Read Por si se va la luz Online
Authors: Lara Moreno
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Para Miguel
luz en el caos palabra en el desierto
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Invierno
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Hemos traÃdo cincuenta libros, todos por leer. Apenas un cuarto de la ropa que tenÃamos, contando en ese cuarto la de invierno, verano y entretiempo. Los únicos fármacos que nos acompañan son los parches anticonceptivos de Nadia, tenemos para seis meses. Luego no habrá más.
Estoy seguro de que ella ha escondido en algún lugar de nuestro equipaje recursos de emergencia: antibióticos, antihistamÃnicos, analgésicos y corticoides. Estoy seguro de eso, aunque mientras estuvo enferma no abrió la boca para pedÃrmelos ni los buscó. Pensé en sus dolores de regla cuando hicimos la lista de lo que traerÃamos, pero ella meneó la cabeza con fuerza, fue inflexible: si nos vamos, nos vamos con todas las consecuencias, ya habrá remedios. Supusimos que aquà habrÃa modos de abastecerse. Utiliza la copa menstrual, asà que no necesitábamos traer un cargamento de tampax y compresas. Los misterios de la vagina son insondables.
Nadia fue tajante: renunciar es renunciar. Esa teorÃa es mÃa. Cuando Nadia pronuncia esas palabras percibo en su timbre de voz algo parecido a la ironÃa, como si me estuviese probando o vengándose de mÃ, echándome en cara mis ideas. Pero el caso es que aquà está, conmigo. Aunque haya escondido en algún lugar de esta casa una bolsa de plástico azul y cremalleras con algunos medicamentos de emergencia.
Es curioso, quién nos lo iba a decir, que el primer contacto de Nadia con la gente de aquà fueran las manos de una vieja untándole remedios caseros. La miraba con codicia, con enfado, mi cuerpo se puso en tensión cuando la vi desprenderle las ropas, pero luego me tranquilicé, habÃa algo de pose y de instinto en sus movimientos, y pude reconocer entre sus gestos la maternidad; el paño gris y mojado pasaba por la frente de Nadia como por la de una niña.
Hemos traÃdo unos lienzos en blanco y una caja de pinturas. Mis prismáticos. Yo también tengo mis atrevimientos: traje conmigo un reproductor de mp3 y, esto es lo más absurdo, una pequeña cámara de fotos digital. Sin portátiles, no podré cargar la baterÃa del mp3 y no podré reproducir las fotos más allá de la minúscula pantalla de la cámara. Antes de mudarnos, Nadia habÃa hecho una recopilación bastante escueta de fotografÃas. Fotos antiguas, de su niñez, de gente que ya está muerta, y otras más actuales de nuestro dÃa a dÃa y nuestros amigos, y también de la época en la que nos conocimos. El dÃa antes de venirnos, me dijo que iba a dejar allà la carpeta con fotos. Fue como cuando decidió no traer consigo ninguno de sus cuadros, o cuando fuimos conscientes de que era inútil transportar nuestros utilÃsimos ordenadores a este lugar. Era como estar de luto. Fingà el semblante, pero con las fotos no le hice caso; cuando no miraba, metà la carpeta en la misma bolsa donde guardo la cámara y la música. Nunca se sabe. El objeto que ha venido con nosotros y más me divierte es una vieja máquina de escribir. En un arranque de improvisación o quizá de histeria Nadia salió una mañana a recorrer la ciudad, cuando yo estaba con las cancelaciones y los empaquetamientos, y volvió con ella en brazos, metida en una maleta dura de piel; brillaban las teclas de plástico. La habÃa encontrado en una tienda del otro extremo de la ciudad. No solo traÃa la máquina, sino repuestos de rollos de tinta, algo que ya no se fabrica desde hace no sé cuánto. Fue adorable verla llegar, con el pelo castaño pegado a la frente y el sombrero encajado en sus orejas blandas con varios pendientes. Ahora no lleva ninguno, solo luce los agujeros. Le quité la máquina de los brazos mientras ella me explicaba que si las cosas se ponÃan mal aquello podÃa ser nuestro futuro. Recogà sus manos húmedas en las mÃas y la atraje hacia mÃ. La máquina debÃa de ser por lo menos de 1970 y estaba intacta y funcionaba. Entonces le pregunté si la habÃa probado y del bolsillo de su cazadora sacó un papel doblado en cuatro y me lo entregó. En el papel habÃa algo escrito verdaderamente sin pensar:
por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz por si se va la luz
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Se abrazaron en la casa frÃa nada más entrar. La decisión no habÃa sido cosa de dos dÃas, vivir allà implicaba estar juntos a pesar de todo, sin ninguna excusa. Pero la sensación de aventura no embriagaba el camino, o el encuentro con aquella construcción rectangular, porque ambos habÃan recorrido la tierra que los separaba de su antigua ciudad con la certeza de que no tenÃan más opciones que ese sitio u otro semejante. Metieron sus cosas dentro, las dejaron en el suelo del salón y buscaron la cama. Un colchón desnudo los esperaba y ella se preocupó de rebuscar en el equipaje sábanas para cubrirlo y algo con que abrigarse. Bajo la manta, vestidos, se acercaron el uno al otro, poniéndose de perfil, nariz con nariz, para no mirar el techo alto de la habitación. Era tarde, no tenÃan sueño, pero sà un peso dentro del cuerpo, una duda, dependiendo de la postura un miedo o una posibilidad. Por supuesto no hicieron el amor, los hipidos de ella se fueron suavizando, y él encontrarÃa calor en unos ronquidos débiles. No habÃan cenado. A cada uno de ellos los ojos del contrario le resultaron demasiado hambrientos. Prefirieron cerrarlos.
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Me llamo Nadia. Tengo que recordar mi nombre en este lugar, repetÃrmelo cada vez que me levanto, siempre demasiado tarde. Cuando abro los ojos, el cuerpo de él ya no está a mi lado en la cama, y aunque lo estuviera sentirÃa lo mismo esta planicie. Es como si ya se hubiera acabado todo. En la ciudad supusimos que esto pasarÃa, y pese a la precaución me he venido abajo. Analicé las consecuencias, eran horribles. Siempre me pongo en lo peor, en el maligno natural suceso de las cosas. Ãl todavÃa no ha empezado a soltarme las frases que guarda para mÃ, sabes que todo está bien, saldrás de tu cascarón de legañas y capa de hielo, felicÃtame porque tenemos solución maravilla. Antes de que yo termine de desenredar mis membranas del pánico, él ya contará con amigos y encontrará que el paisaje que observamos desde la ventana es digno de ser fotografiado o pintado. Pero esperará que sea yo quien marque el encuadre o moje los pinceles.
Tengo que ser fuerte, recordar mi nombre es lo principal ahora que he de integrarme de nuevo. Me llamo Nadia. Al principio pensé que nos estarÃan esperando a la entrada, esos seres ajenos a todo, arcanos, desconfiados y con ganas de husmearnos, como se ve en los documentales, niños desnudos y mujeres de pechos colgantes metiéndome los dedos en los oÃdos, o a lo mejor nos asesinaban la primera noche, cuando ya estuviéramos dormidos, tipo kukluxklán, todo eso pensaba mientras nos acercábamos. No solo nadie tenÃa curiosidad por nosotros, sino que han pasado dÃas y no hemos visto a uno de ellos. Le pregunto a él si nos habrán engañado, vuelvo a repetirle que deberÃamos haber venido antes a examinar el lugar y a su gente, y él me mira sin que le haga falta decirme que no era necesario. Pero luego tiene el valor de reÃrse de mà y me asegura que aunque yo no quiera dar un paseo, si lo hiciera me darÃa cuenta de que hay muchÃsima vida por aquÃ. Lo que ocurre es que estamos lejos del núcleo, dice. Que me vista y salgamos a caminar. Pronto no me dará más tregua y tendré que ducharme y convertir mi pelo en una capa sedosa y ordenada que brillará al sol cuando nos alejemos de la casa por el sendero hasta las construcciones que se ven a lo lejos.
Empieza a faltar comida. Hace muchÃsimo frÃo. Mientras me conservo aquà dentro, abriendo los ojos al mediodÃa, con los músculos contraÃdos, y paso el tiempo sufriendo o siendo consciente de que tengo que dejar de sufrir, siento que aún no hemos llegado, que estamos de vacaciones, que no me he despedido de todos y he aceptado la proposición de repoblar este lugar vacÃo. Ãl sabe que yo habrÃa preferido aguantar allà hasta el final, e intenta alimentar cada residuo de energÃa que contienen mis células. Por eso me ha traÃdo aquÃ, porque está convencido de que la vida puede comenzar de nuevo.
Engullida en esta casa no puedo evitar recordar, antes de enfrentarme a lo que hay fuera, que kilómetros de humo se elevan hacia el cielo como resultado de un proceso de incesante actividad, que millones de kilos de carne humana se refriegan entre sà para encontrar placer o buscarse piojos, que las masas de aire chocan y se transforman, que una luz exterminadora aplasta el sudor de mil cuerpos tumbados en mil orillas, y luego lo pequeño y satisfactorio, donde todo funciona
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ascensor, timbre, invitados, cena con amigos, polémicas, halagos, puñaladas, un menú por encargo, una digestión pesada, una mala elección de la música, bromas con el asunto de las drogas, las reuniones prefabricadas del bienestar: ¿no era eso la normalidad? Yo podrÃa haber seguido asà hasta el final, ni siquiera creo que me tocara verlo. Pero la inconsciencia nada tiene que ver con el valor.
Oigo pájaros y el viento metiéndose entre las ramas de los árboles. Hay dos senderos, uno que viene desde la carretera directamente hasta esta casa, y otro que se aleja por la parte trasera hasta el pueblo. Nos dijeron que es un pueblo, y él está seguro de que lo es, porque ha traÃdo sus prismáticos y se asoma por las ventanas a mirar, incluso a veces sale al exterior con ellos. Si alguien lo ve pensará que está loco. Un tipo con prismáticos espiando sus casas. No me importa lo que piensen, todavÃa. Cuando me levante de esta cama y tenga ánimos para desembalar nuestras cosas, también cuando decida remodelar este espacio, necesitaré ir allà a por algo más que comida. Pintura, por ejemplo. HabrÃa que pintar. Entonces sà me importará lo que piensen, porque yo necesito que me comprendan y sobre todo necesito que me hablen. Que me admiren es imposible. Sé que lo que he traÃdo de mà misma es un paño blanco apenas ensuciado con sÃmbolos. Se acabó el reconocimiento. Ãl me lo ha repetido muchas veces, he de olvidar el arte conocido para encontrarme con el verdadero arte, aquel que no necesita público.
Creo que son las dos de la tarde, oigo ruido en la cocina. Para saber exactamente qué se cuece en el fuego solo tendrÃa que darme la vuelta en la cama y mirar. No hay puerta en el dormitorio, da directamente al enorme salón que también es cocina y recibidor y estudio y todo, todo lo será, o eso dice él cada vez que llega la noche y lo observa, cuando parece todavÃa más amplio. No me doy la vuelta, no miro. Algo se cuece en el fuego y seguro que es una tortilla, otra vez. Me la traerá en un plato, junto a dos rebanadas de pan de molde, y en la otra mano un vaso de agua frÃa. Sale muy frÃa del grifo. Se sentará a mi lado e intentará que coma, primero con buenas palabras, luego con caricias; cuando note su impaciencia a punto de manifestarse, provocándome una desidia inaguantable, abriré la boca y dejaré que meta en ella los trozos amarillos ensartados en la punta del tenedor. Masticaré.
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Ella no ha dicho todavÃa: MartÃn, quiero volver a casa. Quizá tengamos suerte y no lo diga nunca. SerÃa de verdad una bendición para ambos. El lugar es hermoso. Intento disimular mi entusiasmo y mi impaciencia por salir, por explorar, por llegar al pueblo y presentarme y ver cómo funciona todo en este sitio. Dónde se puede comer, beber y conseguir herramientas. Aún no es el momento. Si yo no la acompaño ahora, si no la cuido como si fuera una enferma, tardará más en salir de la cama. La conozco. De todos modos es fuerte y pronto será ella quien me guÃe a mà de nuevo. Pero si no la atiendo quizá se derrumbe de verdad. No está tan mal, esto me lo esperaba. En realidad yo la convencà de todo, y aunque en los últimos meses nunca descubriera en ella un atisbo de desconfianza o arrepentimiento, y cuando hablaba del tema se la viera ilusionada, frenética a veces, sé que no es fácil. Todo la ata, a Nadia. Tiene lo suficiente allà como para no querer abandonarlo, pero aquà está, a mi lado, tumbada en una cama, hecha un ovillo, con el pelo sucio y ojerosa, con olor a depresión; ahora es famélica al tacto. Está fea. Y sin embargo poco a poco la veo renacer, se levantará y vendrá a mis brazos y recorreremos juntos el camino que nos lleva a las otras casas. Yo ya no aguanto más. Quiero salir. Salgamos, Nadia, hoy hace un dÃa cálido, he visto una ardilla. Pero no se lo digo. Espero. A lo mejor mañana. Además, no he visto ninguna ardilla y afuera hace un frÃo horrible.