Todos los rostros estaban pintados de negro y sólo cuando abrían la boca se podía constatar que aquellos seres no eran simples humanos medio salvajes. Sus incisivos eran colmillos largos y afilados; junto a sus ojos, surcados por venas rojizas, contrastaban con los semblantes ennegrecidos y componían aterradoras máscaras de crueldad.
Vestían pieles de los animales más variados y piezas de armaduras de procedencia tan dispar como las armas que enarbolaban. Skráver pudo ver desde toscas mazas consistentes en piedras anudadas a palos, hasta mandobles forjados por herreros muy habilidosos; alabardas imperiales, cimitarras callantianas, manguales higurnianos, hachas, porras, cuchillos, lanzas, picas, huesos enormes y útiles de labranza destartalados. Un guerrero de un solo ojo agitaba sobre su cabeza una herrumbrosa cadena de hierro. El hacha de dos manos que portaba su Caudillo era sin duda obra de enanos, aunque también tenía el color ocre oscuro característico del óxido.
El Señor de la Guerra detuvo su caballo justo frente al Caudillo Chumkha y decidió esperar unos instantes antes de levantarse el visor para hablar. La imagen de las veintiséis cabezas putrefactas que pendían del estandarte de aquel gigante lo obligó a tragar saliva. Antes de mostrar su rostro se aseguró de no dejar traslucir el más mínimo indicio de inquietud.
—Te saludo. Soy Skráver Barr, Señor de Barr y Comandante de los ejércitos de Rex-Preval —declaró en un tono que mezclaba el respeto con la arrogancia propia de su casta.
El enorme sherekag se quedó mirándolo sin decir nada. A diferencia del resto, él no se había teñido la cara de negro. Bajo el yelmo en el que habían incrustado torpemente los cuernos de un toro, el rostro del Caudillo era aún más brutal que el de sus guerreros. Tenía la nariz chata, de una anchura exagerada producto sin duda de la rotura del tabique. Aunque mantenía la boca cerrada, los dos colmillos inferiores sobresalían como pequeñas puntas de lanza entre sus labios. Sus ojos miraban a los humanos como los de un lobo agazapado entre la maleza, dispuesto a saltar sobre una presa desprevenida.
El coloso levantó el estandarte y profirió un alarido tan terrible que los caballos se encabritaron y hubiesen huido de allí de no ser por la firmeza con la que sus jinetes sujetaban las bridas.
—El Gran Chumkha te saluda, humano —intervino uno de los guerreros que flanqueaban al gigante—. Soy Ugkha, segundo al mando de los ejércitos del Caudillo Imbatible. Supongo que vienes a decirnos que habéis terminado con vuestras disputas y ya podemos embarcar.
Era alto y robusto, aunque al lado del Caudillo todos parecían niños. Llevaba la cabeza afeitada salvo por un mechón de cabellos revueltos que brotaba en el centro; la coraza que vestía tenía grabado el blasón imperial.
—Así es —respondió Skráver con frialdad—. Los botes os conducirán a las carracas, que son los barcos más grandes. Una vez desembarquemos encabezaréis la ofensiva mientras nosotros armamos la maquinaría de asedio. Te recuerdo que en la orilla nos esperan nuestros aliados higurnianos, así que antes de atacar a nadie…
—No irás también a recordarme que no tenemos que matar a la tripulación del barco. Al igual que tú hemos recibido instrucciones, Señor de Barr. Estamos deseosos de matar humanos pero no somos estúpidos.
A Skráver le sorprendió el comentario. Tenía entendido que aquellas criaturas eran salvajes irracionales pero el tal Ugkha se expresaba con mayor coherencia que muchos de sus soldados y que algunos de los Señores, inclusive.
—Date prisa cuando montes tus catapultas y toda tu parafernalia o lo más probable es que no llegues a utilizarla —zanjó el sherekag con arrogancia.
Los guerreros que rodeaban al Caudillo estallaron en carcajadas y Chumkha los imitó, aunque no sabía a qué venía el jolgorio.
—Está todo dicho entonces —concluyó Skráver—. Nos veremos en Rex-Higurn.
Los jinetes picaron espuelas y cabalgaron hacía donde esperaba el ejercito prevaliano. Tras ellos, los sherekag empezaban a subir a los botes en una interminable procesión que surgía de los pantanos y poco a poco iba cubriendo toda la superficie de la playa.
Skráver reflexionaba sobre las palabras altaneras de Ugkha. Para tomar su primer objetivo, la ciudad de Zevlarev, necesitarían las catapultas y las torres, pero todo lo que estuviese entre la costa y la ciudad sería arrasado sin paliativos por aquella horda. Cuando llegó junto a sus hombres dio las órdenes pertinentes y los prevalianos iniciaron sus maniobras de embarque.
Desde su montura, Barr observaba a sus aliados con desconfianza. Aquella horda por si sola suponía un peligro incalculable; si les sumaban los diez mil que invadirían Rex-Callantia junto a las tropas del Cónsul, los sherekag los superaban en aquella campaña en una proporción de casi dos a uno. Los dioses quisieran que Húguet Dashtalian supiese a qué estaba jugando.
Palacio del Emperador, Ciudad Imperio
Las dos criadas dejaron sobre la cama el vestido, las joyas y la capa de piel de armiño y esperaron en silencio. Transcurrido el tiempo pertinente, se retiraron sin proferir palabra. La Emperatriz siempre se vestía sola pero su obligación era estar presentes por si las necesitaba. Con los años aquello se había transformado en un ritual y Zeleia no necesitaba decirles nada; ellas mismas sabían cuando debían abandonar sus habitaciones.
Zeleia de Alssier tenía veintinueve años y llevaba doce como consorte del Emperador. Gracias a su matrimonio, la Baronía de Alssier se había vinculado a la familia Imperial y uno de los suyos heredaría el trono. Belvann VI se encaprichó de ella cuando apenas tenía trece años y tanto el Barón como su esposa se cuidaron de mantenerla lejos de las garras del lujurioso monarca. Aquello no hizo sino aumentar su interés y finalmente establecieron un compromiso formal. El Emperador pidió la mano de la joven y se concertó su matrimonio para cuando alcanzase la mayoría de edad. Zeleia era entonces una jovencita de cabellos rubios a la que pretendía medio Imperio. Su nariz pequeña y respingona, los ojos almendrados de un color gris poco frecuente y aquellos labios carnosos que guardaban una sonrisa de marfil, dotaban a su rostro de una belleza difícil de igualar.
Llegado el momento se celebraron los esponsales con el fasto pertinente y la familia Alssier sintió cómo daban comienzo sus días de mayor gloria. Al mismo tiempo empezó la pesadilla en la que se había convertido la vida de la joven emperatriz. En la noche de bodas, cuando el Emperador la desnudó sin la menor delicadeza, contempló cómo aquella frágil niña de la que se había encaprichado era ahora una mujer que no lo satisfacía lo más mínimo.
En la transición de su adolescencia, Zeleia había heredado la robusta constitución de su padre. Sus caderas se habían ensanchado al igual que su espalda. Aquellos hombros, que se insinuaban sensuales dentro del vaporoso vestido de novia, eran recios, casi masculinos; sus piernas, aunque muy bien torneadas, eran más anchas que las de su marido. El hermoso escote ocultaba unos pechos voluminosos y caídos, con grandes pezones rosados. Su trasero era también amplio; firme y terso, pero con leves hoyuelos de incipiente celulitis. Su esposo la había ignorado por completo durante la ceremonia y el posterior banquete y las primeras palabras que le dedicó la hirieron como si la azotasen con un millar de látigos.
—¡Me he casado con una vaca!
En aquel entonces Belvann ya se había acostado con centenares de prostitutas, criadas y jóvenes en busca de ascender del modo más rápido. Le gustaban delgadas, de carnes prietas y curvas acentuadas. Durante los años transcurridos entre la pedida de mano y el matrimonio apenas vio a su prometida en tres ocasiones, siempre con elegantes vestidos que estilizaban su figura. El cuello de Zeleia era largo y su rostro ovalado poseía una belleza indescriptible. Belvann se había masturbado con frecuencia pensando en la noche de bodas y cuando finalmente llegó, se sentía ofuscado, irritado y estafado. Intentó penetrarla con brusquedad pero la joven era virgen y se quejaba de dolor ante las brutales embestidas. Cuando logró su objetivo se marcho rápidamente de la habitación y dejó a Zeleia llorando, tumbada de espaldas sobre una cama manchada de sangre.
La joven intentó buscar consuelo en su madre y la Baronesa se enfadó de tal modo que rompió una sopera de valiosa porcelana; para su consternación la ira de su madre iba dirigida contra ella, no contra aquel salvaje que la había desposado. La insultó, la abofeteó y le espetó con crueldad:
—Si el Emperador te repudia serás la vergüenza de nuestra casa ¡Ya le dije a tu padre que no debíamos consentir que te atiborrases de dulces!
Aquello era falso. Zeleia no era golosa y nunca había abusado de la comida. Era una chica vital y dinámica a la que le gustaba cabalgar y dar largos paseos por los verdes parajes que rodeaban su castillo; su constitución robusta era herencia de su padre, no producto de la gula o la desidia.
Pese a todo, su cuerpo no carecía de atractivo y sensualidad. La mayoría de los hombres la hubiesen encontrado deseable pero la joven nunca había conocido más varón que el Emperador, al que estaba prometida desde que era apenas una niña y al que había llegado a amar sin conocerlo de nada.
Zeleia pasó los primeros años de su matrimonio siguiendo una estricta dieta. Perdió mucho peso, pero aquello solo produjo que el rechazo de su marido se acentuase. Su rostro se tornó mustio y perdió gran parte de su atractiva lozanía; sus pechos menguaron de tamaño pero sus caderas no disminuyeron un ápice. Mientras se esforzaba por adaptarse a los gustos de su marido, éste se dedicaba a fornicar con todas las mujeres que se ponían a su alcance, cada vez con menos recato. Llegó un momento en el que se presentaba con sus amantes en los actos públicos y les hacía las carantoñas más desvergonzadas, sin importarle nada la opinión de los presentes y mucho menos la de su esposa.
Atrapada entre el desprecio de su marido y las presiones de su familia porque engendrase un heredero, la inocencia de Zeleia se fue tornando en un profundo odio hacia Belvann, hacia su madre y hacia toda la corte. Su carácter jovial se avinagró y en raras ocasiones abandonaba el palacio. Acompañaba impasible a su esposo en las recepciones oficiales y despedazaba con los ojos a todo aquel que osase mirarla. Sabía que a sus espaldas la llamaban Lady Astada pero terminó por no darle importancia. Siguiendo sus instrucciones, la Guardia Imperial recorría el territorio degollando a las amantes del Emperador que se habían atrevido a engendrar bastardos.
Con el tiempo, ella misma tuvo varios amantes que la hicieron sentirse deseada y abandonó sus absurdos regímenes. Sus mejillas volvieron a ser sonrosadas y su cuerpo voluptuoso. Una noche, el Emperador invadió sus aposentos totalmente borracho y la poseyó por primera vez en los cinco años que habían transcurrido desde sus esponsales. A Zeleia, mucho más experta entonces, le resultó repugnante la experiencia pero se encargó de satisfacer sus caprichos. Desde entonces, aunque de modo esporádico, el monarca la visitaba en busca de algo distinto a las jovencitas escuálidas que solía frecuentar.
Y por fin, tras doce años de humillaciones, Zeleia de Alssier llevaba en su vientre un heredero al trono. No era la primera vez que se quedaba encinta pero en la anterior ocasión el padre era un Teniente de la Guardia y se vio obligada a abortar. Belvann ni se dignaba a mirarla en aquel entonces y hubiese matado a la criatura, repudiado a su madre y sumido a los Alssier en la más denigrante vergüenza. La vida de aquel nonato era una más de las cuentas que tenía pendientes con su esposo. Quizás había llegado el momento de saldarlas todas.
La Emperatriz se levantó de la butaca en la que se había estado peinando y empezó a vestirse. Mientras lo hacía contemplaba su figura en un gran espejo, una costumbre que llegó a perder por completo durante sus primeros años de matrimonio. Pero ahora ya no era aquella jovencita tonta, enamorada de un hombre que la despreciaba. Estaba orgullosa de la rotundidad de sus formas, del sonrosado color de su piel y de la belleza de su rostro. Se había introducido en los vericuetos de la política y superaba ampliamente en ese apartado a su esposo, hasta el extremo de ser ella la que estaba presente en muchas de las reuniones del Consejo de Nobles. En la que iba a celebrarse ese día se trataría un tema delicado al que Belvann, fiel a su carácter, no concedía la más mínima importancia.
En ese momento llamaron a la puerta. Zeleia reconoció el característico sonido y dio paso a la visita mientras se anudaba el corsé.
—Adelante Hovendrell.
El veterano Comandante entró en la habitación y cerró la puerta tras él sin dirigir la vista hacía la Emperatriz, que seguía vistiéndose despreocupadamente.
—Alteza, vengo a informaros de las últimas noticias. Me temo que la situación se agrava por momentos.
—¿Has informado también a mi esposo? —inquirió Zeleia mientras se colocaba las mangas del vestido.
—No lo he considerado necesario; ya ha dejado muy clara su postura al respecto y en estos momentos se halla en sus habitaciones acompañado por dos jóvenes que…
—Ahórrame detalles, Comandante, y dime que noticias son esas.
—Esos diez mil hombres continúan apostados entre los territorios de Bádervin, Terth y Dahaun. Nuestros informadores confirman que cuentan con caballería y maquinaria de asedio. El Cónsul Dashtalian va a la guerra, ya no cabe la menor duda —confesó el anciano con preocupación.
—¿Crees que tienen intención de atravesar Paso de Tiro? —Zeleia se colocó la capa de armiño sobre los hombros.
—No podemos saberlo con certeza. Personalmente, lo dudo; pese al considerable despliegue no son suficientes para tomar el puesto fronterizo. De lograrlo sería a costa de un número de bajas desproporcionado. Una maniobra absurda, impropia de un hombre como Dashtalian.
Paso de Tiro era la Intendencia que limitaba Rex-Drebanin con Tierras Imperiales. Si bien estaba en territorio drebaniano, su Intendente era un Capitán Imperial que pagaba sus tributos al Consulado pero respondía únicamente ante el Emperador. El Paso era una pequeña jurisdicción flanqueada por las Cordilleras de Hánzlik y bajo régimen militar. En La Gran Guerra fue uno de los últimos bastiones humanos en caer y contuvo durante años a los ejércitos sherekag, incapaces de atravesar las montañas. Cuando terminó el conflicto, el territorio se anexionó a Rex-Drebanin pero permaneció como cuartel militar de los Gloriosos Devastadores, la élite de los ejércitos del Emperador.