»Tres. Un robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando dicha protección no entre en conflicto con las Primera y Segunda Leyes.
»Pero yo tuve un amigo…, hace veinte mil años. Otro robot. No como yo. No se le podía confundir con un ser humano; sin embargo, él era el que poseía los poderes mentales y fue a través suyo como yo gané los míos. Le pareció que debía establecerse una ley general por encima de las Tres Leyes. La llamó la
Ley Zeroth
, puesto que el cero viene antes del Uno. Es la siguiente:
»Cero. Un robot no puede lastimar a la Humanidad ni, por inacción, permitir que la Humanidad sufra daños.
»Así que la Primera Ley debería decir:
»Una. Un robot puede no lastimar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano se lastime, excepto cuando estas órdenes entraran en conflicto con la Ley Zeroth.
»Y las demás Leyes deben ser igualmente modificadas. ¿Comprendes? – Daneel pareció esperar ansioso la respuesta de Seldon.
–Lo comprendo -dijo éste.
–El problema, Hari, está en que el ser humano es fácil de identificar. Puedo señalarte alguno. Es fácil ver qué lastimará a un ser humano y qué no lo hará; relativamente fácil, por lo menos. Pero, ¿qué es la Humanidad? ¿Qué podemos indicar cuando hablamos de la Humanidad? ¿Cómo podemos definir el concepto de «daño a la Humanidad»? ¿Cuándo, una serie de acciones, hará más bien que mal a la Humanidad como un todo, y cómo puede uno saberlo? El robot que presentó por primera vez la Ley Zeroth, murió…, quedó permanentemente desactivado porque fue forzado a una actuación que, a su entender, salvaría a la Humanidad, pero que no podía tener la seguridad de que la salvara. Por ello, quedó desactivado, dejando en mis manos el cuidado de la Galaxia.
»Desde entonces, lo he intentado. He intervenido lo menos posible, confiando en los propios seres humanos para que juzgaran lo que era por su bien. Ellos podían juzgar; yo, no. Podían confundir su meta; yo, no. Podían dañarse involuntariamente unos a otros o a ellos mismos; yo me desactivaría si lo hiciera. La Ley Zeroth no admite daño involuntario.
»Pero, a veces, me he visto obligado a emprender alguna acción. Que siga funcionando aún, significa que he sido discreto y moderado. No obstante, cuando el Imperio ha empezado a degenerar y desmembrarse, he tenido que intervenir con más frecuencia desde hace unas décadas. Ahora, que tengo que representar el papel de Demerzel, he de esforzarme por gobernar de tal forma que impida la ruina…, pero aún sigo funcionando.
»Cuando presentaste tu comunicación en la Convención Decenal, me di cuenta al instante de que en la psicohistoria teníamos una herramienta que haría posible identificar lo que era bueno y malo para la Humanidad. Con ella, las decisiones no serían tomadas a ciegas. Incluso, yo podría llegar a confiar en los seres humanos para que tomaran sus propias decisiones y volver de nuevo a reservarme para las grandes emergencias. Así que arreglé con rapidez el que Cleon se enterara de tu discurso y te llamara a su presencia. Luego, cuando oí tu negativa sobre el valor de la psicohistoria, me sentí obligado a pensar en algún medio de hacer que lo intentaras al menos. ¿Lo comprendes, Hari?
–Lo comprendo, Hummin -dijo Seldon, algo más que desanimado.
–Para ti, debo seguir siendo Hummin, en las raras ocasiones en que pueda verte. Te proporcionaré toda la información que poseo si es algo que precises, y en mi persona de Demerzel, encontrarás toda la protección que pueda darte. Como Daneel, jamás hables de mí.
–Nunca lo haría -se apresuró a asegurar Seldon-. Dado que necesito tu ayuda, no quisiera arruinar las cosas entrometiéndome en tus planes.
–Sí, sé que no querrías hacerlo. – Daneel sonrió, cansado-. Después de todo, eres lo bastante orgulloso como para querer todo el mérito por tu psicohistoria. No querrías que nadie supiera… jamás… que necesitabas la ayuda de un robot.
Seldon se ruborizó.
–Yo no…
–Lo eres, aunque lo ocultes cuidadosamente a tus propios ojos. Y es importante, porque estoy poniendo un mínimo refuerzo a esta emoción secreta tuya para que nunca puedas hablar de mí a otros. Ni siquiera se te ocurrirá que puedes hacerlo.
–Sospecho que Dors sabe…
–Sabe quién soy. Tampoco ella puede hablar de mí a otros. Ahora que ambos conocéis mi naturaleza, podéis hablar con libertad de mí entre vosotros, pero a nadie más.
Daneel se puso en pie.
–Hari, ahora tengo que hacer mi trabajo. Dentro de poco, tú y Dors seréis devueltos al Sector Imperial.
–El niño Raych debe ir conmigo. No puedo abandonarle. Y hay un joven dahlita, llamado Yugo Amaryl…
–Lo comprendo. Raych irá también y puedes hacer lo que quieras con tus amigos. Todos vosotros seréis tratados debidamente. Y trabajarás en tu psicohistoria. Tendrás un equipo. Dispondrás de las computadoras necesarias y de todo el material de referencia. Yo «intervendré» tan poco como me sea posible y, si hay cierta resistencia en tus puntos de vista que no llegara al extremo de poner en peligro la misión, tendrás que resolverlo tú solo.
–¡Espera, Hummin! – dijo Seldon, insistente-. ¿Y si después de toda tu ayuda y todos mis esfuerzos resulta que la psicohistoria no puede hacerse práctica? ¿Y si fracaso?
–En tal caso -respondió Daneel-, tengo un segundo plan en marcha. Uno en el que llevo trabajando desde hace tiempo, en un mundo aparte, de forma separada. También éste es muy difícil y, en cierto modo, más radical que la psicohistoria. Puede que también yo fracase, pero hay más probabilidades de éxito si tenemos dos caminos abiertos, que si sólo hubiera uno.
»¡Acepta mi consejo, Hari!. Si llega el momento en que encuentras algún dispositivo que pueda actuar en evitación de que ocurra lo peor, intenta ver si puedes encontrar dos, de esa forma, si uno falla, el otro puede seguir. El Imperio debe ser afianzado o reconstruido sobre una nueva fundación. Procura, si te es posible, que haya dos, será mucho mejor que uno.
»Ahora, debo regresar a mi trabajo habitual y tú debes volver al tuyo. No temas, nos ocuparemos de ti.
Con una última inclinación, se levantó y salió.
Seldon miró cómo se alejaba y dijo en un murmullo:
–Primero, debo hablar con Dors.
–El palacio está vacío -dijo Dors-. Rashelle no va a ser maltratada. Y tú regresarás al Sector Imperial, Hari.
–¿Y tú, Dors? – preguntó Seldon con un nudo en la garganta.
–Supongo que volveré a la Universidad. Mi trabajo ha sido abandonado, mis clases olvidadas.
–No, Dors. Tú tienes una tarea más importante.
–¿Cuál?
–Psicohistoria. Yo no puedo emprender esa tarea sin ti.
–Claro que puedes; yo soy una analfabeta absoluta en Matemáticas.
–Y yo en Historia…, y necesitamos ambas cosas.
Dors se echó a reír.
–Sospecho que, como matemático, eres único. Yo, como historiadora, soy del montón, nada sobresaliente. Encontrarás infinidad de historiadores que encajarán en tus necesidades de psicohistoria mejor que yo.
–En ese caso, Dors, déjame explicarte que la psicohistoria necesita algo más que un matemático y una historiadora. También necesita la voluntad de sumirse en lo que, tal vez, puede ser el problema de toda una vida. Sin ti, Dors, esa voluntad me faltará.
–Claro que la tendrás.
–Dors, si tú no estás conmigo, no me propongo tenerla.
Dors lo miró, pensativa.
–Ésta es una discusión absurda, Hari. Hummin, indudablemente, será quien decida. Si me manda a la Universidad…
–No lo hará.
–¿Cómo puedes estar tan seguro?
–Porque se lo plantearé sinceramente: si te devuelve a la Universidad, yo volveré a Helicón, y que el Imperio se vaya al garete, si quiere.
–¡No lo dirás en serio!
–¡Por supuesto que sí!
–¿No te das cuenta de que Hummin puede hacer que tus sentimientos cambien de modo que te pongas a trabajar en la psicohistoria…, incluso sin mí?
Seldon sacudió la cabeza.
–Hummin no tomará semejante decisión arbitraria. He hablado con él. No se atreve a tocar demasiado la mente humana porque está sometido a lo que él llama las Leyes de la Robótica. Modificar mi mente al extremo de que no te quiera conmigo, Dors, sería un cambio al que no puede arriesgarse. Por el contrario, si me deja en paz y si tú colaboras en el proyecto, obtendrá lo que quiera…: una auténtica oportunidad de psicohistoria. ¿Por qué no conformarse?
–Puede no estar de acuerdo, por razones propias.
–¿Y por qué no? Él te pidió que me protegieras, Dors. ¿Ha cancelado, acaso, esa petición?
–No.
–Entonces, eso quiere decir que debes continuar con tu protección. Y yo quiero tu protección.
–¿Contra qué? Ahora cuentas con la protección de Hummin, tanto como Demerzel, como Daneel, y seguro que no necesitas más.
–Si tuviera la protección de cada persona y de cada fuerza de la Galaxia, seguiría necesitando la tuya.
–Entonces, no me quieres para la psicohistoria. Me quieres para protegerte.
–¡No! – exclamó Seldon, sombrío-. ¿Por qué distorsionas mis palabras? ¿Por qué me obligas a decirte lo que ya debes saber? No te quiero ni para protegerme, ni por la psicohistoria. Todo eso es una excusa que he utilizado, como cualquier otra. Te quiero a ti…, sólo a ti. Y si quieres saber la verdadera razón, es porque tú eres tú.
–Ni siquiera me conoces.
–Carece de importancia. Me da lo mismo… No obstante, te conozco en cierto modo. Mejor de lo que tú piensas.
–¿De veras?
–Por supuesto. Obedeces órdenes y arriesgas tu vida por mí sin vacilar y sin aparente preocupación por las consecuencias. Aprendiste rápidamente a jugar al tenis. Aprendiste a utilizar las navajas mucho más deprisa y te manejaste perfectamente en tu lucha contra Marron.
Inhumanamente
…, si me permites decirlo así. Tus músculos son asombrosamente fuertes y, al igual que tus reacciones, asombrosamente rápidas. Sabes cuándo una habitación está sometida a escuchas y puedes ponerte en contacto con Hummin de algún modo que no precisa instrumentos.
–¿Y qué piensas de todo esto? – preguntó Dors.
–He pensado que Hummin, en su capacidad de
R. Daneel Olivaw
, tiene una tarea imposible. ¿Cómo puede un robot dirigir el Imperio? Necesita ayudantes.
–Es obvio. Millones, diría yo. Yo soy uno de ellos. Tú eres otro ayudante. El pequeño Raych lo es también.
–Tú eres un ayudante distinto.
–¿En qué forma? Hari, dilo. Si te oyes decirlo, tú mismo te darás cuenta de lo insensato de tu pensamiento.
Seldon la miró largamente.
–No voy a decirlo…, porque no me importa -musitó.
–¿De verdad no te importa? ¿Deseas tomarme tal como soy?
–Te tomaré como debo. Eres Dors. Si eres algo más, no quiero a nadie más que a ti en todo el mundo.
–Hari -dijo Dors, con dulzura-. Yo deseo lo mejor para ti debido a lo que soy. Sin embargo, siento que si yo no fuera lo que soy, seguiría queriendo lo mejor para ti. Y no creo que yo sea buena para ti.
–Buena para mí o mala, me tiene sin cuidado. – Al decir esto, Hari dio unos pasos con la vista baja, como sopesando lo que iba a decir-. ¿Te han besado alguna vez, Dors?
–Desde luego, Hari. Eso forma parte de las relaciones sociales, y yo vivo en esta sociedad.
–¡No, no! Quiero decir, si has besado, de verdad, a algún hombre. Ya sabes, apasionadamente. – Pues sí, Hari, lo he hecho.
–¿Disfrutaste? Dors titubeó.
–Cuando he besado así -respondió-, he disfrutado más que si hubiera decepcionado a un hombre que me gustaba, alguien cuya amistad significaba mucho para mí. – Al llegar a este punto, Dors se ruborizó y volvió el rostro hacia otro lado-. Por favor, Hari, todo esto me resulta muy difícil de explicar.
Pero Hari, más decidido que nunca, insistió:
–O sea, que besaste por motivos equivocados, para evitar lastimar los sentimientos de alguien.
–Tal vez, en cierto sentido, todo el mundo hace lo mismo.
Seldon estuvo meditando esas palabras.
–¿Has pedido tú, alguna vez, que te besen? – preguntó de repente.
Dors, como si repasara su vida pasada, esperó unos instantes.
–No -respondió.
–O, una vez besada, ¿deseaste ser besada de nuevo?
–No.
–¿Te has acostado alguna vez con un hombre? – insistió con voz sorda, desesperadamente.
–Desde luego. Ya te lo he dicho. Esas cosas forman parte de la vida.
Hari la agarró por los hombros como si fuera a sacudirla:
–Pero, ¿has sentido alguna vez el deseo, la necesidad de este tipo de acercamiento con una persona en especial? Dors, ¿has sentido amor alguna vez?
Dors levantó la cabeza con lentitud, y miró al fondo de los ojos de Seldon.
–Lo siento, Hari, pero no.
Seldon la atrajo hacia sí, rodeándola con sus brazos.
Entonces, Dors colocó con suavidad sus manos en los brazos de Seldon.
–O sea, Hari. Ya ves que, en realidad, no soy la mujer que tú quieres.
La cabeza de Seldon se inclinó y miró fijamente el suelo. Sopesaba la cuestión con suma atención y trataba de pensar con racionalidad. Entonces, renunció. Él quería algo, y lo que quería estaba más allá de sus pensamientos y más allá de la razón. Alzó la mirada.
–Dors, amor mío, incluso eso, ¡no me importa!
La rodeó con sus brazos y acercó su rostro al de ella, despacio, esperando que Dors elevara el suyo hacia él, hasta que casi se rozaban.
Dors no hizo movimiento alguno y Seldon la besó, despacio, suave, apasionadamente…, y los brazos femeninos se cerraron con fuerza alrededor de su cuello.
Cuando él separó sus labios ligeramente de los de ella, Dors le miró con ojos que la sonrisa entrecerraba.
–Bésame de nuevo, Hari… Por favor.