¡Yo no!

—Ni yo —dijo una de las chicas—. ¿Fuiste tú, Marlene?

La aludida sacudió la cabeza.

—¿No será una broma suya, Elspeth?

El aspecto sombrío de la encargada no inducía a suponerla amiga de bromas, y mucho menos cuando tenía la boca llena de alfileres.

—No, desde luego que no. Me sobra trabajo para entretenerme en jugar con muñecas.

—Bueno —intervino Sybil, a quién sorprendió el temblor de su propia voz—. Después de todo es una broma bastante simpática. Me gustaría saber quién lo hizo.

Las tres muchachas se defendieron.

—Se lo hemos dicho, señorita. Ninguna de nosotras lo hizo, ¿verdad Marlene?

—Yo no —afirmó ésta—. Y si Nillie y Margaret dicen que tampoco, pues ninguna de nosotras ha sido.

—Ya ha escuchado antes mi respuesta —dijo Elspeth—. ¿A santo de que viene todo esto? ¿No habrá sido la señora Groves?

Sybil denegó con un gesto de cabeza.

—No; ella no se hubiese atrevido; está asustada.

—Bajaré a ver la muñeca —dijo Elspeth.

—Ya no está en el mismo sitio —informó Sybil—. La señorita Coombe la quitó del pupitre y la puso en el sofá. Pero alguien tuvo que ponerla en la silla. En realidad, su aspecto es gracioso, y no comprendo por qué se oculta quien lo hizo.

—Señorita Fox; lo hemos negado dos veces —habló Margaret—. ¿Por qué se empeña en que mentimos? Ninguna de nosotras hubiera hecho una cosa tan tonta.

—Lo siento —se excusó Sybil—. No quise ofenderlas. ¿Quién pudo ser?

—Quizá fue ella sola —aventuró Marlene, que se puso a reír.

Sybil no agradeció la sugerencia.

—Está bien. Olvidemos lo sucedido —dijo antes de bajar de nuevo las escaleras.

Alicia tarareaba una cancioncilla mientras buscaba algo a su alrededor.

—He vuelto a perder mis gafas —explicó a Sybil—. No importa, en realidad no quiero ver nada en este momento. Lo malo para una persona tan ciega como yo, es que si pierde las gafas y carece de otro par de reserva, nunca logrará hallar las primeras.

—Las buscaré yo —se ofreció Sybil—. Las tenía hace un momento.

—Fui a la otra habitación cuando usted fue arriba. Quizá me las olvidé allí. Es una lata eso de las gafas. Quiero seguir con esas cuentas, ¿cómo lo haré si no las encuentro?

—Iré a su dormitorio a buscarle el otro par.

—Sólo tengo el par que uso.

—¿Qué ha hecho de las otras?

—No lo sé. Creía haberlas olvidado ayer en el restaurante. Pero me informaron por teléfono que no están allí. También llamé a dos tiendas, donde estuve de compras.

—Oh, querida; necesita tres pares.

—Sí, y entonces me pasaré la vida buscándolos. Es mejor tener un solo par.

—Bueno, en alguna parte han de estar —dijo Sybil—. No ha salido usted de estas dos habitaciones. Si no aparecen aquí, han de estar en el probador.

Sybil se encaminó a la otra sala, y tras detenida búsqueda infructuosa, se le ocurrió levantar la muñeca del sofá.

—¡Ya las tengo! —gritó.

—¿Dónde estaban Sybil?

—Debajo de nuestra preciosa muñeca. Supongo que las dejaría en el sofá al ponerla allí.

—No; estoy segura de no haberlo hecho.

—Entonces se las quitaría ella.

—¡Quién sabe! —dijo Alicia, mirando la muñeca—. Parece muy inteligente.

—No me gusta su cara —afirmó Sybil—. Da la impresión de saber algo que nosotros ignoramos.

—Su aspecto es triste y a la vez dulce —comentó Alicia.

—¡Oh! Yo no advierto la más mínima dulzura en ella.

—¿No? Quizá tenga razón. Bueno, sigamos con el trabajo. Lady Lee vendrá antes de diez minutos y quiero acabar estas facturas y mandarlas al correo.

—¡Señorita Fox! ¡Señorita Fox!

—¿Qué pasa, Margaret? ¿Qué ocurre?

Sybil cortaba una pieza de género de satén sobre la mesa de trabajo.

—¡Oh, señorita Fox! Se trata de la muñeca. Bajé el vestido castaño y vi la muñeca sentada delante del pupitre. ¡Yo no he sido, ni las otras chicas! Por favor, créame, nosotros no haríamos una cosa así.

Las tijeras de Sybil se desviaron un poco.

—¡Vaya! —exclamó enojada—. Mire lo que me ha hecho hacer. Espero que podrá arreglarse. Bueno, ¿qué pasa con la muñeca?

—Vuelve a estar sentada ante el pupitre.

Sybil bajó al probador. La muñeca se hallaba sentada al pupitre, exactamente como antes.

—Eres muy decidida, ¿eh? —dijo a la muñeca.

La cogió sin contemplaciones y la echó encima del sofá.

—¡Ese es tu sitio niña! ¡No te muevas de ahí!

Luego se encaminó a la otra estancia.

—Señorita Coombe.

—Diga. Sybil.

—Alguien nos toma el pelo. La muñeca volvía a estar sentada ante el pupitre.

—¿Quién le parece que es?

—Tiene que ser una de las tres de arriba. Seguramente lo considerará gracioso. Pero el caso es que todas juran ser inocentes.

—¿No será Margaret?

—No, no lo creo. Margaret estaba sorprendida cuando entró a decírmelo. En todo caso será esa burlona de Marlene.

—Sea quien fuese, hace una tontería.

—Estoy de acuerdo —dijo Sybil—. No obstante, pienso poner coto a eso.

—¿Qué hará para evitarlo?

—Ya lo verá.

Aquella noche, antes de irse, cerró con llave el probador.

—Me llevo la llave.

—Comprendo —repuso Alicia, con cierto aire de diversión—, Usted piensa que soy yo, ¿verdad? Me considera tan distraída como para sentar a la muñeca al pupitre, y que escriba en mi lugar. ¡Claro, y luego me olvido de todo!

—Está dentro de lo posible —admitió Sybil—. En realidad, sólo trato de asegurarme de que nadie repetirá la broma esta noche.

Al día siguiente lo primero que hizo Sybil fue abrir la puerta del probador y entrar dentro. La señorita Groves, manifiestamente agraviada, esperaba con la bayeta en la mano en el recibidor.

—¡
Ahora
veremos! —dijo Sybil.

Y lo que vio la obligó a dar un respingo.

La muñeca aparecía sentada al pupitre.

—¡Sopla! —exclamó la sirvienta detrás de Sybil—. ¡Eso sí que es misterio! Señorita Fox, se ha puesto algo pálida, como si hubiera recibido un susto. Necesita un sedante. ¿Sabe si la señorita Coombe tiene algún potingue apropiado en su dormitorio?

—Gracias; no lo necesito. Me encuentro bien.

Entonces cogió la muñeca.

—Alguien ha vuelto a gastarnos la misma broma —exclamó la señora Groves.

—No comprendo cómo ha podido ser —repuso Sybil—. Cerré con llave anoche. ¡Nadie pudo entrar!

—Puede que alguien tenga otra llave —aventuró la asistenta.

—No lo creo. Nunca nos hemos molestado en cerrar el probador. La llave de esta puerta es antigua y sólo hay una.

—Quizá encaje la de otra puerta, la de enfrente, por ejemplo.

Probaron todas las llaves; pero ninguna abría la puerta del probador.

—Es raro, señorita Coombe —aseguró Sybil más tarde, mientras comían juntas.

En los ojos de la señorita chispeaba la diversión que todo aquello le producía.

—Querida —le contestó—. Opino que es algo extraordinario. Deberíamos escribir al departamento de psiquiatría. Quien sabe, quizá se le ocurra enviarnos un especialista... un médium, o algo parecido, con el fin de comprobar qué hay de especial en el cuarto.

—Parece ser que no le preocupa.

—Tiene razón. En cierto modo, disfruto. A mi edad resulta divertido que ocurran cosas extrañas, inexplicables y misteriosas. Claro que... —se quedó pensativa un momento—. No; no creo que me guste. Bien, tendremos que admitir que la muñeca se toma muchas libertades, ¿no le parece?

Aquella noche Sybil y Alicia volvieron a cerrar con llave la puerta.

—Sigo creyendo en que alguien se divierte con esta clase de bromas —afirmó decidida Sybil—. Si bien no comprendo por qué...

Alice la interrumpió al preguntarle:

—¿Cree que volveremos a encontrarla mañana sentada al pupitre?

—Me temo que así sea.

Se equivocaron. La muñeca no estaba al pupitre, pero sí en el alféizar de la ventana, mirando la calle. Y de nuevo les sorprendió la extraordinaria naturalidad de su posición.

—¡Qué cosa más ridícula! —comentó Alicia mientras tomaban una taza de té aquella tarde.

Las dos mujeres habían estado de acuerdo en tomar el té en la salita del despacho de Alicia, en vez de hacerlo como siempre, en el probador.

—¿Ridículo en qué sentido?

—Me refiero a esa tonta preocupación que nos embarga, sólo porque una muñeca cambia de posición y lugar.


Pero si hasta entonces los movimientos de la muñeca parecían realizarse de noche, días después también se observaban a cualquier hora. Así, cada vez que entraban en el probador aunque hubieran estado ausentes unos minutos, la encontraban en distinta postura o sitio. A veces quedaba en el sofá y aparecía en una silla, otras en el alféizar, o bien junto al pupitre.

—Se traslada a su antojo —dijo Alicia—. Y creo, Sybil, que eso le divierte.

Las dos mujeres miraban la figura inerte y fláccida de blando terciopelo, con su cara de seda pintada.

—Sólo unos trozos de terciopelo, seda y algo de pintura, eso es lo que es —comentó Alicia—. Podríamos... bueno, creo que podríamos deshacernos de ella.

—¿Cómo?

—Pongámosla en el fuego. Sería una ceremonia semejante a la cremación de una bruja. También podemos tirarla al cubo de la basura.

—Lo último no daría resultado. Seguro que alguien la sacaría para devolvérnosla.

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