—No puedo ayudarte, humana… Soy viejo… Estoy ciego, débil, preso… No tengo fuerzas ni para romper la cadena de los sucios niños…
—¡Todos morirán! —se interrumpió a sí mismo.
—¡Oh, sí! —prosiguió—. Pero necesito el poder del Ojo… Sin él, no puedo ayudarte… Ni siquiera puedo verte.
—Tendrás ese poder, Gran Zighslaag. —Lehelia estaba cada vez más segura de lo que hacía—. Te daré el suficiente para llevar a cabo el sencillo favor que te pediré, pero el Ojo no te será devuelto hasta que no termines la tarea. Ése es mi trato.
El demonio balanceaba sus dos cabezas en silencio; aquel resuello entrecortado y las salpicaduras de sus babas al gotear sobre el suelo fue lo único que se escuchó durante un buen rato. Cuando por fin habló, lo hizo en un tono que parecía incluso amistoso.
—La hembra es lista… ¡Oh, sí…! Quizás quieras que cree un vínculo con ese humano débil que tiene mi Ojo… Ése que alberga el Poder Primordial en su cuerpecillo fofo… ¿No es así, hembra? —preguntó la voz grave; su otra cabeza esbozaba una mueca horrenda que debía ser una sonrisa.
—Así es.
—Bien, bien, bien… ¡Oh, sí…! Crearé ese vínculo, sí… Pero el humano debe acercarse… Es necesario, sí… No puedo crear el vínculo si no toco al humano… Acércate, pequeño Porcius… Puedes traer el Ojo contigo si lo deseas… —dijo la voz envejecida con un gemido gorgoteante.
—Dámelo, Porcius. —Lehelia se lo quitó de las manos.
—Pero… No pretenderás que vaya donde él ¡Me matará, hermana!
—Si dañas a mi hermano me marcharé con el Ojo y permanecerás aquí hasta que el Ciclo de La Creación llegué a su fin. Si le tocas un solo cabello perderás tu ocasión, Zighslaag. Eres muy anciano y muy sabio. Espero que actúes como tal.
—No voy a dañar a tu hermano… ¡Oh, no! Nunca se me ocurriría… Hace mucho que nos conocemos, ¿no es así, Porcius Dashtalian? —repuso la cabeza de reptil—. Acércate… Sellemos el vínculo…. ¡Oh, sí!
El joven se fue aproximando al demonio con pasos inseguros. A su lado iba Mough, que no parecía ser consciente de que aquel ser podía aplastarlo como a un insecto. Conforme avanzaban, Porcius comprobaba que la criatura estaba más lejos y era mucho más grande de lo que le había parecido. Sus dos cuellos tenían las dimensiones de las murallas que rodeaban Vardanire. Cuando estuvieron a la distancia adecuada, la cabeza con pico de carroñero fue descendiendo hasta situarse justo frente a él. Su respiración, su aliento putrefacto y la visión de sus colmillos, tan grandes como el propio Mough, estuvieron apunto de provocarle un desmayo.
—Acaricia mi pico, Porcius Dashtalian… Con eso bastará… ¡Oh, sí!
El joven dio un paso corto hacia delante y luego otro más corto aún. Las cuencas en las que un día hubieron ojos encerraban una masa de oscuridad que parecía mirarlo… Fue entonces cuando la cabeza de reptil se lanzó en picado sobre él, abrió sus fauces y liberó una lengua viscosa que lo envolvió como una sábana rojiza, húmeda y maloliente.
—¡Lehelia! ¡Lehelia! ¡Auxilio!
Mientras aquellos dientes negros masticaban su cuerpo, Porcius pudo ver como Lehelia, el Capitán y el propio Mough se reían. Su hermana lo señalaba y se burlaba de él entre carcajadas de crueldad. Cuando ya era una masa informe de huesos quebrados y carne triturada, la lengua de Zighslaag lo empujo hacia su garganta. De ella surgía arrastrándose su hermano Hígemtar. Tras él iban Sálluster Artémir, Liev Binner, Hatzell Bertie, el Maestro Véller y cientos más… Descuartizados, zozobrantes. Todos lo miraban con la agonía reflejada en sus rostros sanguinolentos.
Los gritos de Porcius despertaron al joven guardia con el que compartía su lecho. Éste, al ver que no lograba calmarlo, salió disparado en busca de la persona a la que llamaba entre espasmos y sollozos histéricos.
—¡Lehelia! ¡Lehelia! —repetía ya despierto pero con las risas de Zighslaag martilleando su cabeza.
Cuando estaba en mitad del pasillo, el guardia dio marcha atrás y regresó a la habitación a toda velocidad. No podía presentarse en los aposentos de la Dama Lehelia en medio de la noche y completamente desnudo.
El Gran Círculo, Vardanire
Aquel chico era estúpido, definitivamente. Tenía la fuerza de un buey pero atacaba como lo haría un tigre, con la salvedad de que ni la agilidad ni la rapidez del felino se contaban entre sus virtudes. Se abalanzaba hacía su oponente levantando la maza con ambas manos al tiempo que dejaba al descubierto el tórax, el abdomen, los genitales, la yugular y muchas otras zonas en las que el impacto de un golpe, sin excesiva precisión, acabaría con él en un abrir y cerrar de ojos. Gritaba, en un intento de acumular fuerzas en el ataque que nunca tendría la ocasión de efectuar.
Guresian contuvo sin problemas al aspirante propinándole un golpe seco en la boca del estómago. En un acto reflejo, el muchacho se llevó una mano al vientre y el instructor lo remató con un mazazo en el cuello que lo tumbó de bruces contra el suelo de arena.
—Madera. —Guresian mostraba su maza al grupo de jóvenes que lo rodeaban—. Un trozo de madera esgrimido por un viejo. El segundo golpe que ha recibido… ¿cuál era tu nombre? —preguntó al mozo, que en ese instante se levantaba aparatosamente del suelo.
—Srómac, señor —respondió mientras se frotaba la zona en la que había impactado la madera de la que hablaba el instructor.
—Srómac, sí.
La torpeza con la que se incorporaba el muchacho no hacía sino ratificarlo: era lo que los luchadores más expertos llamaban «carne muerta».
—Como decía, el remate podría haber matado a Srómac de habérselo propinado en un combate real un hombre más joven y fuerte que yo. Si esto —señalaba con el dedo la maza de entrenamiento— fuese acero afilado en manos de una niña de diez años, el primer golpe hubiese bastado para mandar a Srómac al cementerio, con el vientre abierto y las tripas colgando a modo de decoración.
La decena de aspirantes escuchaban con atención pero Guresian sólo distinguió atisbos de comprensión en dos o tres de ellos. El resto pensaban que nunca hubiesen intentado un ataque tan absurdo y estaban deseosos de que el instructor los seleccionase para una nueva prueba. Casi todos eran campesinos a los que una infancia de duro trabajo en el campo había dotado de fuerza considerable. Con toda seguridad a muchos les habrían dicho alguna vez que eran «el hombre más fuerte de la región».
Peleas de taberna y pueriles exhibiciones levantando pesos bastaban para que aquellos muchachos se convenciesen de que su futuro estaba lejos de la vida de sacrificio que llevaban sus familias. La gloria de La Competición atraía a diario a muchos chicos como aquellos y sólo uno de cada veinte salía con vida de su primer combate armado. Los que en ese momento trataba de instruir apenas habían disputado dos o tres peleas y ya tenían la intención de tomar la espada; se sentían invencibles por haber tumbado a puñetazos, delante de miles de espectadores, a pobres infelices tan inexpertos como ellos.
En su juventud, Férrell Guresian fue soldado y participó en decenas de batallas sin asomo de gloria. Por cada campaña de meses cobraba la mitad de lo que percibía uno solo de aquellos insensatos si salía vencedor de un combate con acero de por medio. En sus más de cuarenta años de militar tuvo miles de compañeros y sirvió a decenas de Comandantes, unos grandiosos, otros anónimos y otros despreciables. La mayoría estaban ya muertos pero todos habían vivido lo suficiente para que se pudiesen escribir largas crónicas sobre sus triunfos y sus miserias. La historia del más capacitado de los jóvenes que le rodeaban pasaría en unas semanas de cuidar cerdos a morir atravesado por el acero en presencia de una multitud embrutecida. La gloria de La Competición consistía en eso, la mayoría de veces.
—Salid a correr —ordenó—. De momento es lo más útil que os puedo enseñar. Si corréis más que vuestro oponente es posible que lo matéis de agotamiento y así no os desollará vivos. ¡Vamos estúpidos! ¡Corred! —añadió dando fuertes palmadas.
Los muchachos emprendieron la marcha, entre las burlas del resto de luchadores que entrenaban en el Gran Círculo aquella mañana desapacible. El cielo estaba totalmente encapotado y apenas podía intuirse la posición del sol. Las esposas de los campesinos abarrotaban el templo; rezaban al Grande para que las nubes dejasen caer sobre Rex-Drebanin el agua que guardaban. En días como aquel, los drebanianos veían pasar las promesas de lluvia sobre sus cabezas sin detenerse, avanzando impertérritas en dirección al norte, más allá de las Colinas de Hánzlik, hacia Rex-Preval. Unas tierras donde las únicas lluvias que importaban eran las de sangre.
—¿Qué te parece mi muchacho, Guresian? Es fuerte ¿eh?
Un soldado vestido con el peto de la guarnición de Disingard le palmeó el hombro con una familiaridad inapropiada y bastante desagradable. El instructor miró con frialdad al recién llegado intentando recordar quién era y de paso, a quien demonios llamaba «su muchacho». Por fin hizo memoria; aquel tipo que le sonreía como si acabara de ganar una fortuna a los dados era un tal Dúller, un miliciano de Disingard al que habían ascendido a Sargento no hacía mucho. El muchacho del que hablaba era Srómac, el aspirante que acababa de servir de lección de cómo no se debían hacer las cosas en el Gran Circulo. Aquel fantoche era su padre y sólo por eso, a Guresian ya le resultaba repulsivo. No solía tratar con ellos ya que la mayoría no aprobaban la decisión de sus hijos de ganarse la vida de esa manera; cuando alguno se presentaba en los entrenamientos era para intentar convencer al chico de que volviese con su familia. Los pocos que se dirigían al instructor lo hacían para rogarle que tuviese paciencia y se asegurase de que no salieran a la arena hasta estar totalmente preparados.
Pero él no tenía ningún control sobre eso. Él no decidía cuándo debían combatir, ni mucho menos contra quién; se limitaba a entrenarlos lo mejor que podía. En las raras ocasiones en las que alguien le pedía su opinión, su respuesta era siempre la misma: «Todavía no está preparado». Hacía años que nadie le consultaba nada.
Conversar con los padres de aquellos chicos era conversar con hombres y mujeres desesperados que no se hacían a la idea de sobrevivir a las criaturas que ellos mismos habían engendrado. Guresian sabía perfectamente lo pesada que era esa carga y no necesitaba que nadie se lo recordase. La tristeza resignada con la que veía caer a sus pupilos no era nada comparada con el dolor que sintió cuando sus propios hijos murieron acuchillados a traición en el transcurso de una pelea. Tenían dieciocho y dieciséis años y trabajaban en Puertociudad como estibadores. A los aspirantes de La Competición les pagaban por luchar y morir noblemente, por propia voluntad. Él les procuraba los medios para sobrevivir el mayor tiempo posible y nada más podía hacer.
Pero gusanos como ese Dúller le provocaban nauseas. Por lo visto acompañó personalmente a su hijo a inscribirse y no parecía darse cuenta de que el muchacho no servía. Últimamente proliferaban sujetos así, la mayoría campesinos arruinados que buscaban en la lozanía de sus cachorros un medio de sustento. Aquel tipo pertenecía a otro grupo aún más infame: el de los soldados y milicianos que se creían expertos combatientes. «Le he enseñado todo lo que sé y creo que está listo», solían argumentar aquellos imbéciles. Cuando se interesaban por los progresos de «sus muchachos», Guresian respondía con una frase que sólo faltaba a medias a la verdad: «El chico es fuerte y pone ganas». Aquello era cierto pero lo mismo podría decirse si el mozo en cuestión intentase derribar los muros del Consulado a cabezazos.
En esta ocasión decidió ser sincero. Sabía que no serviría de nada pero le apetecía serlo.
—Tu hijo es un patán lento, pesado y estúpido. Morirá en su primer combate y dudo que sea capaz de aguantar en pie lo que tarda una piedra en caer de un taburete. Ni aunque pasase tres años dedicándome a él en exclusiva lograría que se pareciese remotamente a un luchador. Si en algo aprecias su vida oblígalo a retirarse hoy mismo de los combates armados; puede seguir compitiendo en lucha sin armas si lo desea. Le darán alguna paliza pero, como bien dices, es muy fuerte y no será nada que no pueda soportar.
Dicho esto se alejó de allí aprovechando que Dúller no era capaz de articular palabra. Probablemente le respondería con alguna impertinencia, Guresian se vería obligado a darle una zurra y esas cosas ya hacía mucho que no le proporcionaban la más mínima satisfacción. Cuando pasaba junto a la caseta donde se guardaba el equipo se arrepintió de inmediato de haber tomado aquella ruta.
—Guresian, precisamente te andaba buscando.
Un hombre grueso vestido con una ostentosa túnica de seda morada se acercaba a él exhibiendo una sonrisa del tamaño de una rodaja de sandía. Llevaba cogido del brazo a un chico muy robusto que superaba los seis pies y medio de estatura; el instructor recordaba haberlo visto pelear un par de veces en la sesión matinal.
—El Honesto Blama en persona —dijo Guresian sin ningún entusiasmo.
—Señor de Blama —lo corrigió el posadero al tiempo que pasaba la mano por sus vestimentas y le guiñaba un ojo de modo compulsivo—. Aunque un viejo amigo como el Primer Instructor se puede tomar esas familiaridades —añadió con una risita.
A su lado, el gigantón se mantenía impasible, con la misma expresión que tendría una vaca paciendo en un prado.
—¿Y a que debo el honor de tu visita, Señor?
—Te traigo a Rologhard para que lo adiestres con tu incomparable sapiencia, amigo mío —respondió Blama con afectación—. Lo he tomado a mi servicio y quiero que lo conviertas en el próximo Campeón de Rex-Drebanin.
Guresian miró de arriba abajo al chico. Grande y fuerte, como tantos otros; transformar a aquel tabernero panzón en la más bella cortesana de Ciudad Imperio sería una tarea más sencilla.
Desde que Dahenge se retiró de La Competición el título de Campeón estaba vacante. Klúsker, el único luchador de nivel tres que quedaba, aún se estaba recuperando del tajo en la garganta que casi le costó la vida contra El Segador; no parecía que fuese a reaparecer por el momento. El resto de candidatos estaban muy igualados y los promotores no querían arriesgarse a poner el título en juego. Necesitaban luchadores capaces de retenerlo; que cada semana hubiera un nuevo Campeón iba totalmente en contra de sus intereses.
Como consecuencia, todos los días aparecían diez nuevos aspirantes y los tipos grandes como aquel Rologhard parecían surgir de debajo de las piedras. Nadie había olvidado al Segador, que tuvo en sus manos a Dahenge y lo dejó escapar; se había instaurado la absurda idea de que los grandullones eran el futuro de La Competición, algo que sacaba de quicio a Guresian. Los luchadores de ese tamaño solían ser confiados, ofrecían un blanco demasiado fácil, tenían poca movilidad y se agotaban en los combates largos. Otra cosa muy distinta eran los Hombres del hielo de Urdhon, un pueblo de gigantes que sólo cruzaban las lejanas Aguas del Norte para asaltar barcos.