—Yo estoy con la República —dijo la mujer de Pablo impetuosamente—. Y la República es el puente. Después tendremos tiempo de hacer otros planes.
—¡Y tú! —dijo Pablo amargamente—, con tu cabeza de toro y tu corazón de puta, ¿crees que habrá un después? ¿Tienes la más mínima idea de lo que va a pasar?
—Pasará lo que tenga que pasar —repuso la mujer de Pablo—. Pasará lo que tenga que pasar.
—¿Y no quiere decir nada para ti el verte arrojada como una bestia después de ese asunto, del que no vamos a sacar ningún provecho? ¿No te importa morir?
—No —contestó la mujer de Pablo—. Y no trates de meterme miedo, cobarde.
—Cobarde —repitió Pablo amargamente—. Tratas a un hombre de cobarde porque tiene sentido táctico. Porque es capaz de ver de antemano las consecuencias de una locura. No es cobardía saber lo que es locura.
—Ni es locura saber lo que es cobardía —dijo Anselmo, incapaz de resistir la tentación de hacer una frase.
—¿Tienes ganas de morirte? —preguntó Pablo, y Jordan vio que la pregunta iba en serio.
—No.
—Entonces, cierra el pico; hablas demasiado de cosas que no entiendes. ¿No te das cuenta de que estamos jugando en serio? —dijo de una forma casi afectuosa—. Yo soy el único que ve lo grave de la situación.
«Lo creo —pensó Jordan—. Lo creo, Pablito, amigo; yo también lo creo. Nadie se da cuenta. Excepto yo. Tú eres capaz de darte cuenta y de verlo, y la mujer lo ha leído en mi mano, pero no ha sido capaz de verlo todavía. No, todavía no ha sido capaz de comprenderlo.»
—¿Es que no soy el jefe aquí? —preguntó Pablo—. Yo sé de lo que hablo. Vosotros no lo sabéis. El viejo no tiene cabeza. Es un viejo que no sirve más que para dar recados y para hacer de guía en las montañas. Este extranjero ha venido aquí a hacer una cosa que es buena para los extranjeros. Y por su culpa tenemos que ser sacrificados. Yo estoy aquí para defender la seguridad y el bienestar de todos.
—Seguridad —comentó la mujer de Pablo—. No hay nada que pueda llamarse así. Hay ahora tanta gente aquí, buscando la seguridad, que todos corremos peligro. Buscando la seguridad tú nos pierdes ahora a todos.
Estaba junto a la mesa con el gran cucharón en la mano.
—Podemos sentirnos seguros —dijo Pablo—; en medio del peligro podemos sentirnos seguros si sabemos dónde está el peligro. Es como el torero que sabe lo que hace, que no se arriesga sin necesidad y se siente seguro.
—Hasta que es cogido —dijo la mujer agriamente—. ¡Cuántas veces he oído yo a los toreros decir eso antes que les dieran una cornada! ¡Cuántas veces he oído a Finito decir que todo consiste en saber o no saber cómo se hacen las cosas y que el toro no atrapa nunca al hombre, sino que es el hombre quien se deja atrapar entre los cuernos del toro! Siempre hablan así, con mucho orgullo, antes de ser cogidos. Luego, cuando vamos a verlos a la clínica —y se puso a hacer gestos, como si estuviera junto al lecho del herido—: «¡Hola, cariño, hola!» —dijo con voz sonora. Y luego, imitando una voz casi afeminada, la del torero herido—: «Buenas, compadre. ¿Cómo va eso, Pilar?» «¿Qué te ha pasado, Finito, chico, cómo te ha ocurrido este cochino accidente?» —volvió a decir, con su poderosa voz. Luego, con voz débil, delgada—: «No es nada, Pilar; no es nada. No debiera haberme ocurrido. Le maté estupendamente, ya sabes. No hubiera podido matarle mejor. Luego, después de matarle como debía y de dejarle enteramente muerto, cayéndose por su propio peso y temblándole las patas, me aparté con cierto orgullo y mucho estilo, y por detrás me metió el cuerno entre las nalgas y me lo sacó por el hígado.» —Rompió a reír, dejando de imitar el habla casi afeminada del torero y recobrando su propio tono de voz.— Tú y tu seguridad. Y me lo dices a mí, que he vivido nueve años con tres de los toreros peor pagados del mundo. Y me lo dices a mí, que sé un rato de lo que es el miedo y de lo que es la seguridad. Háblame a mí de seguridad. Y tú. ¡Qué ilusiones puse yo en ti y cómo me has chasqueado! En un año de guerra te has convertido en un holgazán, en un borracho y en un cobarde.
—No tienes derecho a hablar así —dijo Pablo—. Y mucho menos delante de gente extraña y de un extranjero.
—Hablo como me da la gana —dijo la mujer de Pablo—. ¿Habéis oído? ¿Todavía crees que eres tú quien manda aquí?
—Sí —dijo Pablo—. Soy yo quien manda aquí.
—Ni en broma —dijo la mujer—. Aquí mando yo. ¿Lo habéis oído vosotros también? Aquí no manda nadie más que yo. Tú puedes quedarte, si quieres, y comer de lo que yo guiso y beber el vino que guardo; pero sin abusar mucho. Puedes trabajar con los demás, si quieres, pero la que manda aquí soy yo.
—Debiera matarte a ti y al extranjero —dijo Pablo, sombrío.
—Inténtalo —dijo la mujer de Pablo—; ya veremos lo que pasa.
—Una taza de agua para mí —dijo Jordan, sin dejar de mirar al hombre de la cabezota siniestra y a la mujer, que seguía de pie, llena de arrogancia y sosteniendo el cucharón con tanta autoridad como si fuese un cetro.
—María —llamó la mujer de Pablo, y cuando la muchacha apareció en la puerta, dijo—: Agua para este camarada.
Jordan sacó del bolsillo su cantimplora y al cogerla aflojó ligeramente la pistola del estuche y la deslizó junto a su cadera. Echó por segunda vez un poco de ajenjo en su taza de agua, cogió la que la muchacha acababa de traerle y empezó a echar el agua al ajenjo gota a gota. La muchacha se quedó en pie, a su lado, observándole.
—Vete fuera —dijo la mujer de Pablo, haciéndole un ademán con la cuchara.
—Afuera hace frío —contestó la chica, apoyando el codo en la mesa y acercando la mejilla a Jordan, para observar mejor lo que sucedía en la taza, donde el licor estaba empezando a formar nubecillas.
—Puede que lo haga —dijo la mujer de Pablo—, pero aquí hace demasiado calor. —Y luego añadió amablemente—: En seguida te llamo.
La muchacha movió la cabeza y salió.
«No creo que vaya a aguantar mucho», se dijo Jordan. Levantó la taza con una mano y apoyó la otra de manera abierta en la pistola. Había corrido el seguro y sentía ahora el contacto tranquilizador y familiar de la culata, de labrado gastado, casi liso por el uso, y la fresca compañía del gatillo. Pablo había dejado de mirarle y miraba a la mujer, que prosiguió:
—Escucha, borracho, ¿sabes ya quién manda aquí?
—Mando yo.
—No, oye. Abre bien los oídos y quítate la cera de las orejas peludas. La que manda soy yo.
Pablo la miró y por la expresión de su rostro no podía averiguarse lo que pensaba. La miró resueltamente unos segundos y luego miró al otro lado de la mesa, a donde estaba Jordan. Luego volvió a mirar a la mujer.
—Está bien; tú mandas —asintió—. Y si así lo quieres, él manda también. Y podéis iros los dos al diablo. —Miraba ahora cara a cara a la mujer y no parecía dejarse dominar por ella ni haberse turbado por lo que le había dicho.— Es posible que sea un holgazán y que beba demasiado. Y puedes pensar que soy un cobarde, aunque te engañas. Pero, sobre todo, no soy un estúpido —hizo una pausa—. Puedes mandar si quieres, y que te aproveche. Y ahora, si eres una mujer, además de ser comandante, danos algo de comer.
—María —gritó la mujer de Pablo. La muchacha metió la cabeza por la manta que tapaba la entrada de la cueva—. Entra y sirve la sopa.
La chica entró, como se le decía, y acercándose a la mesa baja que había junto al fogón, cogió unas escudillas de hierro esmaltado y las acercó a la mesa.
—Hay vino para todos —dijo la mujer de Pablo a Jordan—; y no hagas caso de lo que dice ese borracho. Cuando se acabe, conseguiremos más. Acaba esa cosa tan rara que estás bebiendo y toma un trago de vino.
Jordan apuró de un trago el ajenjo que le quedaba y sintió que un calor suave, agradable, vaporoso, húmedo, toda una serie de reacciones químicas, se producían en él. Tendió su taza para que le sirvieran vino. La chica se la llenó y se la devolvió sonriendo.
—¿Has visto el puente? —preguntó el gitano.
Los otros, que no habían abierto la boca después del homenaje rendido a Pilar, mostraban ahora mucho interés en escuchar.
—Sí —contestó Jordan—; es fácil de volar. ¿Queréis que os lo explique?
—Sí, hombre, explícalo.
Jordan sacó de su bolsillo el cuaderno de notas y les enseñó los dibujos.
—Mira —dijo el hombre de la cara aplastada, al que llamaban Primitivo—; ¡si es mismamente el puente!
Jordan, ayudándose con el lápiz, a guisa de puntero, explicó cómo tenían que volar el puente y dónde tenían que ser colocadas las cargas.
—¡Qué cosa más sencilla! —dijo el hermano de la cicatriz, al cual llamaban Andrés—. ¿Y cómo haces que exploten?
Jordan lo explicó también y mientras daba la explicación notó que la muchacha había apoyado el brazo en su hombro para mirar más cómodamente. La mujer de Pablo estaba mirando igualmente. Sólo Pablo parecía no tener interés y se había sentado aparte con su taza de vino, que de vez en cuando volvía a llenar en el barreño que había colmado antes María con el vino del pellejo colgado a la entrada de la cueva.
—¿Has hecho ya otras veces este trabajo? —preguntó la chica en voz baja a Jordan.
—Sí.
—¿Y podremos verte cómo lo haces?
—Sí, ¿por qué no?
—Lo verás —dijo Pablo desde el otro lado de la mesa—. Estoy seguro de que lo verás.
—Cállate —dijo la mujer de Pablo. Y de repente, acordándose de la escena de aquella tarde, se puso furiosa—. Cállate, cobarde; cállate, asesino; cállate, mochuelo.
—Bueno —dijo Pablo—, me callaré. Eres tú quien manda ahora y no quiero impedir que mires esos dibujos tan bonitos. Pero acuérdate de que no soy un idiota.
La mujer de Pablo sintió que su rabia se iba cambiando en tristeza y en un sentimiento que helaba toda esperanza y confianza. Conocía ese sentimiento desde que era niña y sabía el motivo, como conocía las cosas que lo habían creado durante toda su vida. Se había presentado de repente y trató de ahuyentarlo. No quería dejarse tocar por él, no quería que tocara a la República. Así es que dijo:
—Vamos a comer. María, llena las escudillas.
R
OBERT
J
ORDAN
levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y al salir respiró a fondo el fresco aire de la noche. La niebla se había disipado y brillaban las estrellas. No hacía viento y, lejos del aire viciado de la cueva, cargado del humo del tabaco y del fogón; liberado del olor a arroz, a carne, a azafrán, a pimientos y a aceite frito; del olor a vino del gran pellejo colgado del cuello junto a la entrada, con las cuatro patas extendidas, por una de las cuales se sacaba el líquido que quedaba goteando cada vez que se hacía y levantaba el olor a polvo del suelo; liberado del olor de las distintas hierbas cuyos nombres ni siquiera conocía, que colgaban en manojos del techo, al lado de largas ristras de ajos; libre del olor a perra gorda, vino tinto y ajos, mezclado con el sudor equino y el sudor de hombre secado bajo la ropa (acre y cansado el olor del hombre, dulce y enfermizo el olor del caballo, olor de piel recién cepillada); libre de todos esos olores, Jordan respiró profundamente el aire limpio de la noche, el aire de las montañas que olía a pinos y a rocío, al rocío depositado sobre la hierba de la pradera al pie del arroyo. El rocío había ido cayendo con abundancia desde que se había calmado el viento; pero al día siguiente, pensó Jordan, respirando con delicia, sería escarcha.
Mientras permanecía allí, respirando a pleno pulmón y escuchando el pulso de la noche, oyó primero disparos en la lejanía y luego el grito de una lechuza en el bosque, más abajo, hacia donde se había montado el corral de los caballos. Después oyó en el interior de la cueva al gitano que había empezado a cantar y el rasgueo suave de una guitarra:
Me dejaron de herencia mis padres...
La voz, artificialmente quebrada, se elevó bruscamente y quedó colgada en una nota. Luego prosiguió:
Me dejaron de herencia mis padres,
además de la luna y el sol...
Al sonido de la guitarra hizo eco un aplauso coreado.
—Bueno —oyó decir Jordan a alguien—. Cántanos ahora lo del catalán, gitano.
—No.
—Sí, hombre, sí; lo del catalán.
—Bueno —dijo el gitano, y empezó a cantar con voz lamen tosa:
Tengo nariz aplasta,
tengo cara charola,
pero soy un hombre
como los demás.
—Olé —dijo alguien—. Adelante, gitano. La voz del gitano se elevó, trágica y burlona:
Gracias a Dios que soy negro
y que no soy catalán.
—Eso es mucho ruido —dijo Pablo—. Cállate, gitano.
—Sí —se oyó decir a una voz de mujer—. Eso no es más que ruido. Podrías despertar a la guardia civil con ese vozarrón. Pero no tienes clase.
—Cantaré otra cosa —dijo el gitano, y empezó a rasguear la guitarra.
—Guárdatela para otra ocasión —dijo la mujer.
La guitarra calló.
—No estoy en vena esta noche. Así es que no se ha perdido nada —dijo el gitano, y, levantando la manta, salió.
Jordan vio que se dirigía a un árbol; luego se acercó a él.
—Roberto —dijo el gitano en voz baja.
—¿Qué hay, Rafael? —preguntó Jordan. Veía por la voz que le había hecho efecto el vino. También él había bebido dos ajenjos y algo de vino, pero su cabeza estaba clara y despejada por el esfuerzo de la pelea con Pablo.
—¿Por qué no has matado a Pablo? —preguntó el gitano, siempre en voz baja.
—¿Para qué iba a matarle?
—Tendrás que matarle más pronto o más tarde. ¿Por qué no aprovechaste la ocasión?
—¿Estás hablando en serio?
—Pero ¿qué te figuras que estábamos esperando todos? ¿Por qué crees, si no, que la mujer mandó a la chica fuera? ¿Crees que es posible continuar, después de lo que se ha dicho?
—Teníais que matarle vosotros.
—¡Qué va! —dijo el gitano tranquilamente—. Eso es asunto tuyo. Hemos esperado tres o cuatro veces que le matases. Pablo no tiene amigos.
—Se me ocurrió la idea —dijo Jordan—; pero la deseché.
—Todos se han dado cuenta. Todos han visto los preparativos que hacías. ¿Por qué no le mataste?
—Pensé que podría molestar a los otros o a la mujer.
—¡Qué va! La mujer estaba esperando como una puta que caiga un pájaro de cuenta. Eres más joven de lo que aparentas.