Se levantó apoyándose en la mesa.
—¿Me podéis prestar un par de pantalones? Tengo que bajar a la Chapuza a ver si está allí Elin, si no no sé qué podemos hacer.
Simon fue a buscar al cuarto de las ropas viejas, el pequeño trastero donde guardaban ropas y chismes de varias generaciones. Anders se quedó a solas con Anna-Greta en la cocina. Miró con ansiedad el vasito vacío, pero Anna-Greta, al guardar la botella, había dejado claro lo que había.
—Protege frente al mar —dijo Anders—. ¿Qué quiere decir eso?
—Otro día hablaremos de eso.
—¿Cuándo?
Anna-Greta no contestó. Anders observó la fotografía de Elsa. Aquella mujer parecía enfadada, enfadada y decepcionada. Si parecía que para la gente que salía en el resto de las fotografías el hecho de que les hicieran una foto era un trabajo duro, Elsa parecía que se lo tomaba como un insulto. Su mirada irritada lo alcanzó al cabo de setenta años y le hizo sentirse realmente mal.
—¿Siempre estaba sola? —preguntó Anders—. ¿Elsa?
—No, estaba casada con un hombre bastante más mayor que ella. Anton, creo que se llamaba. Pero tenía problemas de corazón, así que... le dio un infarto y murió.
—¿Mientras estaba fuera pescando?
—Sí. Y ¿tú cómo lo sabes?
—Y fue ella quien lo encontró en el barco. Algunos peces estaban aún vivos, pero él estaba muerto.
—Eso no lo sé, pero fue ella quien lo encontró, eso es cierto. ¿Quién te lo ha contado?
—Elin.
Simon entró en la cocina con un par de pantalones anchos que parecían de los que usan los militares. Se los dio a Anders con un cinturón y le dijo:
—No sé, esto es lo que he encontrado.
Anders se puso los pantalones, que le quedaban demasiado grandes, y se los ajustó con el cinturón. Eran muy cómodos, aquellas perneras tan anchas no le rozaban en las heridas. Simon estaba de pie observándole con los brazos cruzados.
—¿En serio vas a salir otra vez? ¿Crees que haces bien? ¿Quieres que te acompañe?
Anders sonrió.
—No creo que puedas hacer mucho, y además... —Anders señaló con la cabeza el armario alto de la cocina—, yo llevo protección, ¿no es así?
—Yo de eso no sé nada y creo que Anna-Greta, en realidad, tampoco.
—Es cierto —dijo Anna-Greta—. Solo son supercherías.
—Bajo a mirar —insistió Anders—. Os llamo. Tanto si está como si no. Y ya veremos qué hacemos.
Cogió prestada una linterna y se ajustó los pantalones, haciendo una mueca de dolor cuando le tiró la herida. De camino hacia la puerta se volvió. Acababa de tener una corazonada. Llevaba tiempo sospechándolo, pero en ese momento se le hizo evidente y se podía expresar.
—Fantasmas —exclamó—. Existen los fantasmas.
Se despidió de Simon y de Anna-Greta y salió a la oscuridad de la noche. Antes de encender la linterna contempló el cielo. ¿No se veía un resplandor anaranjado en las ligeras nubes que cubrían Kattudden? Sí, claro que se veía, y no le preocupaba lo más mínimo. De todos modos se dio media vuelta, entró en la cocina y dijo impasible:
—Creo que hay fuego en Kattudden otra vez.
Si Simon y Anna-Greta querían hacer algo de eso, era cosa suya. Él no tenía fuerzas. Había sido una noche larga y ya eran casi las tres. Deseaba que al llegar a casa Elin estuviera acostada y dormida en la cama, como si todo lo que le había pasado hubiera ocurrido en sueños y fuera posible olvidarlo.
Cuando se acercaba a la Chapuza rodeó el cobertizo de las herramientas y cogió el hacha. Probablemente sería tan inútil como la estaca que había usado antes, pero le daba cierta seguridad tenerla en la mano y quizá una arma con filo fuera más eficaz.
Arriba en el pueblo empezó a sonar la campana de avisos justo en el momento en el que él se disponía a abrir la puerta. La puerta estaba cerrada con llave. Se quedó pensando. No, él no había cerrado con llave al salir. Y la luz de la cocina estaba apagada. Cuando salió la dejó encendida.
—¡Elin! —gritó a través de la puerta cerrada—. ¿Elin, estás ahí? La puerta era vieja y mala, el trabajo paciente de muchos inviernos había hecho que se desencajara del marco. Él introdujo la hoja del hacha en la ranura por encima de la cerradura y la forzó. La puerta se abrió con un golpeteo y él entró, dijo en voz baja:
—¿Elin? Soy yo.
Se quitó los zapatos y cerró tras él la puerta, ahora aún más torcida. A pesar de que el cansancio que sentía parecía demasiado grande para caber en aquel cuerpo tan delgado, el miedo puso de nuevo en marcha la adrenalina mientras se deslizaba sigiloso por el pasillo abrazado al hacha.
No más ahora. No más
.
La luz de la linterna hacía que los muebles de la cocina parecieran funestos, creando formas desagradables.
—Elin —susurró—. Elin, ¿estás ahí?
El suelo de la cocina crujió bajo sus pies y él se detuvo, escuchó. La campana de avisos se oía con menos nitidez dentro de casa, pero se superponía a cualquier pequeño ruido que pudiera advertir de la presencia de otra persona.
Siguió avanzando hasta el cuarto de estar. La cocinilla todavía desprendía un poco de calor, y Anders pasó varias veces la luz de la linterna sin encontrar nada raro, salvo que la puerta del dormitorio estaba cerrada. Se humedeció los labios con la lengua, que aún estaba acartonada por el ajenjo, y parecía que aquel sabor se le había metido tan profundamente en el cielo del paladar que no iba a poder quitárselo nunca.
Cuando empujó el tirador de la puerta hacia abajo vio que esta estaba atrancada desde dentro. Pero estaba hecho de cualquier manera, y la silla colocada con ese propósito se cayó en cuanto él apretó.
Elin estaba sentada en la cama, apoyada en el cabecero. Se había envuelto con el edredón y solo se le veía la cabeza. A los pies de la cama la sábana estaba manchada de restos de sangre y barro.
—¿Elin?
Sus ojos lo miraron aterrados. Anders no se atrevió a entrar en el dormitorio ni a encender la lámpara, puesto que no sabía cómo iba a reaccionar ella. Entonces se dio cuenta de que llevaba el hacha en la mano y la dejó a un lado junto a la puerta. Alumbró el dormitorio con la linterna, oyó la campana de avisos. Miró a Elin y una sacudida le recorrió el cuerpo.
Está muerta. La han matado y la han colocado aquí
.
—¿Elin? —susurró—. Elin, soy Anders. ¿Me oyes?
Ella asintió. Débil, muy débilmente. Anders hizo un gesto,
espera un poco
, y se dio la vuelta. A sus espaldas oyó decir a Elin:
—No me dejes.
—Solo voy a hacer una llamada. Ahora vuelvo.
Fue a la cocina, encendió la luz y marcó el número de Anna-Greta, le contó que Elin había vuelto y que ya harían todo lo que tuvieran que hacer cuando hubieran dormido un par de horas. Cuando Anna-Greta colgó, Anders se quedó con el auricular en la mano mirando fijamente la vieja cinta que había sobre la mesa.
¿La música que se toca, puede decirse que... que es una... dicho sea entre nosotros... una música alegre?
Anders quería llamar a algún sitio para que le ayudaran. Quería llamar a Kalle Sändare. Sentarse a la mesa de la cocina con el auricular pegado a la oreja y escuchar, como un bálsamo para su alma, el suave acento de Gotemburgo que poseía Kalle, hablar de cosas sin importancia y reír de vez en cuando.
¿Cómo es posible que pasen estas cosas en el mundo? ¿Que lo que ha ocurrido esta noche exista al mismo tiempo que existe Kalle Sändare?
Colgó el auricular y sintió un escozor muy especial en el pecho. No era a Kalle Sändare a quien él echaba de menos, sino a su padre. Kalle no era más que un símbolo más sencillo y fácil de manejar. Como habían pasado juntos muchas horas divertidas con Kalle, Kalle había llegado a simbolizar a su padre, pero sin todas las asociaciones negativas.
En realidad, con quien quería hablar era con su padre. Esa ausencia que él había evitado reconocer reptaba hacía arriba en su pecho, alargando sus garras hacia su corazón. Él la contuvo y entró en el dormitorio.
Elin estaba tal como la había dejado. Él se sentó con cuidado a su lado en el borde de la cama.
—¿Enciendo la luz?
Elin meneó la cabeza. La luz que llegaba de la cocina era suficiente para que él pudiera ver la cara de ella. Bajo aquella débil luz Elin se parecía aún más a Elsa. Elin tuvo en su día una barbilla bien dibujada. Ahora había desaparecido, se le juntaba con el cuello como a Elsa.
¿Cómo lo habrán hecho? Tienen que haberle... destrozado los huesos
.
Su mirada se detuvo en los restos de sangre y barro que había a los pies de la cama.
—Tenemos que... curarte las heridas.
Elin apretó el edredón con más fuerza.
—No. No quiero.
Anders no tenía fuerzas para insistir. Era como si tuviera la cadena de un ancla alrededor del cuello. Su cabeza solo quería hundirse y lo único que deseaba era ir a acostarse. De vez en cuando centelleaban en el interior de sus ojos estelas blancas y él no sabía si era solo el cansancio o si el ajenjo realmente le había envenenado el cuerpo.
—A mí me pasa algo —dijo Elin en voz baja—. Soy una psicópata, debería suicidarme.
Anders estaba con los codos apoyados en las rodillas mirando el armario. No sabía qué era mejor, si contárselo o no. Finalmente se amparó en una sencilla sentencia:
es mejor saber
. Él la había escuchado en los casos de enfermedades y no sabía si era aplicable, pero no tenía fuerzas para dilucidarlo.
—Elin —le dijo—. Hay alguien que te obliga a hacer todo eso. Las operaciones. Lo que haces por las noches. Los sueños. No son tuyos.
En el silencio que siguió, Anders advirtió que la campana había dejado de sonar, no sabía desde hacía cuánto tiempo. Se oía la respiración de Elin. El zumbido de su propia sangre envenenada en los oídos.
—Entonces ¿de quién son? —preguntó Elin.
—De otra. De otra mujer. Que está dentro de ti.
—¿Cómo?
—Eso no lo sé. Pero es la mujer que vivía en Kattudden antes de que construyeran vuestra casa. Se quiere vengar, y te está utilizando. —Anders dudó, y luego añadió—: Tenía el mismo aspecto que tú tienes ahora. Es ella quien te ha forzado a... a operarte para parecerte a ella.
Si a Anders le hubieran quedado fuerzas para asombrarse, se habría asombrado de lo que sucedió entonces. Elin tomó aliento, una respiración larga y profunda, y su cuerpo se hundió, se relajó. Ella asintió y dijo:
—Lo sabía. En realidad.
Anders apoyó la cabeza en las manos y cerró los ojos. Las estelas blancas flamearon y desaparecieron.
Es mejor saber. Es mejor
...
Después, debió quedarse dormido unos segundos porque se despertó cuando estaba a punto de caerse hacia un lado. Elin le dijo en voz baja:
—Ve a acostarte.
Anders se levantó, dio un paso y cayó en la cama de Maja. Apoyó la cabeza en la almohada, buscó a tientas el edredón y consiguió taparse con él. Cuando se estaba quedando dormido oyó decir a Elin:
—Gracias. Por ir a buscarme. Por ayudarme.
Anders despegó los labios para contestar algo, pero se quedó dormido antes de que sus palabras lograran salir.
Un niño gritó. Un solo grito prolongado, quejumbroso.
«Grito» no es la palabra correcta, «quejumbroso» no es la palabra correcta, «niño» no es la palabra correcta. Aquello era la expresión más pura de terror que puede emitir un ser humano cuando se encuentra atrapado en un rincón y ve como aquello a lo que más teme se va acercando inexorablemente. Sin usar la lengua, sin usar los labios, solo aire comprimido que sale de los pulmones y retumba a través de una garganta atenazada. Un solo alarido, un alarido primitivo que se propaga a través del esternón cuando viene la muerte.
Anders se despertó y lo vio todo a través de la niebla. La habitación estaba aún oscura y el grito venía de la cama de matrimonio. Era tan aterrador que él mismo sintió miedo. Se encogió, tiró del edredón y se envolvió en él aún más. Elin seguía gritando. Algo le estaba haciendo enloquecer de miedo.
Se oyeron pasos en el porche y luego llamaron a la puerta. Tres golpes fuertes, violentos. El grito interminable de Elin se elevó ligeramente y penetró en el cuerpo de Anders como una vibración, se propagó dentro de él e hizo que empezara a temblar.
Algo sensato dentro de él se fijó en el hacha que estaba al lado de la puerta, le dijo que tenía que lanzarse a cogerla, pero un terror ciego ataba su cuerpo a la cama.
El muñeco de los helados GB. Es el muñeco de GB quien viene
.
Forzaron la puerta de fuera y Anders se cubrió la cabeza con el edredón. Le castañeteaban los dientes y encogió los pies, ni la más mínima parte de él podía quedar fuera del edredón.
¡El hacha! ¡Coge el hacha!
Se oyeron pisadas fuertes en la entrada, pero él no era capaz de moverse. A través de un pliegue del edredón vio el hacha, él quería cogerla, pero su cuerpo se negaba. El grito de terror de Elin aumentó un grado más y Anders notó el calor entre las nalgas cuando se cagó encima.
Pasos en el cuarto de estar y luego la voz de Henrik:
—¿Holaaa? ¿Hay alguien en casa?
¡Haz algo! ¡Haz algo!
Cerró los ojos y se tapó los oídos. Todo se quedó en silencio. Dejaron de oírse incluso los pasos. Apestaba a mierda debajo del edredón. Aunque no quería, abrió los ojos y miró a través del pliegue del edredón.
Henrik y Björn estaban en la habitación. Henrik llevaba su cuchillo en la mano, Björn llevaba un cubo, un cubo de plástico blanco lleno de agua.
Estoy soñando. Esto no está pasando de verdad. Yo haría algo si estuviera pasando de verdad
.
Anders, como un niño, se pellizcó fuerte en el brazo para despertarse, pero Henrik y Björn seguían allí. Estaban vueltos hacia la cama de matrimonio, donde el grito de angustia de Elin seguía haciendo retumbar la habitación.
Anders permaneció acostado mientras sacaban a Elin de la cama diciendo:
—Lo siento, tía. Esto no puede seguir así. Las chicas guapas se cavan la tumba.
Anders se mordió los nudillos cuando la arrastraron por el suelo y le metieron la cabeza en el cubo de plástico. Björn le sujetaba las piernas mientras Henrik la agarraba con fuerza por la nuca y le hundía la cabeza cada vez más dentro del cubo hasta que el agua empezó a rebosar por los lados. Sus piernas daban sacudidas, pero Björn la tenía cogida por los tobillos, apretándoselos contra el suelo.