Portadora de tormentas

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: Portadora de tormentas
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Una vez más, el último emperador de Melniboné se ve obligado a empuñar su Espada Negra arrastrado por la ineludible marea del destino. Pero lo que se halla en juego en esta ocasión no es el destino de las naciones, sino la propia supervivencia de un mundo enfrentado a su Apocalipsis.

Michael Moorcock

Portadora de tormentas

Ciclo de Elric 8

ePUB v1.0

Volao
 
18.05.11

Título original: Stormbringer

© 1965, Michael Moorcock

© 1991, Ediciones Martínez Roca, S. A.

Gran Via, 774, 7", 08013 Barcelona

ISBN 84-270-1560-7

Depósito legal B. 33.098-1991

Fotocomposición de Fort, S. A., Rosellón, 33, 08029 Barcelona

Impreso por Romanva/Valls, Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain

A Hilarv

LIBRO PRIMERO. La llegada del Caos

El Brillante Imperio de Melniboné floreció durante diez mil años. Diez mil años antes de que se iniciara el registro de la historia... o diez mil años después de que se dejara de registrar, como más te guste. Sólo Melniboné dominó la tierra durante cien siglos, y después, agitada por la invocación de terribles runas, atacada por poderes superiores al hombre, incluso ella se tambaleó y cayó.

Cuando llegó ese momento, sobre la Tierra y por encima de ella se produjo una gran perturbación; el destino de Hombres y Dioses fue moldeado a martillazos sobre la forja del Hado, se gestaron monstruosas guerras y se realizaron poderosos hechos. En estos tiempos, denominados la Era de los Reinos Jóvenes, surgieron innumerables héroes. El principal fue Elric, último gobernador de Melniboné, portador de la Espada Negra con inscripciones rúnicas.

Elric de Melniboné, orgulloso príncipe de las ruinas, último señor de una raza moribunda, hechicero y asesino de su linaje, expoliador de su tierra natal, albino de ojos carmesíes que llevaba a cuestas un destino más grande de lo que él imaginaba.

Crónica de la Espada Negra 

1

Unas nubes enormes se precipitaban sobre la tierra en movimiento y los rayos, al caer al suelo, iluminaban la noche oscura, partían en dos los árboles y chamuscaban tejados que se quebraban para acabar rompiéndose.

La oscura masa del bosque tembló de asombro y de ella salieron seis figuras encorvadas e inhumanas que hicieron una pausa y miraron a su alrededor, más allá de las bajas colinas donde se alzaba una ciudad. Se trataba de una ciudad de muros bajos y estilizados chapiteles, de torres y domos graciosos, y tenía un nombre que el cabecilla de las criaturas conocía. Karlaak se llamaba, y estaba junto al Erial de los Sollozos.

La tormenta, de origen sobrenatural, resultaba ominosa. Gemía alrededor de la ciudad de Karlaak a medida que las criaturas se escabullían por las puertas abiertas y se abrían paso entre las sombras, en dirección al elegante palacio donde dormía Elric. El cabecilla levantó un hacha de hierro negro en su mano agarrotada. El grupo se detuvo, sigiloso, y contempló el amplio palacio que se erigía sobre una colina rodeado de jardines de lánguidos perfumes. La tierra se estremeció al caer un rayo y los truenos retumbaron en el cielo turbulento.

—El Caos ha acudido en nuestro auxilio esta vez —gruñó el cabecilla—. Fijaos... los guardias caen ya presas de un sopor mágico, con lo cual nuestra entrada resultará más sencilla. Los Señores del Caos son buenos con sus siervos.

Decía la verdad. Una fuerza sobrenatural había entrado en acción y los guerreros que vigilaban el palacio de Elric estaban tumbados en el suelo y sus ronquidos servían de eco a los truenos. Los sirvientes del Caos avanzaron con sigilo y dejaron atrás a los guardias dormidos para internarse en el patio principal y de allí pasar al palacio a oscuras. Sin errores subieron las sinuosas escalinatas, avanzaron suavemente por los pasillos en sombras, y finalmente llegaron a los aposentos donde Elric y su esposa dormían intranquilos.

Cuando el cabecilla posó una mano sobre el picaporte, en el interior del cuarto una voz gritó:

— ¿Qué es esto? ¿Qué cosas infernales interrumpen mi descanso?

—¡Nos ve! —susurró bruscamente una de las criaturas.

—No —dijo el cabecilla—, duerme... lo que ocurre es que a un hechicero como Elric no es fácil sumirlo en el estupor. ¡Será mejor que nos demos prisa y hagamos nuestro trabajo, porque si llegara a despertar nos sería más difícil!

Giró el picaporte y entreabrió la puerta con el hacha medio levantada. Más allá de la cama, donde había un desorden de pieles y sedas, el relámpago volvió a surcar la noche dejando ver el blanco rostro del albino junto al de su esposa de negra cabellera.

En cuanto entraron, Elric se incorporó rígidamente en el lecho y sus ojos carmesíes se abrieron para mirarlos con fijeza. Por un instante, los ojos aparecieron vidriosos, pero luego, el albino se obligó a despertar y gritó:

— ¡Marchaos, criaturas de mis sueños!

El cabecilla lanzó una maldición y avanzó de un salto, pero le habían dado órdenes de no matar a aquel hombre. Levantó el hacha, amenazante.

—¡Calla... tus guardias no pueden ayudarte!

Elric saltó de la cama, aferró a aquella cosa por la muñeca y acercó su cara al morro con colmillos. Debido a su albinismo, era físicamente débil y necesitaba de la magia para adquirir fuerzas. Pero se movió con tanta velocidad que arrancó el hacha de la mano de la criatura y le encajó el mango entre los ojos. Gruñendo, cayó hacia atrás, pero sus acompañantes dieron un salto hacia adelante. Eran cinco; debajo de sus pelambres se notaban unos músculos enormes.

Elric le partió el cráneo al primero, mientras los otros se abalanzaban sobre él. La sangre y los sesos de aquella criatura le mancharon el cuerpo y el albino jadeó asqueado al ver aquella sustancia fétida. Logró liberar su brazo y levantar el hacha para dejarla caer sobre la clavícula de otro. Entonces notó que lo agarraban de las piernas y cayó, confundido, pero sin dejar de luchar. Después, le asestaron un fuerte golpe en la cabeza y el dolor lo recorrió como el rayo. Hizo un esfuerzo por incorporarse, no pudo y cayó desmayado.

Los truenos y los relámpagos continuaban perturbando la noche cuando, con la cabeza dolorida, despertó y lentamente se puso en pie apoyándose en una columna de la cama. Obnubilado, miró a su alrededor.

Zarozinia no estaba. La única otra silueta que había en la habitación era el cuerpo inerte de la bestia que había matado. Habían raptado a su joven esposa.

Tembloroso, se dirigió a la puerta y la abrió de par en par, llamando a gritos a sus guardias, pero nadie le contestó. 

Tormentosa, su espada rúnica, descansaba en el arsenal de la ciudad y tardaría en conseguirla. La garganta se le cerró de rabia y dolor; cegado por la ansiedad, recorrió a la carrera pasillos y escalinatas, al tiempo que intentaba dilucidar las consecuencias de la desaparición de su esposa.

Sobre el palacio, los truenos seguían retumbando y llenando la noche agitada. El palacio parecía desierto y de pronto tuvo la sensación de encontrarse completamente solo y abandonado. Cuando salió corriendo al patio principal y vio a los guardias dormidos supo de inmediato que su sueño no podía ser natural. Comprendió lo que había ocurrido mientras atravesaba los jardines, trasponía las puertas y se dirigía a la ciudad, pero de los raptores de su esposa no encontró señal alguna.

¿Dónde se habían metido?

Levantó la mirada hacia el cielo tumultuoso; la ira y la frustración le crispaban el pálido rostro. Aquello no tenía sentido. ¿Por qué se la habrían llevado? Sabía que tenía enemigos, pero ninguno de ellos lo bastante poderoso como para recibir semejante ayuda sobrenatural. ¿Quién, aparte de él mismo, era capaz de obrar un hechizo que hacía temblar el cielo y sumía a la ciudad entera en aquel sueño?

Jadeando como un lobo, Elric corrió hasta la casa de lord Voashoon, senador principal de Karlaak y padre de Zarozinia. Aporreó la puerta con los puños gritándoles a los asombrados sirvientes.

—¡Abrid! Soy Elric. ¡Daos prisa!

Las puertas se entreabrieron y las traspuso de inmediato. Lord Voashoon bajó la escalera dando traspiés y entró en la estancia con el rostro somnoliento.

— ¿Qué ocurre, Elric?

—Reúne a tus guerreros. Han raptado a Zarozinia. Se la llevaron unos demonios y es posible que se encuentren ya lejos de aquí, pero hemos de buscar por todas panes pues podrían haber huido por tierra.

Lord Voashoon se despertó del todo; de inmediato, mientras continuaba escuchando las explicaciones de Elric, se puso a dar órdenes a sus sirvientes.

—Y he de entrar en el arsenal —concluyó Elric—. ¡He de recuperar a Tormentosa!

— ¡Dijiste que habías renunciado a la espada porque temías su malvada influencia sobre ti! —le recordó lord Voashoon en voz baja.

—Es verdad —repuso Elric, impaciente—. Pero no es menos verdad que lo hice por el bien de Zarozinia. Si quiero rescatarla, he de contar con Tormentosa. La lógica es bien simple. Deprisa, dame la llave.

Sin decir palabra, lord Voashoon fue a buscar la llave y condujo a Elric hasta el arsenal donde se guardaban las armas y las armaduras de sus antepasados, que llevaban siglos sin ser utilizadas. Elric recorrió el lugar polvoriento a grandes zancadas y se acercó a un nicho que parecía contener algo vivo.

El oscuro acero lanzó un suave quejido cuando el albino tendió hacia él la mano de delgados dedos. Se trataba de un pesado sable para ambas manos, perfectamente equilibrado y de tamaño prodigioso, con una ancha guarnición y una hoja suave y amplia que desde la empuñadura a la punta medía más de metro y medio. Cerca de la empuñadura aparecían grabadas unas runas místicas cuyo significado ni siquiera Elric alcanzaba a comprender del todo.

—Una vez más vuelvo a utilizarte, Tormentosa —dijo mientras se abrochaba la vaina al cinturón —, y he de concluir que estamos tan unidos que sólo la muerte podría llegar a separarnos.

Dicho lo cual, salió del arsenal a grandes zancadas y se dirigió al patio, donde unos guardias montados en briosos corceles esperaban sus instrucciones.

De pie ante ellos, desenvainó a Tormentosa para que la extraña luz oscura que despedía la espada brillara temblorosa a su alrededor, mientras observaba a los jinetes con su rostro blanco, pálido como un hueso descarnado.

Esta noche vais a perseguir demonios. ¡Registrad los campos, recorred bosques y llanuras en busca de quienes le han hecho esto a nuestra princesa! Aunque es probable que sus raptores utilizasen medios sobrenaturales para huir, no podemos estar seguros. ¡De modo que buscad... buscad bien!

Durante toda la noche estuvieron buscando pero no lograron encontrar rastros ni de las criaturas ni de la esposa de Elric. Al despuntar el alba —una mancha de sangre en el cielo matutino— sus hombres regresaron a Karlaak donde Elric los esperaba henchido de la vitalidad nigromántica que le proporcionaba su espada.

—Lord Elric, ¿queréis que volvamos a seguir el rastro y comprobemos si la luz del día nos ofrece alguna pista? —le gritó uno.

—No te oye —murmuró otro al comprobar que Elric no se daba por aludido.

Pero en ese instante, Elric volvió la cabeza dolorida y dijo tristemente:

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