Por quién doblan las campanas (17 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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»Entonces, don Federico bajó las manos y las puso sobre su cabeza, por encima de su calva, y con la cabeza baja y cubierta por las manos y sus largos cabellos ralos que se escapaban por entre sus dedos, corrió muy de prisa entre las dos filas, mientras le llovían los golpes sobre las espaldas y los hombros, hasta que cayó. Y los que estaban al final de la fila le cogieron en alto y le arrojaron por encima de la barranca. No había abierto la boca desde que salió con el fusil de Pablo apoyado sobre los riñones. Su única dificultad estaba en que no podía moverse. Parecía como si hubiera perdido el dominio de sus piernas.

»Después de lo de don Federico vi que los hombres más fuertes se habían juntado al final de las hileras, al borde del barranco, y entonces me fui del sitio, me metí por los porches del Ayuntamiento, me abrí camino entre dos borrachos y me puse a mirar por la ventana. En el gran salón del Ayuntamiento estaban todos rezando, arrodillados en semicírculo y el cura estaba de rodillas y rezaba con ellos. Pablo y un tal
Cuatrodedos
, un zapatero remendón, que siempre estaba con él por aquel entonces, y dos más, estaban de pie con los fusiles.

»Y Pablo le dijo al cura: “¿A quién le toca ahora?” Y el cura siguió rezando y no le respondió.

»—Escucha —dijo Pablo al cura, con voz ronca—: ¿A quién le toca ahora? ¿Quién está dispuesto?

»El cura no quería hablar con Pablo y hacía como si no le viera y yo veía que Pablo se estaba poniendo enfadado.

»—Vayamos todos juntos —dijo don Ricardo Montalvo, que era un propietario, levantando la cabeza y dejando de rezar para hablar.

»—¡Qué va! —dijo Pablo—. Uno por uno y cuando estéis dispuestos.

»—Entonces, iré yo —dijo don Ricardo—. No estaré nunca más dispuesto que ahora.

»El cura le bendijo mientras hablaba y le bendijo de nuevo cuando se levantó, sin dejar de rezar, y le tendió un crucifijo para que lo besara, y don Ricardo lo besó y luego se volvió y dijo a Pablo: “No estaré nunca tan bien dispuesto como ahora. Tú, cabrón de mala leche, vamos.”

»Don Ricardo era un hombre pequeño, de cabellos grises y de cuello recio, y llevaba la camisa abierta. Tenía las piernas arqueadas de tanto montar a caballo. “Adiós —dijo a los que estaban de rodillas—; no estéis tristes. Morir no es nada. Lo único malo es morir entre las manos de esta canalla. No me toques —dijo a Pablo—, no me toques con tu fusil.”

»Salió del Ayuntamiento con sus cabellos grises, sus ojillos grises, su cuello recio, achaparrado, pequeño y arrogante. Miró la doble fila de los campesinos y escupió al suelo. Podía escupir verdadera saliva, y en momentos semejantes tienes que saber, inglés, que eso es una cosa muy rara. Y gritó: “¡Arriba España! ¡Abajo la República! y me c... en la leche de vuestros padres.”

»Le mataron a palos, rápidamente, acuciados por los insultos, golpeándole tan pronto como llegó a la altura del primer hombre; golpeándole mientras intentaba avanzar, con la cabeza alta, golpeándole hasta que cayó y desgarrándole con los garfios y las hoces una vez caído, y varios hombres le llevaron hasta el borde del barranco para arrojarle, y cuando lo hicieron las manos y las ropas de esos hombres estaban ensangrentadas; y empezaban a tener la sensación de que los que iban saliendo del Ayuntamiento eran verdaderos enemigos y tenían que morir.

»Hasta que salió don Ricardo con su bravura insultándoles, había muchos en las filas, estoy segura, que hubieran dado cualquier cosa por no haber estado en ellas. Y si uno de entre las filas hubiera gritado: “Vámonos, perdonemos a los otros, ya tienen una buena lección”, estoy segura de que la mayoría habría estado de acuerdo.

»Pero don Ricardo, con toda su bravuconería, hizo a los otros un mal servicio. Porque excitó a los hombres de las filas y, mientras que antes habían estado cumpliendo con su deber sin muchas ganas, luego estaban furiosos y la diferencia era visible.

»—Haced salir al cura, y las cosas irán más de prisa —gritó alguien.

»—Haced salir al cura.

»—Ya hemos tenido tres ladrones; ahora queremos al cura.

»—Dos ladrones —dijo un campesino muy pequeño al hombre que había gritado—. Fueron dos ladrones los que había con Nuestro Señor.

»—¿El señor de quién? —preguntó el otro, furioso, con la cara colorada.

»—Es una manera de hablar: se dice Nuestro Señor.

»—Ése no es mi señor, ni en broma —dijo el otro—. Y harías mejor en tener la boca cerrada, si no quieres verte entre las dos filas.

»—Soy tan buen republicano libertario como tú —dijo el pequeño—. Le he dado a don Ricardo en la boca y le he pegado en la espalda a don Federico. Aunque he marrado a don Benito, ésa es la verdad. Pero digo que Nuestro Señor es así como se dice y que tenía consigo a dos ladrones.

»—Me c... en tu republicanismo. Tú hablas de don por aquí y por allá.

»—Así es como los llamamos aquí.

»—No seré yo. Para mí, son cabrones. Y tu señor... Ah, mira, aquí viene uno nuevo.

»Fue entonces cuando presencié una escena lamentable, porque el hombre que salía del Ayuntamiento era don Faustino Rivero, el hijo mayor de su padre, don Celestino Rivero, un rico propietario. Era un tipo grande, de cabellos rubios, muy bien peinados hacia atrás, porque siempre llevaba un peine en el bolsillo y acababa de repeinarse antes de salir. Era un Don Juan profesional, un cobarde que había querido ser torero. Iba mucho con gitanos y toreros y ganaderos, y le gustaba vestir el traje andaluz, pero no tenía valor y se le consideraba como un payaso. Una vez anunció que iba a presentarse en una corrida de Beneficencia para el asilo de ancianos de Ávila y que mataría un toro a caballo al estilo andaluz, lo que durante mucho tiempo había estado practicando; pero cuando vio el tamaño del toro que le habían destinado en lugar del toro pequeño de patas flojas que él había apartado para sí, dijo que estaba enfermo y algunos dicen que se metió tres dedos en la garganta para obligarse a vomitar.

»Cuando le vieron los hombres de las filas empezaron a gritar:

»—Hola, don Faustino. Ten cuidado de no vomitar.

»—Oye, don Faustino, hay chicas guapas abajo, en el barranco.

»—Don Faustino, espera que te traigan un toro más grande que el otro.

»Y uno le gritó:

»—Oye, don Faustino, ¿no has oído hablar nunca de la muerte?

»Don Faustino permanecía allí, de pie, haciéndose el bravucón. Estaba aún bajo el impulso que le había hecho anunciar a los otros que iba a salir. Era el mismo impulso que le hizo ofrecerse para la corrida de toros. Ese impulso fue el que le permitió creer y esperar que podría ser un torero aficionado. Ahora estaba inspirado por el ejemplo de don Ricardo y permanecía allí, parado, guapetón, haciéndose el valiente y poniendo cara desdeñosa. Pero no podía hablar.

»—Vamos, don Faustino —gritó uno de las filas—. Vamos, don Faustino. Ahí está el toro más grande de todos.

»Don Faustino los miraba, y creo que mientras estaba mirándolos no había compasión por él en ninguna de las filas. Sin embargo, seguía allí con su hermosa estampa, guapetón y bravo; pero el tiempo pasaba y no había más que un camino.

»—Don Faustino —gritó alguien—. ¿Qué es lo que esperas, don Faustino?

»—Se está preparando para vomitar —dijo otro, y los hombres se echaron a reír.

»—Don Faustino —gritó un campesino—, vomita, si eso te gusta. Para mí es igual.

»Entonces, mientras nosotros le mirábamos, don Faustino acertó a mirar por entre las filas a través de la plaza hacia el barranco, y cuando vio el roquedal y el vacío detrás, se volvió de golpe y se metió por la puerta del Ayuntamiento.

»Los hombres de las filas soltaron un rugido y alguien gritó con voz aguda: “¿Adónde vas, don Faustino, adonde vas?”

»—Va a vomitar —contestó otro, y todo el mundo rompió a reír.

»Entonces vimos a don Faustino, que salía de nuevo, con Pablo a sus espaldas, apoyando el fusil en él. Todo su estilo había desaparecido. La vista de las filas de los hombres le había disipado el tipo y el estilo, y ahora reaparecía con Pablo detrás de él, como si Pablo estuviera barriendo una calle y don Faustino fuese la basura que tuviera delante. Don Faustino salió persignándose y rezando, y nada más salir, se puso las manos delante de los ojos y sin dejar de mover la boca, se adelantó entre las filas.

»—Que no lo toque nadie. Dejadle solo —gritó uno.

»Los de las filas lo entendieron y nadie hizo un movimiento para tocarle. Don Faustino, con las manos delante de los ojos siguió andando por entre las dos filas, sin dejar de mover los labios.

»Nadie decía nada y nadie le tocaba, y cuando estuvo hacia la mitad del camino, no pudo seguir más y cayó de rodillas.

»Nadie le golpeó. Yo me adelanté por detrás de una de las filas, para ver lo que pasaba, y vi que un campesino se había inclinado sobre él y le había puesto de pie, y le decía:

“Levántate, don Faustino, y sigue andando, que el toro no ha salido todavía.”

»Don Faustino no podía andar solo y el campesino de blusa negra le ayudó por un lado y otro campesino, con blusa negra y botas de pastor, le ayudó por el otro, sosteniéndole por los sobacos, y don Faustino iba andando por entre las filas con las manos delante de los ojos, sin dejar de mover los labios, sus cabellos sudorosos brillando al sol; y los campesinos decían cuando pasaba: “Don Faustino, buen provecho.” Y otros decían: “Don Faustino, a sus órdenes”, y uno que había fracasado también como matador de toros dijo: “Don Faustino, matador, a sus órdenes”; y otro dijo: “Don Faustino, hay chicas guapas en el cielo, don Faustino.” Y le hicieron marchar a todo lo largo de las dos filas teniéndole en vilo de uno y otro lado y sosteniéndole para que pudiera andar, y él seguía con las manos delante de los ojos. Pero debía de mirar por entre los dedos, porque cuando llegaron al borde de la barranquera se puso de nuevo de rodillas y se arrojó al suelo; y, agarrándose al suelo tiraba de las hierbas, diciendo: “No. No. No, por favor. No, por favor. No. No.”

»Entonces, los campesinos que estaban con él y los otros hombres más fuertes del final de las filas se precipitaron rápidamente sobre él, mientras seguía de rodillas, y le dieron un empujón y don Faustino pasó sobre el borde de la barranquera sin que le hubiesen puesto siquiera la mano encima, y se le oyó gritar con fuerza y en voz muy alta mientras caía.

»Fue entonces cuando comprendí que los hombres de las filas se habían vuelto crueles y que habían sido los insultos de don Ricardo, primero, y la cobardía de don Faustino luego lo que los había puesto así.

»—Queremos otro —gritó un campesino, y otro campesino, golpeándole en la espalda, le dijo: “Don Faustino, qué cosa más grande, don Faustino.”

»—Ahora ya habrá visto el toro —dijo un tercero—. Ahora no le servirá ya de nada vomitar.

»—En mi vida —dijo otro campesino—, en mi vida he visto nada parecido a don Faustino.

»—Hay otros —dijo el otro campesino—, ten paciencia. ¿Quién sabe lo que veremos todavía?

»—Ya puede haber gigantes y cabezudos —dijo el primer campesino que había hablado—. Ya puede haber negros y bestias raras del África. Para mí, nunca, nunca habrá nada parecido a don Faustino. Pero que salga otro, vamos; queremos otro.

»Los borrachos se pasaban botellas de anís y de coñac que habían robado en el bar del centro de los fascistas, las cuales se metían entre pecho y espalda como si fueran de vino, y muchos hombres de entre las filas empezaron también a sentirse un poco beodos de lo que habían bebido después de la emoción de don Benito, don Federico, don Ricardo y, sobre todo, don Faustino. Los que no bebían de las botellas de licor bebían de botas que corrían de mano en mano. Me ofrecieron una bota y bebí un gran trago, dejando que el vino me refrescase bien la garganta al salir de la bota, porque yo también tenía mucha sed.

»—Matar da mucha sed —dijo el hombre que me había tendido la bota.

»—¡Qué va! —dije yo—; ¿has matado tú?

»—Hemos matado a cuatro —dijo orgullosamente—, sin contar a los civiles. ¿Es verdad que has matado tú a uno de los civiles, Pilar?

»—Ni a uno solo —contesté yo—; disparé en la humareda, como los otros, cuando cayó el muro. Eso es todo.

»—¿De dónde has sacado esa pistola, Pilar?

»—Me la dio Pablo; me la dio Pablo después de haber matado a los civiles.

»—¿Los mató con esa pistola?

»—Con ésta mismamente, y luego me la dio.

»—¿Puedo verla, Pilar? ¿Me la dejas?

»—¿Cómo no, hombre? —dije yo, y le di la pistola. Me preguntaba por qué no salía nadie y en ese momento, ¿qué es lo que veo sino a don Guillermo Martín, el dueño de la tienda en donde habían cogido los bieldos, los cayados y las horcas de madera? Don Guillermo era un fascista, pero aparte de eso, nadie tenía nada contra él.

»Es verdad que no pagaba mucho a los que le hacían los bieldos; pero tampoco los vendía caros, y si no se quería ir a comprar los bieldos en casa de don Guillermo, uno mismo podía hacérselos por poco más que el coste de la madera y el cuero. Don Guillermo tenía una manera muy ruda de hablar y era, sin duda alguna, un fascista, miembro del centro de los fascistas, en donde se sentaba a mediodía y por la tarde en uno de los sillones cuadrados de mimbre, para leer
El Debate
, para hacer que le limpiaran las botas y para beber vermut con agua de Seltz y comer almendras tostadas, gambas a la plancha y anchoas. Pero no se mata a nadie por eso, y estoy segura de que, de no haber sido por los insultos de don Ricardo Montalvo y por la escena lamentable de don Faustino y por la bebida consiguiente a la emoción que habían despertado don Faustino y los otros, alguien hubiera gritado: “Que se vaya en paz don Guillermo. Ya tenemos sus bieldos. Que se vaya.”

»Porque las gentes de ese pueblo podían ser tan buenas como crueles y tenían un sentimiento natural de la justicia y un deseo de hacer lo que es justo. Pero la crueldad había penetrado en las filas de los hombres y también la bebida o un comienzo de la borrachera, y las filas no eran ya lo que eran cuando salió don Benito. Yo no sé qué pasa en los otros países y a nadie le gusta la bebida más que a mí; pero en España, cuando la borrachera se produce por otras bebidas que no sean el vino, es una cosa muy fea y la gente hace cosas que no hubiera hecho de otro modo. ¿Es así en tu país, inglés?

—Así es —dijo Robert Jordan—. Cuando yo tenía siete años, yendo con mi madre a una boda en el estado de Ohio, en donde yo tenía que ser paje de honor y llevar las flores con otra niña...

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