Read Predestinados Online

Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados

BOOK: Predestinados
9.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

 

Helen Hamilton se ha pasado sus 16 años de vida intentando esconder lo diferente que es, una tarea nada fácil en una isla tan pequeña como Nantucket y que se está volviendo cada vez más difícil. Las pesadillas sobre una travesía en el desierto hacen que se levante agotada y con sus sábanas manchadas de tierra. En la escuela, tiene alucinaciones de tres mujeres que lloran lágrimas de sangre; y lo último cuando se cruza con Lucas Delos por los pasillos del instituto, no puede reprimir un impulso asesino que la lleva a atacar al nuevo —y guapísimo— chico.

Claro, que lo que ninguno de los dos saben es que están destinados a enfrentarse y convertirse en los últimos protagonistas de una historia que no ha cesado de repetirse durante milenios.

Josephine Angelini

Predestinados

ePUB v1.0

Siwan
16.05.12

Título original:
Starcrossed

Autor: Josephine Angelini

Fecha de publicación: 31/05/2011

Traducción: María Angulo Fernández

Editor original: Siwan

I

—Pero si me compraras ahora un coche, podría ser tuyo cuando acabara el instituto, dentro de un par de años. Estaría prácticamente nuevo —dijo Helena con optimismo.

Desafortunadamente, su padre no era tan fácil de engañar.

—Lennie, solo porque el estado de Massachusetts crea que los adolescentes de dieciséis años pueden conducir… —empezó Jerry.

—Casi diecisiete —le recordó Helena.

—… no significa que esté de acuerdo —finalizó. Jerry llevaba ventaja, pero ella se resistía a darlo todo por perdido.

—Ya sabes que el
Cerdo
solo aguantará un año más, dos como mucho —insistió Helena refiriéndose al viejo Jeep Wrangler que su padre conducía y que sospechaba que podría haber estado aparcado en el castillo donde se firmó la Carta Magna—. Piensa en todo el dinero en gasolina que nos ahorraríamos si compráramos un híbrido, o incluso un coche eléctrico, papá.

—Ajá… —fue todo lo que dijo su padre.

Ahora sí había perdido definitivamente.

Helena Hamilton refunfuñó para sí misma y desvió la mirada hacia la verja del transbordador que la iba a llevar de nuevo a Nantucket. Un año más se repetía la misma historia; iría al instituto en bicicleta y en noviembre, cuando la capa de nieve fuera demasiado gruesa, se vería obligada a pedirle a alguien que la llevara o, peor aún, a coger el autobús. Con solo pensarlo le daban escalofríos, de modo que intentó quitarse ese recuerdo de la cabeza. Algunos de los turistas que habían ido a pasar el Día del Trabajo1 a la isla la observaban con detenimiento, lo cual era bastante habitual. Intentó mirar hacia otro lado de la forma más sutil y discreta que pudo. Cuando se miraba en el espejo, lo único que veía era lo básico: dos ojos, una nariz y una boca, pero todas las personas que no eran de la isla tendían a quedarse embobadas, incapaces de apartar la vista de Helena, lo cual le resultaba tremendamente molesto.

Por suerte para ella, la mayoría de los turistas que la acompañaban en el transbordador estaban ahí por las vistas y el increíble paisaje de la isla a finales de verano, y no para inmortalizar su retrato. Estaban tan decididos a admirar esa belleza que parecía que se veían obligados a exclamar «oohhh» y «aahhh» ante cada maravilla del océano Atlántico, aunque Helena no lograba comprenderlo. En su opinión, crecer en una isla diminuta era una lata, todo un fastidio, y no veía el día de irse a la universidad y salir de esa isla, de Massachusetts y de toda la costa Este de los Estados Unidos.

No es que despreciara su vida familiar, de hecho, se llevaba a las mil maravillas con su padre. Su madre los había abandonado cuando ella no era más que un bebé, pero Jerry enseguida aprendió a prestar la cantidad exacta de atención a su hija. No merodeaba a su alrededor constantemente, aunque siempre estaba allí cuando le necesitaba.

Aunque en esos momentos estaba resentida por la discusión sobre el coche, sabía que no podría tener un padre mejor.

—¡Hola, Lenny! ¿Qué tal va ese sarpullido? —preguntó una voz familiar.

Era Claire, la mejor amiga de Helena. Apartaba de su camino a los turistas, vacilantes e inseguros por el movimiento de las olas, con unos empujones dignos de admiración y con una astucia verdaderamente artística.

Los excursionistas, de apariencia ridícula y algo bobalicona, viraban con brusquedad cuando ella pasaba por su lado, como si se tratara del
quarterback
de un equipo de fútbol y no de una delicada y diminuta chica con aspecto de elfo que se aguantaba con elegancia y delicadeza sobre unas sandalias de plataforma.

Claire serpenteó con relativa facilidad entre los diversos traspiés y tropiezos que ella misma había ocasionado y se deslizó junto a Helena, que estaba frente a la verja.

—¡Risitas! Ya veo que tú también has ido a comprar cosas para la vuelta al cole —saludó Jerry mientras señalaba las abarrotadas bolsas de Claire.

Claire Aoki, alias
Risitas
, era tan excepcional que incluso podía resultar intimidante. Cualquiera que echara un vistazo a su frágil y quebradiza silueta y a sus rasgos asiáticos sin reconocer un espíritu luchador innato corría el riesgo de sufrir terriblemente a manos de una oponente a menudo demasiado subestimada. El apodo era su cruz personal. La llamaban así desde que era un bebé. En defensa de sus amigos y su familia, cabe decir que resultaba imposible resistirse a ese mote. Claire tenía, sin duda alguna, la mejor risa del universo. Jamás forzada ni estridente, era ese tipo de carcajada que hace que cualquiera que esté alrededor sonría tímidamente.

—Desde luego, queridísimo padre-de-mi-mejor-amiga-para-siempre —respondió Claire. Abrazó a Jerry con un cariño genuino, ignorando por completo el hecho de que había utilizado el apodo que ella tanto detestaba—. ¿Podría tener unas palabras con tu hija en privado? Siento ser tan grosera, pero es un asunto confidencial,
top-secret
. Te lo diría… —empezó Claire.

—Pero entonces te verías obligada a matarme —concluyó Jerry, sabiamente. Se alejó arrastrando los pies hacia un puesto de comida rápida, donde compró un refresco azucarado aprovechando que su hija, que siempre controlaba todo lo que comía, como si se tratara de una policía alimentaria, no miraba.

—¿Qué te has comprado? —preguntó Claire. Agarró rápidamente las bolsas de Helena y empezó a revolver el interior—. Unos tejanos, una chaqueta de punto, una camiseta y ropa… ¡Guau! ¡Te has ido de compras de ropa interior con tu padre!

¡Bah!

—¡No es que tenga elección, la verdad! —se quejó Helena mientras le arrebataba la bolsa repleta de ropa interior—. ¡Necesitaba sujetadores nuevos! De todas formas, mi padre se esconde en la librería mientras me las pruebo. Pero créeme, incluso a sabiendas de que está en la otra punta de la calle, comprar ropa interior es insoportable —admitió al fin algo ruborizada y sonriendo con timidez.

—No puede ser tan bochornoso. Y no nos engañemos, tú tampoco vas a comprarte algo
sexy
. Por el amor de Dios, Lennie, si te vistes igual que mi abuela —comentó Claire mientras sujetaba un par de braguitas blancas de algodón.

Helena le arrancó de las manos esas bragas de abuelita y las metió de nuevo en el fondo de la bolsa mientras su mejor amiga esbozaba su magnífica sonrisa.

—Lo sé, soy tan pazguata que creo que se ha convertido en algo vírico —replicó Helena, perdonando así las burlas de su amiga, como siempre—. ¿No te asusta que pueda contagiarte y te transformes en una perdedora como yo?

—Para nada. Soy tan formidable que me considero inmune. De todas formas, los pazguatos sois los mejores. Sois todos deliciosamente corruptibles. Y me encanta ver cómo te ruborizas cada vez que menciono tu ropa interior.

De repente, dos parejas que querían fotografiarse se entrometieron entre las dos amigas. Claire, valiéndose de los balanceos de la cubierta, empezó a dar codazos a los turistas que entorpecían su camino con tan solo uno de sus movimientos de equilibrio de ninja. Tambaleándose a trompicones y riéndose sobre el «mar picado», ni siquiera advirtieron que Claire los había rozado. Helena jugueteaba con el colgante en forma de corazón del collar que siempre llevaba y aprovechó la oportunidad para encorvarse ligeramente hacia la verja y estar más a la altura de su amiga.

Por desgracia para la tímida Helena, era una adolescente llamativa, puesto que medía más de metro ochenta, y subiendo.

Había rogado a Jesús, a Buda, a Mahoma y a Vishnú para dejar de crecer, pero todavía notaba esos dolorosos calambres que le recorrían los músculos de los brazos y piernas cada noche. Se prometió a sí misma que si alcanzaba los dos metros escalaría la verja de seguridad del faro de Siasconset y se lanzaría desde la cima al vacío.

Las dependientas de las tiendas de ropa siempre le recordaban la suerte que tenía, pero lo cierto era que no lograba encontrar unos pantalones que le sentaran a la perfección. Helena ya se había resignado a la idea de que si quería comprarse unos tejanos asequibles que fueran lo bastante largos tendría que escoger unos de varias tallas más grandes, pero si prefería que no se le cayeran, no tendría más remedio que pasar frío en los tobillos. Helena estaba bastante segura que las vendedoras «perversamente celosas» no iban por ahí con los tobillos congelados.

O enseñando el culo.

—Ponte derecha —ordenó de forma automática Claire al ver que su mejor amiga se encorvaba.

Helena obedeció de inmediato. Su amiga estaba obsesionada con eso, algo que solía atribuir a su madre japonesa, extremadamente correcta, y a su abuela, que siempre lucía un kimono y que incluso era aún más correcta.

—¡De acuerdo! Vayamos al grano —anunció Claire—: ¿recuerdas aquella gigantesca y millonaria parcela propiedad de un jugador de los New England Patriots?

—¿La que está en Sconset? Claro que sí. ¿Qué ha pasado? —preguntó Helena mientras se imaginaba la playa privada de aquella mansión. Al recordar que su padre jamás ganaría bastante dinero para comprar una casa cerca del mar, la muchacha se sintió aliviada.

Cuando no era más que una niña, Helena estuvo a punto de ahogarse y, desde ese mismo instante, se convenció, en secreto, de que el océano Atlántico estaba decidido a asesinarla. Siempre había preferido no compartir esa pequeña paranoia con nadie…, sobre todo porque seguía siendo una pésima nadadora. A decir verdad, era capaz de mantenerse a flote durante varios minutos, pero le desagradaba sobremanera aquella sensación. Al final, siempre se hundía como si de una piedra sólida se tratara, sin importar sus esfuerzos por agitar los pies e independientemente de la cantidad de sal marina que contenía el océano.

—Al fin se ha vendido a una familia muy numerosa —informó Claire—. Puede que se trate de dos familias. No sé muy bien cómo va la cosa, pero supongo que los dos padres son hermanos. Los dos tienen hijos, así que imagino que deben de ser primos, ¿verdad? —comentó Claire arrugando la frente—. Bueno, da igual. Lo importante es que sea quien sea quien se ha mudado allí tiene un montón de niños. Y todos rondan más o menos la misma edad. De hecho, hay un par de chicos que irán a nuestro mismo curso.

—Y déjame adivinar —interrumpió Helena del todo inexpresiva—, has echado las cartas del tarot y has visto que los dos se van a enamorar perdidamente de ti y que tarde o temprano se enzarzarán en una pelea de vida o muerte por tu amor.

BOOK: Predestinados
9.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Saved by a Rake by Em Taylor
Daisies In The Wind by Jill Gregory
Smithy's Cupboard by Ray Clift
The Tudor Rose by Margaret Campbell Barnes
Chanda's Secrets by Allan Stratton
Water From the Moon by Terese Ramin
Inescapable Eye of the Storm by O'Rourke, Sarah
Fell (The Sight 2) by David Clement-Davies