Presagios y grietas (27 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

BOOK: Presagios y grietas
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Lehelia se mantuvo en silencio. Aquella criatura existía desde el inicio de los tiempos; si pretendían tratar con ella debían ser cautos y, ante todo, no menospreciar su sabiduría. Decidió dejarse de rodeos y abordar la cuestión de un modo directo.

—Como te dije en la cripta en la que te encontramos preso, te devolveremos el Ojo a cambio de tu ayuda.

Porcius volvió a reírse con la voz avejentada. Después calló de improviso y se quedó observando a Lehelia con una mueca de curiosidad. Aunque lo intentó, la dama fue incapaz de sostener aquella mirada inhumana.

—Quizás menosprecié a tu raza, hembra. Quizás vuestra desfachatez triunfe allí donde otros fracasaron ¡Oh sí!… He decidido mostrarme ante vosotros porque, por ridículo que parezca, estoy dispuesto a negociar. He eliminado a ese viejo charlatán porque quizás podría suponer una molestia. He escuchado tus impertinencias… y me someteré a tus deseos. Ordenadme lo que deseáis que haga y entonces lo haré ¡Oh sí! Y quizás entonces me devolváis lo que me pertenece, ¿no es así, hembra?

Dicho esto la voz envejecida y la monstruosa voz grave se rieron al unísono con tal intensidad que todos los habitantes del Palacio pudieron escuchar aquella carcajada lacerante. En los establos, los caballos relinchaban histéricos y coceaban a los mozos; en las perreras, los sabuesos de caza se mordían unos a otros; las gallinas destrozaban sus huevos a picotazos y una vaca que acababa de parir pisoteó a su ternero hasta que lo mató.

En el pasillo, el Capitán Estreigerd contemplaba con indiferencia los rostros nerviosos de sus hombres. Él sabía lo que estaba sucediendo allí dentro o podía imaginarlo. Jamás olvidaría aquel viaje a las Islas del Oeste y el horror que supuso contemplar frente a frente a Zighslaag. La criatura había tomado posesión del cuerpo de aquel infeliz y lo que sucediese después Estreigerd no podía preverlo. Sólo cabía esperar órdenes y confiar en que su Señor supiese lo que estaba haciendo. Pese a la terrible escena que estaba teniendo lugar tras aquellas paredes, su única obsesión era ver despedazada a la maldita zorra que le había marcado la cara.

La puerta se abrió y Hígemtar salió de la habitación. Su semblante presentaba la palidez característica de los enfermos y de los muertos. El Mariscal posó sus manos en los hombros del Capitán y lo miró a los ojos; la mirada aunaba reproche y el más absoluto terror. Sin decir palabra pasó junto a los soldados, cruzó el pasillo y descendió por las escaleras apoyándose en la barandilla con inseguridad.

Estreigerd asomó la cabeza al interior de la estancia y vio a Porcius sentado en la cama; se secaba el sudor de la cara con las sábanas y miraba confuso a su alrededor. Frente a él, Lehelia sostenía en alto la esfera rojiza y la examinaba con detenimiento. Húguet Dashtalian le indicó con un gesto que cerrase la puerta al entrar.

—Mata a esos dos médicos —ordenó—. Hoy. Y también a los guardias. Nadie debe saber qué ha sucedido aquí.

—Como ordenéis, Señor, pero he de advertiros: esas… risas se han escuchado con claridad en todo el Consulado.

—Dejemos que cada cual piense lo que quiera. Soy el Cónsul y tú el Capitán de mi Guardia; a nadie debemos explicaciones. Por cierto ¿qué te ha sucedido, Drehaen? —preguntó Húguet al reparar de nuevo en la cicatriz; surcaba el rostro del soldado desde la sien derecha hasta la mandíbula.

—Señor, si me lo permitís, es algo de lo que preferiría no hablar —respondió con incomodidad el Capitán—. En cuanto me lo permitan mis obligaciones pienso ocuparme personalmente del asunto.

—No quisiera estar en el pellejo del causante. —Húguet consiguió esbozar una sonrisa por primera vez desde que había regresado a Vardanire.

Estreigerd inclinó la cabeza y se disponía a abandonar la habitación cuando decidió preguntar por algo que le rondaba la mente desde hacía días.

—Señor… ¿Y Hígemtar?

—De mi hijo seré yo quien se ocupe. —El Cónsul le indicó con un gesto que se marchase.

13. Carne y sangre

Bosque del Lancero, Dahaun

Una patrulla de diez sherekag inspeccionaba los matorrales; clavaban las lanzas y espadas entre la maleza y los ratones salían corriendo espantados ante la inesperada invasión de sus hogares.

—Muchos ratones, pero ninguno con barba —gruñó un guerrero barrigudo—. Creo que acabamos con los últimos ayer en ese robledal. Deberíamos volver, Romkha —añadió mientras se desperezaba.

—Volveremos cuando yo lo diga —respondió Romkha al tiempo que descargaba un espadazo contra un madroño particularmente frondoso.

En un saco trasportaban las cabezas de seis enanos pero a Romkha le constaba que otros grupos habían conseguido docenas completas. Le importaba poco que los supervivientes escapasen o no con vida pero de ningún modo iba a ser su patrulla la que menos cazase; hasta no matar por lo menos a una decena no pensaba regresar al poblado.

El tripón se encogió de hombros y continuó pinchando el follaje con su lanza. Allí no iban a encontrar más que insectos y pequeñas alimañas pero nunca se le ocurriría desafiar a Romkha; era mucho más grande y fuerte que él.

Cuando atravesó con saña unas pobladas plantas de cáñamo notó que algo sujetaba la lanza y tiraba con fuerza de ella. Sin tiempo a reaccionar, se vio engullido por la vegetación ante la mirada atónita de sus compañeros. Se oyó un grito mientras las ramas se sacudían dejando caer una lluvia de hojas secas y pequeñas semillas redondas. El sherekag reapareció llevándose las manos al vientre; entre sus dedos manaba sangre en abundancia. Se tambaleó varias veces para terminar desplomándose sobre el suelo.

—¡Disparad, malditos imbéciles! —gritó Romkha mientras se disponía a cortar el paso a los dos enanos que escapaban corriendo de los arbustos.

Tres arqueros dispararon al tiempo que el resto del grupo se abalanzaba sobre los fugitivos. Uno de los sherekag cayó abatido por las flechas.

—¡Dejad de disparar, idiotas! ¡Corred!

Los arqueros se miraron confusos, desligaron sus cuchillos y corrieron tras el resto de la patrulla.

Los enanos sabían que sus cortas piernas no les permitirían eludir mucho más tiempo a sus perseguidores. Pese a su tamaño, eran ágiles y muy veloces; no tardarían en darles alcance. Herdi estaba herido en el brazo aunque fiel al carácter estoico de su raza apenas prestaba atención al dolor. Había tenido mucha suerte; cinco mil de los suyos cayeron en combate contra aquellos salvajes y él era uno de los pocos que lograron conservar la vida. Su dignidad enana le impedía tener en cuenta aquel rasguño.

Durante la batalla, un guerrero que portaba una maza de hierro le golpeó en el hombro con tal violencia que las afiladas púas atravesaron su carne hasta el hueso. El impacto lo derribó del andamio en el que estaba encaramado y cayó sobre la enorme fosa séptica que los enanos habían dispuesto para contener los desperdicios del asentamiento. Con la fuerza de la caída, el cuerpo inconsciente de Herdi quebró los maderos que la cubrían y aterrizó sobre el pestilente montón de detrito. Allí permaneció sin conocimiento hasta que Tradi lo encontró.

El leñador había corrido similar suerte al ir a parar bajo una de las topadoras. Antes de ser derribado consiguió descuartizar a una veintena de enemigos con su hacha. Era un veterano de La Gran Guerra y pese a sus trescientos noventa años, uno de los enanos más fuertes de La Cantera.

En las postrimerías del combate aparecieron los soldados de la guarnición de Dahaun. Mientras los sherekag se internaban en el bosque persiguiendo a los escasos supervivientes, los humanos empezaron a amontonar los miles de cadáveres en pilas a las que después prendían fuego. El hedor a muerte de aquella humareda espabiló al viejo Tradi. Avanzaba agazapado entre los caídos cuando oyó un quejido proveniente del foso de desperdicios. Con la ayuda del leñador, Herdi trepó por las paredes del agujero y ambos corrieron a internarse en la arboleda cercana. Tras ellos, oscuras y retorcidas, ascendían las columnas de humo que exhalaban aquellas hogueras de carne para fundirse con las primeras luces de un amanecer aciago.

Herdi y Tradi llevaban ya tres días eludiendo las patrullas de sherekag y soldados de aquel viejo mal nacido; al parecer les había llegado el turno.

—¡Por aquí!¡Salta, Tradi! ¡Salta!

Los enanos se precipitaron por un pequeño barranco que apareció de pronto ante ellos. Rodaron por la pendiente para aterrizar de bruces sobre el suelo, magullados y cubiertos de polvo. Sus robustas constituciones aguantaban bien ese tipo de caídas y se incorporaron de inmediato. Herdi se disponía a seguir huyendo cuando reparó en que su compañero permanecía quieto, observando cómo los enemigos descendían con rapidez por la escarpada pared de roca. Saltaban entre los salientes utilizando brazos y piernas por igual. No tardarían en alcanzar su posición.

—Vamos, Tradi. —El constructor tiraba de la manga del jubón de su compañero—. ¡Están apunto de llegar!

—Ve tú. No podremos avanzar mucho, nos cogerán de todos modos. Yo te cubriré —repuso el leñador enarbolando su hacha con ambas manos.

—Me quedo contigo. —Herdi desligó el pico que llevaba atado a la espalda.

Tradi respondió con un empujón, que no lo derribó por bien poco pero lo envió a una distancia considerable.

—¡Corre, por las barbas de Gorontherk! ¡Estás herido! ¡De poca ayuda me vas a ser!

Los sherekag se aproximaban cada vez más. Lo único que Herdi tenía claro era que bajo ningún concepto iba a abandonar a su compañero. Si tenían que morir, lo harían juntos.

Romkha aterrizó en el suelo de un salto y corrió hacia ellos, con la espada en alto y profiriendo gritos.

—Estúpido Hérdierk cerebro de mosquito.

Dicho esto Tradi se abalanzó sobre el enemigo, que en ese instante descargaba un tajo brutal directo a su cabeza. El enano detuvo el golpe con el mango del hacha y tras un breve forcejeo, tomó impulso y se quitó de encima al sherekag con un rugido de rabia. Romkha se precipitó hacia atrás y estuvo apunto de caer al suelo, sorprendido por la fuerza del pequeño guerrero. En ese momento cuatro enemigos más saltaron desde la pendiente y rodearon al leñador.

—¡Por Gorontherk! —Herdi corría pico en alto hacia los recién llegados.

Tradi esquivó un nuevo tajo, se escoró hábilmente hacia un lado y el filo de su hacha impactó contra una de las piernas de Romkha, rebanándola de cuajo a la altura de la rodilla. El sherekag cayó al suelo entre aullidos de dolor para ser silenciado de inmediato por otro hachazo que se estrelló en su frente. La cabeza de Romkha se abrió como un melón maduro y sus secuaces intercambiaron miradas de desconcierto; aquel enano había despachado a su líder sin mayores problemas.

Herdi cargó contra ellos y atravesó con la punta de su pico el pecho del que tenía más cerca. Tradi desgarró el estómago de otro con un enérgico hachazo y los dos restantes retrocedieron hacia la ladera. El leñador se dirigía hacia ellos dispuesto a matarlos a ambos cuando una flecha se le clavó en el pecho y detuvo en seco su avance. Tres sherekag estaban apostados en un saliente del desfiladero y tensaban de nuevo sus arcos. Dos saetas más se clavaron en el cuerpo del viejo enano.

—¡Tradi! —gritó Herdi.

—Avisa a los nuestros… No consientas que esas bestias me maten por nada.

Tras decir esto, escupió en el suelo un grumo rojizo y se abalanzó sobre los dos que estaban frente a él. Derribó a uno de ellos con el hombro al tiempo que el filo de su hacha hendía el costado del otro. Dos flechas pasaron rozando la cabeza de Herdi; una tercera perforó el cuello del fornido leñador y acabó con su vida.

El joven se disponía a morir luchando cuando Tradi emitió un último y agónico quejido.

—Corre… estúpido.

Maldiciendo, Herdi se internó en la espesura todo lo rápido que sus piernas se lo permitían. Varias flechas impactaron junto a él y una de ellas se le clavó en la espalda, pero siguió corriendo. Alguien debía regresar a La Cantera para informar de la desgracia al Capataz. Ya tendría tiempo de preocuparse por el dolor, si es que lograba salir con vida de aquel bosque interminable.

Algún lugar de la frontera Vardanire-Iggstin

—Un día mi padre se torció un tobillo en los trigales —recordaba Adalma mientras removía el contenido de la olla—. Berd lo trajo a casa en brazos como a un niño de cinco años. Entonces todavía tenía pelo en la cabeza y era muy tímido. Mi madre tuvo que insistir mucho para que se quedara a cenar. Cuando por fin habló para comentar lo buena que estaba la comida, se puso rojo como un pimiento de Terth y derramó su vaso sobre el mantel. Creo que me enamoré de él al instante —añadió riéndose.

Willia sonrió a su vez. Conocía el sentimiento aunque sólo lo había experimentado en una ocasión; era tan joven entonces que apenas lo recordaba.

—Es un hombre muy atractivo —comentó—. Y se conserva de maravilla. No puedo creer que tenga la edad que dices que tiene.

—Él tampoco lo cree y así le va. El año pasado estuvo dos semanas sin poder agacharse. Lo tendrías que haber visto. —Adalma soltó una risita maliciosa—. Caminaba por la casa como un pato, sacando el culo, moviendo la cabeza y graznando maldiciones cada vez que iba al baño.

—¿Qué le sucedió? —inquirió Willia entre risas.

—No sé los detalles pero fue algo relacionado con una apuesta y tirar de una carreta. Por lo visto, me casé con un asno.

Willia volvió a reírse. Habían congeniado enseguida pese a las notables diferencias existentes entre ellas. Apenas se llevaban tres o cuatro años y la esposa de Berd era una mujer muy agradable con una energía desbordante. En cuanto llegó a la caverna se ofreció para ayudarla con la cena y ni corta ni perezosa despellejó un par de conejos que pendían de una cuerda y puso la olla al fuego.

—Todavía se queja de la espalda, aunque el muy zoquete cree que no me doy cuenta. —Adalma suspiró—. ¿Y qué me dices de tu hombre? ¿Cómo lo conociste?

A Willia le pareció muy divertido que diese por hecho que Levrassac era su pareja.

—Oh, no es mi hombre. Hace mucho que lo conozco pero nunca lo ha sido.

—Bueno, ¿cómo fue de todos modos? —insistió Adalma; pocas de sus preguntas se quedaban sin respuesta.

La prostituta sonrió al recordar la primera vez que se encontró con el altísimo asesino.

—Fue una noche, hace muchos años. Volvía del trabajo con dos de mis hermanas cuando nos asaltaron cuatro hombres armados con cuchillos, con intención de robarnos y de violarnos, supongo.

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