Por un puñado de hechizos (26 page)

Read Por un puñado de hechizos Online

Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Por un puñado de hechizos
5.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sus suaves rasgos palidecieron, y me miró fijamente mientras el sol refulgía sobre su cabeza.

—Soy una cazarrecompensas independiente —le expliqué, sacando de mi riñonera y ofreciéndole una de mis tarjetas de visita negras—. Una manada de hombres lobo lo ha secuestrado y lo están reteniendo. Necesito llegar sin que me detecten, y su nombre aparecía en el listín.
Hum
…. Si pudiese ser, me gustaría llevarme prestado un equipo más para poder escapar con él a nado… Sería genial. Quiero pagar por ello. ¿Tiene… tiene la información de mi tarjeta de crédito, verdad?

Sus ojos marrones empezaron a parpadear y Marshal alzó la mirada de mi tarjeta. Bizqueando un poco, miró a Jenks y movió la cabeza a un lado ya otro, como una lechuza. Me lanzó una mirada intensa, casi como un ave de presa. Jenks dio un paso atrás; yo me empecé a poner nerviosa.

—¿Qué está haciendo? —logré preguntar por fin.

—Estoy buscando la cámara.

Me quedé con la boca abierta.

—¿No me cree?

—¿Debería?

Disgustada, sentí como la rabia empezaba a crecer.

—Mire —empecé mientras las olas que levantaba la estela de un barco que pasaba cerca nos alcanzaban y la lancha al balancearse me revolvía un poco más el estómago—, podría haberle disparado una de mis pociones para hacer dormir y haberme llevado todo lo que necesitaba, pero le estoy pidiendo ayuda.

—¿Y porque usted haya decidido no romper las leyes yo tengo que hacerlo? —me espetó, con los pies bien separados para equilibrarse contra los bandazos de la lancha—. Incluso aunque quisiese hacerlo, no puedo dejar que se aleje nadando de esta forma. Ni aunque la creyese se lo permitiría. No solo porque pudiese perder la licencia, sino porque seguramente usted moriría en el intento.

—No le estoy pidiendo que renuncie a su licencia —repliqué yo, belicosa—; lo único que le pido es que me preste un equipo extra.

Marshal se pasó una mano por encima de la calva, casi riendo de lo enfadado que se sentía.

—Me costó tres años sacarme la licencia —empezó, con una mezcla de incredulidad y frustración—. Tres años. Solo para la licencia de buceo. Y añádale cuatro más para el graduado en magia terrestre para poder hacer mis propios amuletos y que la lancha me saliese rentable. Tiene que ser toda una chiquilla consentida para creer que voy a ponerlo todo en peligro porque su novio la ha dejado. Siempre le han dicho que sí a todo, ¿verdad? ¡No tiene ni idea de lo que es el trabajo duro ni el sacrificio!

—¡No se ha escapado con otra chica! —le grité, y el tipo que se había tumbado en la pro a de la lancha se incorporó hasta quedar sentado para observarnos. Furiosa, bajé la mirada y me puse de pie, para poder golpearlo con el dedo índice en el pecho… si hubiese tenido agallas para hacerlo—. ¡Y no se atreva a decirme que no sé lo que es trabajar duro! ¡Que no sé lo que es el sacrificio! Estuve siete años al servicio de la SI, me jugué el culo para romper mi contrato con ellos y me juego la vida cada día para poder pagar el alquiler. Así que se puede guardar ese tono de superioridad de donde quiera que lo haya sacado. Mi ex novio quiso abarcar más de lo que podía manejar y ahora necesita mi ayuda. Los hombres lobo se lo han llevado —señalé la isla—, ¡y mi única posibilidad es llegar a ella sin que me detecten!

Cogido al traspiés, vaciló un poco.

—¿Y por qué no ha acudido a la SI?

Apreté los labios con fuerza; si el capitán llamaba por radio a la SI, todo se iría a la mierda.

—Porque son unos incompetentes y rescatar gente es la forma en la que me gano la vida —respondí. Me miró de nuevo, y sentí como sus ojos se clavaban en mi cuello rasguñado—. Mire, normalmente lo hago mejor que ahora —seguí, negándome a darle explicaciones por las señales de mordedura—. Aquí estoy fuera de mi elemento. Quería preguntárselo antes, pero Debbie no paraba de meterse en medio.

—De acuerdo. La escucho. —Con mis últimas palabras, el capitán Marshal había sonreído y se había relajado un poco.

Lancé una mirada a pro a, al tipo que seguía jugando con su consola. Ni se inmutaría aunque un tiburón blanco arrancase de una dentellada la popa de la lancha.

—Gracias —dejé escapar con un suspiro y me volvía sentar. Marshal hizo lo mismo, y Jenks se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, en un punto desde el que podía vernos a los dos. El sol destellaba sobre su pelo dorado. Era evidente que el amuleto de calor funcionaba perfectamente: volvía a tener los labios rojos y estaba relajado, casi esplendoroso. Continué hablando, ahora que parecía que tenía que mostrar todas las cartas—. Mire, mi novio… mi ex novio —repetí, enrojeciendo— resulta que… —Me detuve. No podía reconocer que era un ladrón— recupera cosas.

—Es un ladrón —me atajó Marshal, y yo parpadeé repetidas veces. Viendo mi confusión, el hombre soltó un resoplido—. Déjeme que lo adivine. Les robó algo a los lobos y lo pillaron con las manos en la masa.

—No —respondí, apartando un mechón de pelo de la cara—. Lo que sucedió es que los hombres lobo lo contrataron para recuperar algo, pero cuando lo encontró decidió devolverles el dinero y quedárselo. Necesito sacarlo de la isla.

Marshal miró a Jenks, que se encogió de hombros.

—De acuerdo —continué, sintiéndome cada vez más estúpida—. No lo culpo por querer devolverme al muelle y enviarme a tomar por una línea luminosa, pero de una forma u otra voy a saltar por la borda de la lancha. Preferiría hacerlo con un traje de neopreno y un amuleto de calor. —Lo miré, bizqueando—. ¿Le podría al menos comprar un amuleto? Para que no se congele cuando volvamos…

El rostro de Marshal se levantó.

—No tengo licencia para vender amuletos. Solo los puedo usar en mi trabajo.

Bajé la cabeza, y sentí que un pequeño atisbo de alivio se colaba entre mi corazón y la banda que lo aprisionaba.

—Ya, yo tampoco. ¿Y si hacemos un trueque?

Se inclinó hacia mí, y tras cruzar su mirada con la mía como pidiendo permiso, me olisqueó. Entre el aroma a secoya que emitía, me pareció oler un poco de cloro. Se separó de mí aparentemente satisfecho; debía de oler bien a bruja.

—¿Qué tiene?

Solté un suspiro de alivio, y empecé a buscar en la riñonera.

—¿Aquí mismo? Poca cosa, pero puedo enviarle algo cuando vuelva a casa. Aquí solo tengo algunos hechizos para hacer dormir en forma de balas de pintura y tres amuletos de olor.

Jenks cerró los ojos; parecía inmerso en un baño de sol.

—¿Amuletos de olor? —repitió Marshal, pasándose una mano por la línea del bíceps de su brazo, que quedaba oculto bajo la cazadora—. ¿Y para qué me serviría un amuleto de estos?

—Yo los uso siempre —respondí. Sentí que su tono insultante me paralizaba.

—Pues yo no tendría por qué usarlos… Me baño cada día.

Jenks soltó una risilla; yo sentí que me calentaba.

—No son amuletos desodorantes —le expliqué, ofendida—. Disimulan el olor, para que los hombres lobo no puedan rastrearte.

Marshal miró primero hacia mí, después hacia la isla.

—Habla en serio… Vaya, ¿pero quién es usted?

Me erguí en mi asiento. Saqué mi pálida mano del bolsillo, y se la ofrecí, aunque supuse que con la humedad del mar estaría pegajosa.

—Rachel Morgan, propietaria de un tercio de Encantamientos Vampíricos, en Cincinnati. El es Jenks, propietario de otro tercio.

La mano de Marshal era cálida; mientras se la estrechaba, le echó una mirada de reojo a Jenks, con una sonrisa asomando por la comisura del labio. Todavía no me creía del todo.

—Tú eres el socio silencioso, ¿no? —preguntó Marshal. Jenks abrió un ojo y volvió a cerrarlo—. ¿Sabes? —siguió diciendo mientras soltaba mi mano—, estaba decidido a continuar con la broma porque eres muy guapa, y normalmente no tengo nunca turistas tan guapas… ¿pero esto? —Señaló la lejana isla—. ¿No podemos simplemente ir a cenar?

Entrecerré los ojos y me incliné hacia delante hasta que me hube acercado a él demasiado para sentirme cómoda.

—Mira, Don Capitán del barco de la piruleta. No me importa si me crees o no; necesito llegara la isla. Voy a saltar por la borda de la lancha. Quiero hacer un trueque para llevarme un amuleto de calor adicional para que mi novio… —chasqueé los dientes— para que mi ex novio no se congele cuando volvamos. De hecho, quiero llevarme tres amuletos más, porque no tengo ningún amuleto de calor y creo que molan bastante. Me gustaría pactar un alquiler prolongado del equipo. Si lo pierdo durante mi misión, algo que puede suceder, puedes cargarme el coste completo en mi tarjeta de crédito. Ya tienes el número.

Me miró fijamente; yo me notaba un tanto mareada por la descarga de adrenalina.

—¿Va en serio?

—¡Claro que va en serio! ¿Acaso no te lo he explicado ya todo? Frunció su ceño depilado.

—¿Cómo sé que tu magia es buena? Hueles bien, pero eso no significa una mierda.

Miré a Jenks, que asintió con la cabeza.

—Es un pixie —le informé, señalando a Jenks con un gesto—. Le hice crecer para que pudiese soportar las bajas temperaturas mientras rescatábamos a su hijo. —Vale, técnicamente había sido Ceri quien había realizado la maldición, pero me podía marcar el farol con este tío.

Marshal pareció impresionado, pero todo lo que preguntó fue:

—¿Su hijo es tu novio?

Exasperada, noté que me empezaban a temblar las manos por las ganas de chillar.

—No, pero el hijo de Jenks estaba con él. Y no es mi novio, es mi ex.

Marshal exhaló lentamente. Miró primero a Jenks, y después a mí. Yo esperé, conteniendo el aliento.

—¡Bob! —llamó al hombre tumbado en pro a. Me puse en tensión—. Ven aquí y ayúdame a colocarme el equipo. Voy a acompañar a los señores Morgan a realizar una visita prolongada. —Me miró, comprobando como sus palabras me habían aliviado—. Aunque no sé por qué —terminó, en voz baja.

12.

No me gustaba el frío. No me gustaba la presión de tanta agua a mí alrededor. No me gustaba sentir que, de algún modo, estaba conectada con el océano, y que no había nada entre él y yo, solo agua. Y tampoco me gustaba haber visto
Tiburón
el mes pasado en el Canal Clásico. Dos veces.

Llevábamos ya un rato nadando, atrapados entre el color gris de la superficie del agua y el color gris de un fondo que quedaba fuera del alcance de la vista; habíamos descendido lo suficiente para que si nos pasaba una lancha por encima no nos golpease, pero no tanto como para que la luz no penetrase. Marshal se mostraba claramente nervioso por tener que abandonar la seguridad de la cercanía de su lancha, pero era lo bastante joven para que todavía le apeteciese romper alguna regla cuando así le convenía. Creo que ese era el motivo de que me ayudase. La vida en el pueblo no debía de ser muy emocionante.

La sensación claustrofóbica de estar respirando bajo el agua había remitido, pero seguía sin gustarme. Marshal había cogido un indicador de la lancha, y lo único que teníamos que hacer era seguir la dirección que nos señalaba, con la ayuda de la brújula del manómetro. Jenks iba a la cabeza, yo la segunda y Marshal cerraba la marcha a pesar de los amuletos, hacía frío. Cuanto más avanzábamos, con más gracilidad me movía.

Marshal no sacaría nada de esto aparte de una buena historia que no podría contara nadie. Solo me había pedido una cosa, a la que yo había accedido enseguida, y había aprovechado para añadirle algo más a cambio.

Nos llevaría hasta la isla sin que nadie nos detectase, pero se llevaría el equipo de vuelta con él. El motivo no era que le preocupase perder el dinero invertido en aquellos aparatos, sino que Jenks y yo intentásemos volver a nado, atravesando todo el canal, y acabásemos hechos jirones por la hélice de un tanque. Me parecía un motivo bastante bueno, y me mostré de acuerdo no solo por mi seguridad, sino por la de Marshal.

Quería que saliese indemne de aquello. Él vivía allí. Si me capturaban y los hombres lobo sospechaban que Marshal me había ayudado, tal vez fuesen tras él. Le hice prometer que volvería directamente a su lancha, que acabarían con la excursión de buceo y volverían al muelle como si no hubiese sucedido nada.

Le había pedido que me olvidase, aunque en mi interior, como una niña egoísta, deseaba que no lo hiciese. Me había gustado poder hablar de hechizos con alguien que se ganaba la vida haciéndolos. No siempre conocía a gente así. Poco a poco, el agua que me rodeaba empezó a aclararse, porque la luz se reflejaba en el fondo cada vez menos profundo. Mi nivel de adrenalina aumentó al notar que nos acercábamos a la isla. La corriente nos había estado arrastrando hasta el momento, pero ahora, a unos diez metros de la isla, pudimos detenernos y apoyar las aletas de los pies en las rocas de bordes erosionados, del tamaño de un puño, que formaban el fondo.

Paso uno, comprobar
, pensé cuando asomé por la superficie, con el pulso martilleándome por la tensión del buceo. Marshal ya nos había advertido, pero fue igualmente una sorpresa. Nadar con el mismo ritmo sedante de un pez sonaba más sencillo de lo que era. Sentía las piernas de goma, y el resto del cuerpo parecía plomo.

El retorno al viento y al sonido fue toda una conmoción; lancé una mirada a través de las turbias gafas de buceo hacia la costa vacía. Aliviada, avancé hasta que me pude sentar con el cuello fuera en medio de aquel agua un poco más caliente. Me quité las gafas de buceo y el respirador, y tomé una bocanada de aire que no sabía a plástico.

Jenks ya se había levantado. Tenía la cara surcada por líneas de presión rojas, y parecía tan cansado como yo me sentía. Sus músculos eran distintos, decidí.

O tal vez era por el frío. Marshal apareció a mi lado en medio de un montón de burbujas; me volví hacia la lancha, contenta de ver su quilla blanca en la distancia. Cuanto más lejos estuviese, menos creerían los hombres lobo que se trataba de una amenaza.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté a Jenks, que asintió con la cabeza, aunque era evidente que, a pesar del amuleto de Marshal, el frío le afectaba demasiado. Contentándome con poderme sentar y recuperar el aliento, observé la costa. Parecía completamente en calma, con las gaviotas descendiendo en la estrecha playa, chillando mientras valoraban la posibilidad de que se acercase a ellas un posible nuevo bocado.

—Podría haber llegado volando en solo tres minutos —se quejó Jenks, sacándose el arnés.

—Sí —le di la razón—, y podrías haberte desplomado a medio camino a causa del frío y haberte convertido en comida para peces.

Other books

The Little Girls by Elizabeth Bowen
The Doll by Daphne Du Maurier
Last Line by Harper Fox
A Book of Ruth by Sandy Wakefield
Fire Country by Estes, David
The Dragons of Winter by James A. Owen