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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (42 page)

BOOK: Post Mortem
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Decidí hacer una pausa cuando oí que se abría la puerta de entrada de la casa. Bertha y Lucy acababan de regresar. Ambas me contaron con todo detalle lo que habían hecho y yo hice un esfuerzo por escucharlas con una sonrisa. Lucy estaba agotada.

—Me duele la tripa —se quejó.

—No me extraña —dijo Bertha, sacudiendo la cabeza—. Te dije que no te comieras todas aquellas porquerías. Algodón de azúcar, palomitas de maíz...

Le preparé a Lucy un caldo de gallina y la acosté.

Después, regresé y volví a ponerme a regañadientes los auriculares.

Perdí la noción del tiempo como si todo aquello fuera una película de dibujos animados repentinamente detenida.

«911.» «911.»

El número cruzaba una y otra vez por mi cabeza.

Poco después de las diez estaba tan exhausta que apenas podía pensar. Muerta de cansancio, repasé la cinta tratando de encontrar la llamada que alguien había hecho al descubrir el cuerpo de Patty Lewis. Mientras escuchaba, revisé las páginas de impresión del ordenador colocadas sobre mis rodillas.

Lo que estaba viendo no tenía sentido.

La dirección de Cecile Tyler estaba impresa en la parte inferior de la página y correspondía a las 21,23, es decir, a las 9,23 de la noche del día 12 de mayo.

No era posible.

La habían asesinado el 31 de mayo.

Su dirección no hubiera tenido que figurar en aquella sección de la impresión. ¡No hubiera tenido que estar en aquella cinta!

Pulsé el botón de avance, deteniéndome a cada pocos segundos. Tardé veinte minutos en encontrar lo que buscaba. Pasé el segmento tres veces, tratando de comprender su significado.

A las 9,23 en punto una voz masculina había contestado:

—911.

Y una suave y refinada voz femenina había exclamado con asombro, tras una pausa:

—Oh, perdón.

—¿Ocurre algo, señora?

Una risita nerviosa.

—Quería marcar Información. Lo siento —otra risita—. Habré marcado el 9 en lugar del 4.

—No se preocupe, me alegro de que no ocurra nada. Que pase usted una buena noche —añadió jovialmente el operador.

Silencio. Un clic y la cinta seguía adelante.

En la hoja impresa, la dirección de la negra asesinada figuraba simplemente bajo el nombre de Cecile Tyler.

—Jesús bendito —musité, presa de un momentáneo mareo. De pronto, lo comprendí.

Brenda Steppe había llamado a la policía tras sufrir el accidente de tráfico. Lori Petersen había llamado a la policía, según su marido, la vez en que le pareció oír a un merodeador que resultó ser un gato, revolviendo los cubos de la basura. Abby Turnbull había llamado también a la policía tras haberse percatado de que la seguía un hombre al volante de un Cougar negro. Cecile Tyler había llamado a la policía por error... se había equivocado de número.

Marcó el 911 en lugar del 411.

¡Un número equivocado!

Cuatro mujeres sobre cinco. Todas las llamadas se habían hecho desde sus casas. Cada dirección apareció inmediatamente en la pantalla del ordenador del 911. Cuando la dirección figuraba a nombre de una mujer, el operador suponía que probablemente ésta vivía sola.

Corrí a la cocina. No sé por qué. Tenía un teléfono en mi despacho.

Marqué inmediatamente el número de la brigada de investigación.

Marino no estaba.

—Necesito su número particular.

—Lo siento, señora, no estamos autorizados a facilitarlo.

—¡Maldita sea! ¡Soy la doctora Scarpetta, la jefa del departamento de Medicina Legal! ¡Déme el maldito número de su casa!

Una sorprendida pausa. El oficial, quienquiera que fuera, se deshizo en disculpas y me dio el número.

Volví a marcar.

—Gracias a Dios —dije cuando Marino se puso al aparato.

—¿De veras? —dijo Marino tras escuchar mi entrecortada explicación—. Pues claro que lo comprobaré, doctora.

—¿No cree que sería mejor que se acercara usted a la sala de comunicaciones para ver si está allí ese hijo de puta? —pregunté prácticamente a gritos.

—¿Y qué diría el tío? ¿Le ha reconocido usted la voz?

—Por supuesto que no le he reconocido la voz.

—¿Qué le dijo exactamente a la Tyler?

—Se lo dejaré escuchar.

Regresé corriendo a mi despacho y tomé el supletorio. Pasando de nuevo la cinta, desenchufé los auriculares y subí el volumen.

—¿Lo reconoce? —pregunté a través del teléfono.

Marino no contestó.

—¿Está usted ahí? —grité.

—Pero bueno, cálmese un poco, doctora. Ha sido un día muy duro, ¿verdad? Déjelo de mi cuenta. Le prometo que lo comprobaré —dijo Marino, colgando el teléfono.

Me quedé sentada, contemplando en silencio el teléfono que sostenía en la mano. No me moví hasta que el tono de marcar desapareció y una voz mecánica empezó a quejarse:

—Si quiere efectuar una llamada, cuelgue, por favor, y vuelva a intentarlo...

Me aseguré de que la puerta de la entrada estuviera cerrada y de que la alarma estuviera conectada y subí al piso de arriba. Mi dormitorio se encontraba al final del pasillo y daba a los bosques de la parte de atrás. Al ver las luciérnagas parpadeando en la oscuridad más allá del cristal, me puse nerviosa y cerré las persianas.

Bertha tenía la absurda manía de que el sol debía penetrar a raudales en una habitación, tanto si había alguien dentro como si no.

—Mata los gérmenes, doctora Kay —solía decir.

—Y destiñe las alfombras y la tapicería —replicaba yo.

Pero ella era muy suya en esas cosas. Me molestaba subir arriba por la noche y encontrar las persianas abiertas. Siempre las cerraba antes de encender la luz para que no me viera si hubiera alguien por allí afuera. Sin embargo, aquella noche había olvidado hacerlo. No me molesté en quitarme el mono de ejercicio que llevaba puesto. Me serviría de pijama.

Encaramándome a un taburete que guardaba en el interior del armario, saqué la caja de zapatos Rockport y levanté la tapa. Después, coloqué el revólver del 38 bajo mi almohada.

Me moría de miedo de que sonara el teléfono y me llamaran de madrugada y yo tuviera que decirle a Marino: «¡Se lo dije, estúpido bastardo! ¡Se lo dije!».

¿Qué estaría haciendo en aquel momento el muy imbécil? Apagué la lámpara de la mesita y me tapé con los cobertores hasta las orejas. Probablemente, tomando cerveza y mirando la televisión.

Me incorporé y volví a encender la lámpara. El teléfono de la mesita se burlaba de mí. No podía llamar a nadie más. Si llamara a Wesley, éste llamaría a Marino. Si llamara a la brigada de investigación, quienquiera que escuchara mis explicaciones (siempre y cuando me tomara en serio) también llamaría a Marino.

Marino. Era el encargado de aquella investigación. Todos los caminos conducían a Roma.

Apagué nuevamente la lámpara y permanecí tendida en la oscuridad.

«911.»

«911.»

Escuchaba incesantemente la voz mientras daba vueltas en mi cama. Ya era pasada la medianoche cuando bajé sigilosamente a la planta baja y saqué la botella de coñac del mueble bar. Lucy no se había movido desde que yo la acostara en su cama. Dormía como un tronco. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo. Tras tomarme dos tragos cual si fueran un par de cucharadas de jarabe para la tos, regresé tristemente a mi dormitorio y volví a apagar la lámpara. Oí el reloj digital, marcando los minutos.

Clic.

Clic.

Me adormilaba y me despertaba, dando vueltas en la cama.

«...¿qué le dijo exactamente a la Tyler?»

Clic. La cinta siguió adelante.

«Perdón —una risita nerviosa—. Creo que he marcado el nueve en lugar del cuatro...»

«No se preocupe... Que pase usted una buena noche.»

Clic.

«...he marcado el nueve en lugar del cuatro...»

«911.»

«Es un hombre muy guapo que no necesita echarle nada en el vino a una mujer para que ésta suelte la mercancía...»

«¡Es una basura!»

«...porque ahora no está en la ciudad, Lucy. El señor Boltz se ha ido de vacaciones.»

«Ah —ojos rebosantes de infinita tristeza—. ¿Cuándo volverá?»

«No antes de julio.»

«Ah. ¿Por qué no hemos podido ir con él, tita Kay? ¿Se ha ido a la playa?»

«Mientes habitualmente sobre nosotros... por omisión...»

«Su rostro resplandecía tras el velo de humo y calor, su cabello dorado brillaba bajo el sol.»

«911.»

Estaba en casa de mi madre y ella me decía algo.

Un pájaro volaba perezosamente en círculo por encima de nosotros mientras yo viajaba en una furgoneta en compañía de alguien a quien no conocía ni podía ver. Las palmeras pasaban velozmente por nuestro lado. Unas garzas reales de largo cuello asomaban cual periscopios de porcelana en los Everglades de Florida. Las blancas cabezas se volvían a nuestro paso. Observándonos. Observándome a mí.

Apartando la mirada, yo trataba de ponerme más cómoda, apoyándome contra el respaldo.

Mi padre se incorporaba en la cama y me miraba mientras yo le describía mi jornada escolar. Tenía el rostro cetrino. Sus ojos no parpadeaban y no podía oír lo que le estaba diciendo. Él no me contestaba, pero me miraba fijamente. El temor me atenazaba el corazón. Su blanco rostro me miraba. Sus vacíos ojos me miraban.

Estaba muerto.

—¡Papaaaá!

Percibí un nauseabundo olor de sudor rancio cuando hundí el rostro en su cuello...

El cerebro se me quedó en blanco.

Emergí a la conciencia como una burbuja que aflorara a la superficie desde el fondo. Estaba despierta. Percibía los latidos de mi corazón.

El olor.

¿Era de verdad o estaba soñando?

¡El olor a podrido! ¿Estaría soñando?

Una alarma se disparó en mi cabeza mientras el corazón me golpeaba las costillas.

El pestilente aire se agitó y algo rozó mi cama.

16

L
a distancia entre mi mano derecha y el revólver del 38 colocado bajo mi almohada era sólo de veinte centímetros.

Era la distancia más larga que yo jamás hubiera conocido. Era una eternidad. Algo imposible. No pensaba, simplemente sentía la distancia mientras mi corazón se volvía loco y golpeaba contra mis costillas como un pájaro contra los barrotes de una jaula. La sangre me hacía silbar los oídos. Mi cuerpo, estremecido de temor, estaba rígido y tenía todos los músculos y tendones en tensión. Mi habitación estaba oscura como la pez.

Asentí lentamente con la cabeza, escuché unas metálicas palabras mientras una mano me cubría la boca y me comprimía los labios contra los dientes. Asentí para decirle que no gritaría.

El cuchillo contra mi garganta era tan grande que parecía un machete. La cama se inclinó hacia la derecha y, con un clic, me quedé ciega. Cuando mis ojos se acomodaron a la luz de la lámpara, le miré y reprimí un jadeo.

No podía respirar ni moverme. Sentía la afilada hoja, mordiéndome fríamente la piel.

Su rostro era blanco y tenía los rasgos aplanados bajo una media blanca de nailon con unas rendijas para los ojos. Un gélido odio se escapaba a través de ellas. La media se hinchaba y deshinchaba siguiendo el ritmo de su respiración. El repugnante rostro inhumano se encontraba a escasos centímetros del mío.

—Un sólo sonido y te corto la cabeza.

Los pensamientos eran como destellos, volando en todas direcciones. Lucy. La boca se me estaba entumeciendo y yo notaba el salado sabor de la sangre. Lucy, no te despiertes. La angustia me recorría el brazo a través de su mano, como la electricidad a través de un cable de alta tensión. Voy a morir.

No lo hagas. Tú no quieres hacer eso. No tienes por qué hacerlo.

Soy una persona como tu madre, como tu hermana. Tú no quieres hacer eso. Soy un ser humano como tú. Te puedo revelar algunos detalles. Sobre los casos. Te puedo decir lo que sabe la policía. Tú quieres saber lo que yo sé.

No lo hagas. Soy una persona. ¡Una persona! ¡Puedo hablar contigo! ¡Tienes que permitirme hablar contigo!

Discursos fragmentados. No pronunciados. Inútiles. Estaba aprisionada por el silencio. Por favor, no me toques. Oh, Dios mío, no me toques.

Tenía que conseguir que apartara la mano y me dijera algo.

Traté de relajar los músculos del cuerpo. Experimenté un ligero alivio. Él lo notó y aflojó un poco la presión que ejercía sobre mi boca. Tragué lentamente saliva.

Vestía un mono azul oscuro. El cuello estaba manchado de sudor y había unas grandes medias lunas bajo sus sobacos. La mano que sostenía el cuchillo contra mi garganta estaba protegida por un translúcido guante quirúrgico. Percibía el olor de la goma. Percibía el olor de mi atacante.

Recordé el mono en el laboratorio de Betty y aspiré el pútrido olor mientras Marino abría la bolsa de plástico...

La frase «¿Es el olor que él recuerda?» pasaba por mi cabeza como la repetición de una vieja película. Veía el dedo de Marino apuntándome mientras éste me contestaba, guiñando el ojo: «Ni más ni menos».

El mono extendido sobre la mesa del laboratorio, talla grande o extra grande, con unos agujeros en los lugares correspondientes a las manchas de sangre...

Respiraba afanosamente.

—Por favor —dije sin apenas moverme.

—¡Cállate!

—Le puedo decir...

—¡Cállate!

La mano me volvió a aplastar los labios con violencia. Me iba a romper la mandíbula como una cáscara de huevo.

Sus ojos miraban a su alrededor, estudiando todo lo que había en mi dormitorio. Se detuvieron en los cortinajes y en sus cordones. Vi que lo miraba. Comprendí lo que estaba pensando. Sabía lo que iba a hacer con ellos.

De pronto, sus ojos se posaron en el cordón de la lámpara de la mesita de noche. Se sacó una cosa blanca del bolsillo, me la introdujo en la boca y apartó el cuchillo.

Me ardía el cuello y tenía el rostro entumecido. Traté de empujar el trapo seco hacia adelante, moviendo la lengua sin que él se diera cuenta. La saliva me bajaba por la garganta.

La casa estaba totalmente en silencio. La sangre me pulsaba en los oídos. Lucy. Te lo suplico, Dios mío.

Las otras mujeres habían hecho lo que él les había mandado. Vi sus rostros congestionados, sus rostros muertos...

Traté de recordar lo que sabía de él y de encontrarle una lógica. El cuchillo se hallaba a escasos centímetros de mí y brillaba bajo la luz de la lámpara. Toma la lámpara y estréllala contra el suelo.

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