Presa (46 page)

Read Presa Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
7.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hice otro gesto de indiferencia.

—Por cierto, ¿dónde está Mae?

—No lo sé. ¿Por qué?

—Bobby ha estado buscándola. No la encuentra por ninguna parte.

—No tengo la menor idea —contesté—. ¿Para qué la buscáis?

—Hemos pensado que debíamos estar todos juntos a la hora de terminar nuestro trabajo aquí —respondió Julia.

—Ah. ¿Es eso lo que va a ocurrir ahora? ¿Vamos a acabar aquí?

Julia movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.

—Sí, Jack. Eso es.

Como no podía arriesgarme a consultar mi reloj, tenía que calcular aproximadamente cuánto tiempo había pasado. Suponía que eran tres o cuatro minutos.

—¿Y qué tenéis en mente?

Julia empezó a pasearse.

—Verás, Jack, estoy muy decepcionada por cómo han ido las cosas contigo, de verdad. Sabes lo mucho que te quiero. No desearía que te ocurriera nada malo, Jack, pero estás resistiéndote, y vas a seguir resistiéndote. Y eso no podemos admitirlo.

—Entiendo —dije.

—Sencillamente no podemos, Jack.

Me metí la mano en el bolsillo y saqué un encendedor de plástico. Si Julia o los demás se dieron cuenta, no dieron señales de ello. Siguió paseándose.

—Jack me pones en una situación difícil.

—¿Y eso?

—Has tenido el privilegio de presenciar el nacimiento de algo realmente nuevo. Nuevo y milagroso. Pero no eres comprensivo, Jack.

—No, no lo soy.

—Todo nacimiento conlleva un parto, y el parto es doloroso —dijo Julia.

—También lo es la muerte.

Julia siguió paseándose.

—Sí. También lo es la muerte. —Arrugó la frente.

—¿Pasa algo?

—¿Dónde está Mae? —repitió.

—No lo sé. No tengo ni la más remota idea.

Mantuvo su expresión ceñuda.

—Tenemos que encontrarla, Jack.

—Estoy seguro de que la encontraréis.

—Sí, la encontraremos.

—Entonces no me necesitáis —respondí—. Hacedlo vosotros mismos. Sois el futuro si no recuerdo mal. Superiores e imparables. Yo soy solo un hombre.

Julia empezó a pasearse alrededor, mirándome desde todos los lados. Noté que mi comportamiento la desconcertaba, o estaba evaluándolo. Quizá yo lo había exagerado. Me había pasado de la raya. Estaba captando algo, sospechaba algo. Y eso me puso nervioso.

Inquieto, comencé a dar vueltas al encendedor entre las manos.

—Jack. Me decepcionas.

—Eso ya lo has dicho.

—Sí, pero aún no estoy segura…

Como por efecto de alguna indicación tácita, los hombres empezaron también a caminar en círculo. Trazaban círculos concéntricos a mi alrededor. ¿Era aquello una especie de procedimiento de exploración? ¿O era otra cosa?

Intentaba adivinar cuánto tiempo había pasado. Supuse que unos cinco minutos.

—Ven, Jack. Quiero verte más de cerca.

Me rodeó los hombros con el brazo y me guió hacia uno de los tentáculos grandes del pulpo. Tenía alrededor de un metro ochenta de diámetro, y su superficie reflejaba como un espejo. Veía a Julia de pie a mi lado, su brazo sobre mis hombros.

—¿No formamos buena pareja? Es una lástima. Podríamos tener tanto futuro.

—Sí, bueno… —dije; en el momento que hablé, un río de partículas claras salió de Julia, se curvó en el aire y se precipitó como una lluvia sobre todo mi cuerpo y dentro de mi boca. Apreté los labios pero de nada sirvió, porque en el espejo mi cuerpo pareció disolverse y ser sustituido por el de Julia. Daba la impresión de que su piel se hubiera separado de ella, hubiera flotado en el aire y se hubiera deslizado sobre mí. Ahora había dos Julias ante el espejo, una al lado de la otra.

—Basta ya, Julia —dije.

Ella se echó a reír.

—¿Por qué? A mí me parece divertido.

—Basta ya —repetí. Hablaba con mi propia voz pese a tener el aspecto de Julia—. Basta ya.

—¿No te gusta? Yo lo encuentro gracioso. Vas a ser yo durante un rato.

—He dicho que basta.

—Jack, ya no eres divertido.

Me llevé la mano a la cara y tiré de la imagen de Julia, intentado arrancármela como si fuera una máscara. Pero solo sentí mi propia piel bajo las yemas de los dedos. Cuando me arañé la mejilla, el reflejo de Julia presentó arañazos en el espejo. Me llevé la mano a la cabeza y me toqué el pelo. Aterrorizado, dejé caer el encendedor. Rebotó en el suelo de hormigón.

—Sal de mí —dije—. Sal de mí.

Me zumbaron los oídos, y la piel de Julia desapareció, flotando en el aire y posándose sobre ella. Solo que ahora ella tenía mi aspecto. Había dos Jacks en el espejo, uno al lado del otro.

—¿Mejor así? —preguntó Julia.

—No sé qué pretendes demostrar —dije, y respiré hondo.

Me incliné y recogí el encendedor.

—No pretendo demostrar nada. Solo te sondeo, Jack. ¿Y sabes qué he averiguado? Tienes un secreto, Jack. Y pensabas que no lo averiguaría.

—¿Sí?

—Pero lo he averiguado —dijo.

No sabía cómo interpretar sus palabras. Ya no estaba seguro de dónde me hallaba, y los cambios de aspecto me habían alterado tanto que había perdido la noción del tiempo.

—Te preocupa el tiempo, ¿verdad, Jack? —preguntó—. No tiene por qué preocuparte. Disponemos de mucho tiempo. Aquí todo está bajo control. ¿Vas a contarnos tu secreto, o tenemos que obligarte a contarlo?

Detrás de ella, veía las filas de pantallas del puesto de control. Las de las esquinas tenían una franja brillante a lo largo de la parte superior de la imagen, con letras que no podía leer. Vi que algunos de los gráficos presentaban un rápido ascenso, las líneas pasando de azul a amarillo y a rojo a medida que subían.

No hice nada.

Julia se volvió hacia los otros.

—Muy bien —dijo ella—. Obligadlo a hablar.

Los tres hombres vinieron hacia mí. Había llegado el momento de darles una lección. Había llegado el momento de activar mi trampa.

—No hay problema —dije.

Levanté el encendedor, lo accioné y acerqué la llama al rociador más cercano.

Los tres se detuvieron en seco. Me observaron.

Mantuve el encendedor con firmeza. El rociador se ennegreció a causa del humo.

Y no ocurrió nada.

La llama estaba fundiendo la punta de metal blando de la parte inferior del rociador. Gotas plateadas caían al suelo a mi pies. Y seguía sin ocurrir nada. Los rociadores no funcionaron.

—Mierda —exclamé.

Julia me observaba pensativamente.

—Buen intento. Muy imaginativo, Jack. Magnífica idea. Pero has olvidado una cosa.

—¿Qué?

—Existe un sistema de seguridad para toda la fábrica. Y cuando hemos visto que ibas hacia los depósitos de rociadores, Ricky ha desactivado el sistema: los dispositivos de seguridad, los rociadores. —Se encogió de hombros—. No tienes suerte, Jack.

Apagué el encendedor. No podía hacer nada más. Me quedé allí inmóvil, como un estúpido. Me pareció percibir un tenue olor en la sala, una especie de hedor dulzón y nauseabundo. Pero no estaba seguro.

—Ha sido un buen intento, no obstante —añadió Julia—. Pero ya basta. —Se volvió hacia los hombres y les hizo una señal con la cabeza. Los tres vinieron hacia mí.

—Eh, chicos, vamos… —No reaccionaron. Impasibles, me agarraron y empecé a forcejear—. Eh, vamos —me zafé de ellos—. ¡Eh!

—No nos lo compliques más, Jack —dijo Ricky.

—Vete a la mierda, Ricky —contesté, y le escupí a la cara un segundo antes de que me derribaran.

Confiaba en que el virus entrara en su boca. Confiaba en que eso lo entretuviera, en que tuviéramos que pelear, cualquier cosa valía con tal de ganar tiempo. Pero en cuanto me tuvieron en el suelo, se abalanzaron los tres sobre mí para estrangularme. Noté sus manos en mi cuello. Bobby me tapó la boca y la nariz. Intenté moverle. Mantuvo las manos firmemente en el sitio, mirándome con fijeza. Ricky me observaba con una distante sonrisa. Era como si no me conociera, como si no conservara el menor sentimiento hacia mí. Eran todos desconocidos, dispuestos a matarme de una manera rápida y eficaz. Los golpeé con los puños hasta que Ricky me inmovilizó un brazo con su rodilla, y Bobby el otro. Ya no podía moverme en absoluto. Intenté usar las piernas, pero tenía a Julia sentada encima, ayudándolos. El mundo empezó a desdibujarse ante mis ojos, en medio de una bruma tenue y gris. Pronto se oyó un ligero chasquido casi como el de una palomita de maíz en la freidora o un cristal al romperse. Y Julia gritó:

—¿Qué es eso?

Los tres me soltaron, y se levantaron. Se apartaron de mí. Me quedé en el suelo, tosiendo. Ni siquiera intenté ponerme en pie.

—¿Qué es eso? —repitió Julia.

Se reventó el primer tubo del pulpo, a cierta altura por encima de nosotros. Con un silbido, empezó a emanar un vapor marrón. Reventó otro tubo, y otro más. El silbido llenó la sala. El aire se volvía marrón oscuro, marrón y denso.

—¿Qué es eso? —volvió a gritar Julia.

—Es la cadena de ensamblaje —respondió Ricky—. Se ha sobrecalentado. Y está estallando.

—¿Cómo? ¿Cómo es posible?

Aún tosiendo, me incorporé y me levanté.

—No hay sistema de seguridad, ¿recordáis? Habéis desactivado los dispositivos. Ahora esta sala está llenándose de virus.

—No por mucho tiempo —replicó Julia—. Volveremos a conectar el sistema en dos segundos.

Ricky se encontraba ya ante el panel de control, tecleando desesperadamente.

—Buena idea, Julia —comenté.

Accioné el encendedor y lo acerqué al rociador.

—¡Para, Ricky! ¡Para!

Ricky se detuvo.

—Estáis perdidos tanto si lo hacéis como si no.

Julia se volvió colérica hacia mí.

—Te odio.

Su cuerpo empezaba ya a tener una tonalidad gris, monocroma. También Ricky estaba perdiendo el color. El virus que impregnaba el aire afectaba ya a sus enjambres.

Se produjo un breve chisporroteo desde los tentáculos más altos del pulpo. Al cabo de un momento se vio otro arco voltaico. Ricky lo advirtió y gritó:

—¡Olvídalo, Julia! ¡Tenemos que arriesgarnos!

Tecleó y conectó otra vez el sistema de seguridad. Las alarmas comenzaron a sonar. En los monitores aparecieron señales rojas por la excesiva concentración de metano y otros gases. En la pantalla principal se leyó el rótulo: sistema de seguridad activado.

Y conos de lluvia marrón brotaron de los rociadores.

Lanzaron alaridos al contacto del agua. Se retorcían y empezaban a encogerse ante mis ojos. Julia tenía el rostro contraído. Me lanzó una mirada de puro odio. Pero ya comenzaba a disolverse. Cayó de rodillas y luego se desplomó de espaldas. Los otros rodaban por el suelo, gritando de dolor.

—Vámonos, Jack —alguien me tiraba de la manga. Era Mae—. Vámonos. La sala está llena de metano. Tenemos que salir.

Vacilé, mirando aún a Julia. Al cabo de un instante nos dimos media vuelta y echamos a correr.

Día 7
09.11

El piloto del helicóptero abrió las puertas cuando nos vio llegar corriendo a la plataforma. Saltamos al interior.

—¡Vámonos! —dijo Mae.

—He de insistir en que se abrochen los cinturones de seguridad antes… —contestó él.

—¡Ponga en marcha este trasto! —grité.

—Lo siento, son las normas, y es peligroso…

Por la puerta del grupo electrógeno empezó a salir humo negro, alzándose hacia el cielo azul del desierto.

El piloto lo vio y dijo:

—¡Agárrense!

Despegamos y partimos hacia el norte, trazando un amplio arco en torno al edificio. Todos los respiraderos cercanos al tejado despedían humo. Una bruma negra se alzaba en el aire.

—El fuego quema las nanopartículas y también las bacterias —informó Mae—. No te preocupes.

—¿Adónde vamos? —preguntó el piloto.

—A casa.

Voló hacia el oeste, y en unos minutos dejamos atrás la fábrica, que desapareció tras el horizonte. Mae estaba recostada en su asiento, con los ojos cerrados.

—Pensaba que iba a estallar —dije—. Pero han vuelto a activar el sistema de seguridad. Así que probablemente no estallará.

Ella guardó silencio.

—Siendo así, ¿por qué tanta prisa para salir de allí? —pregunté—. Y por cierto, ¿dónde estabas? No te encontraban.

—Estaba fuera —respondió—, en la unidad de almacenamiento.

—¿Qué hacías allí?

—He ido a buscar más termita.

—¿Había?

No oímos sonido alguno. Se produjo solo un destello amarillo que se extendió durante un instante por el horizonte y luego se desvaneció. Casi costaba creer que hubiera ocurrido. Pero el helicóptero se sacudió debido a la onda expansiva.

—¡Dios santo! —exclamó el piloto—. ¿Qué ha sido eso?

—Un desgraciado accidente industrial —contesté.

Cogió la radio.

—Mejor será que informe.

—Sí —dije—. Mejor será.

Seguimos hacia el oeste, y cuando entramos en California, vi la línea verde del bosque y las onduladas estribaciones de las sierras.

Día 7
23.57

Es tarde.

Casi las doce de la noche. La casa está en silencio. No sé cómo acabará esto. Los niños están muy enfermos, vomitando desde que les he dado el virus. Oigo las arcadas de mi hijo y mi hija, cada uno en un cuarto de baño. Hace unos minutos he entrado a ver cómo estaban, qué echaban. Estaban muy pálidos. Noto que tienen miedo, porque saben que yo tengo miedo. Aún no les he dicho lo de Julia. No me han preguntado. Ahora se encuentran demasiado mal para preguntar.

Me preocupa sobre todo la pequeña, porque también he tenido que darle el virus. Era su única esperanza. Ahora Ellen está con ella, pero también Ellen está vomitando. La pequeña aún no ha vomitado. No sé si eso es buena señal o no. Los niños de muy corta edad reaccionan de manera distinta.

Creo que estoy bien, al menos de momento. Estoy muy cansando. Creo que me he adormilado varias veces a lo largo de la noche. En este momento estoy sentado, mirando por la ventana de atrás, esperando a Mae. Ha saltado la cerca del fondo del jardín, y probablemente busca entre los arbustos de la pendiente que baja al otro lado, donde están los aspersores. Le ha parecido ver allí un tenue resplandor verde. Le he dicho que no fuera sola, pero estoy demasiado cansado para ir a por ella. Si espera hasta mañana, el ejército puede venir con lanzallamas y abrasar lo que quiera que haya.

El ejército no quiere darse por aludido con todo este asunto, pero tengo aquí en casa el ordenador de Julia, y un rastro de mensajes en su disco duro. Solo por prudencia, he quitado el disco duro. Lo he cambiado por otro y he guardado el original en una caja de seguridad en la ciudad. En realidad, no me preocupa el ejército. Me preocupa Larry Handler y los otros directivos de Xymos. Son conscientes de las demandas que les esperan. La compañía se declarará en quiebra en algún momento de la semana, pero aún está por esclarecerse la responsabilidad criminal. En especial la de Larry. No me echaría a llorar si lo mandaran a la cárcel.

Other books

Past Due by Catherine Winchester
The Seal of Solomon by Rick Yancey
Eternal Ride by Chelsea Camaron
The Revenger by Debra Anastasia
The Lemon Table by Julian Barnes
Chorus Skating by Alan Dean Foster
December Heat by MacNeil, Joanie