Puro (35 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Puro
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—Hum… —gimotea Helmud.

—Sí, sí, hum. Pero no podemos distraernos.

El problema es que Il Capitano no sabe lo que está buscando: ¿algo fuera de lugar? No resulta fácil cuando no se ha estado antes en el sitio. Están los sillones sin relleno, el baúl, las paredes metálicas, los raíles y los ganchos. Hay una papelera de metal con ropa quemada. La coge y va sacando unos pantalones ennegrecidos, una camisa, los restos carbonizados de una mochila y una cajita de metal. Al abrirla produce un extraño chirrido metálico que se apaga. Se la guarda en el bolsillo, por si es importante.

Se agacha por debajo de un gancho, delante del baúl.

Helmud empieza otra vez a chasquear la lengua, llamando al animalillo enjaulado.

—¡Cállate, Helmud!

En su intento por coger al bicho de la jaula, Helmud se retuerce y su hermano pierde el equilibrio y cae sobre una rodilla.

—Mierda, Helmud, ¿qué coño haces?

Pero en ese momento siente una piedra afilada bajo la rodilla y se levanta.

Y allí en el suelo ve una joya, un pájaro roto con una gema azul por ojo colgado de una cadena de oro. ¿Significará algo para Pressia? Ojalá.

Coge el colgante y se lo guarda en el bolsillo antes de apresurarse hacia el escondrijo que le ha indicado Pressia en el plano. No hay tantas armas como le había dicho. Tal vez eso quiera decir que el tal Bradwell y el puro se han pertrechado bien. Al meter la mano, pasa los dedos por la hoja afilada de un cuchillo y luego toca lo que parece una pistola eléctrica. Coge ambas cosas y se las guarda en la chaqueta. Olisquea por última vez el aire —la carne a la brasa— y se va.

Perdiz

Veinte


Q
uerías entregarme, como si yo te perteneciera o algo parecido —lo acusa Perdiz.

Los dos chicos están codo con codo sobre unos palés, en el suelo de un cuartucho que, al igual que el sótano de antes, tiene una extraña colección de cosas por las paredes que logran que la habitación parezca aún más chica. Se diría que las madres han saqueado los fundizales, se han hecho con todo lo que tenía un mínimo valor y lo conservan allí.

—No pensaba entregarte, solo iba a cambiarte. No tiene nada que ver.

—En ambos casos soy de ellas.

—Pero luego les he sacado la idea de la cabeza ¿o no?

Bradwell se quita la chaqueta. Aunque tiene el hombro hinchado, la herida ha dejado de sangrar. Hace una bola con la chaqueta para ponérsela de almohada y se recuesta sobre un costado.

—Ah, sí, se conformarán con un trozo solo. Estupendo. Como un recuerdo. ¿Qué me estás contando?

—Le debes la vida a Pressia.

—No sabía que te lo ibas a tomar tan al pie de la letra. Donde yo vivo es una frase hecha.

—Esos son lujos que te puedes permitir en la Cúpula. Aquí no, aquí las cosas son a vida o muerte. A diario.

—Pienso pelear. Es una cuestión de instinto, no puedo evitarlo. Nadie va a arrebatarme un trozo de mí sin pelear.

—Con esta panda yo no te lo sugeriría, pero haz lo que debas. —Bradwell le pega puñetazos a la chaqueta como si estuviera mullendo una almohada y cierra los ojos. En cuestión de minutos respira con fuerza; se ha dormido.

Perdiz también intenta conciliar el sueño. Se hace un ovillo sobre el palé y cierra los ojos, pero solo parece concentrarse en el ronquido errático de Bradwell. Imagina que el chico ha aprendido a dormir bajo cualquier circunstancia. Perdiz, sin embargo, siempre se ha despertado con el más mínimo ruido: con el profesor que está de guardia por los dormitorios, con la gente que se queda hasta tarde en el césped, con el sonido del sistema de filtrado del aire.

Se sume en un sueño ligero y de repente vuelve de nuevo a la conciencia: Bradwell, Pressia, la cámara de la carne, esto y aquello, la anciana asesinada, la muertería, las madres… Ve a Lyda en su cabeza, con la cara en la semipenumbra de la muestra de hogar, y oye su voz contar «uno, dos, tres». En la pista de baile ella lo besa con sus tiernos labios y él le devuelve el beso. Lyda se aparta pero esta vez lo mira como asimilando los detalles, como si supiese que es la última vez que lo verá, antes de volverse y echar a correr. Se recuesta sobre el otro costado en el palé y por un instante se despierta. ¿Dónde está ahora? Luego la modorra se apodera de él y sueña que es un bebé y que su madre lo acuna en sus brazos para echar a volar con sus alas y transportalo por el frío aire oscuro. Escucha el roce de las plumas entre sí y las alas al cortar el viento…, ¿o son los pájaros de Bradwell? ¿Está oscuro porque es de noche o porque el aire está lleno de humo?

Y en ese aire oscuro se oye la voz, «dieciséis, diecisiete, dieciocho»…, Lyda contando en la oscuridad de la exposición de hogar, ahora llena de humo. Pero todavía tiene tiempo de pasar el dedo por la hoja del cuchillo. Y la chica termina: «veinte».

Pressia

Tierra

P
ressia intenta mantenerse atenta a los cambios en el paisaje, al arqueo de la arena oscura, a los remolinos y las ondas. El coche está medio tapado por la valla publicitaria caída, con las llaves en el contacto. Todavía nota los efectos del éter, que la hacen sentirse pesada; se adormila a cada tanto y se despierta con un sobresalto.

Tiene el arma bien sujeta en la mano buena. Se pregunta si, al tener mermados la vista y el oído, se le habrá ya agudizado el sentido del olfato. El hedor a podrido forma parte del paisaje. Piensa en los huevos pálidos y húmedos de la cena de Ingership, en las ostras… Siente de nuevo un mareo y cierra rápidamente los ojos para no perder del todo el equilibrio en la cabeza.

Cuando cierra los ojos se le aparece en la mente una imagen de Bradwell y Perdiz en una gran mesa de comedor. Ahora que ha visto la granja de Ingership puede imaginar ese tipo de cosas… aunque en realidad no es posible, no va con ellos. Se imagina la cara de Bradwell, sus ojos, su boca. La mira y está a punto de decir algo.

Abre los ojos y está casi amaneciendo: un asomo de luz pálida sube por el este.

Oye algo sisear… ¿arena moviéndose? Si aparece un terrón lo matará, tiene que hacerlo. ¿Está mal matar algo que te quiere muerto?

Con su visión nublada entrevé unos cuantos trozos de ruedas reventadas, el chasis de una furgoneta de reparto oxidada y, más a lo lejos, cuando el viento se para un momento y la ceniza se posa, vislumbra la arruga que forma el horizonte en su encuentro con la piel grisácea del cielo. En algún punto en la lejanía está la granja, Ingership y su mujer, la piel oculta por la media.

Busca la silueta de Il Capitano, quiere verla aparecer detrás, en el perfil de la ciudad caída. El puño de muñeca, ya negro por la ceniza, la mira expectante, como si quisiera algo de ella. Cuando era pequeña solía hablarle, y estaba convencida de que la muñeca la entendía. Ahora no hay nadie que pueda ver la cabeza de muñeca; ni siquiera la Cúpula y su ojo benevolente de Dios. Dios es Dios. Intenta imaginarse la cripta de nuevo, con aquella hermosa estatua tras el plexiglás quebrado.

—Santa Wi —susurra como si quisiera empezar una oración.

Pero ¿para qué rezar? Le gustaría pensar en una de las historias del abuelo…, y no en el niño muerto, ni en el chófer al que los terrones se habrán comido, ni en los que se la pueden comer a ella.

Y entonces le viene una historia. Todos los veranos había una feria italiana, le había contado el abuelo. Llevaban tazones tan grandes que la gente cabía dentro y daba vueltas en ellos, y juegos donde se podía conseguir un pez de colores en una bolsa de plástico llena de agua. Cuando girabas la bolsa hinchada, el pez se veía en aumento, se agrandaba y luego se hacía pequeño, y otra vez grande.

El suelo se arremolina en sentido contrario al viento y a Pressia le da mala espina. Parpadea por instinto, para intentar aclararse la visión, pero lo único que consigue es ver más borroso. El remolino y el viento parecen estar en desacuerdo. Y entonces Pressia vislumbra el par de ojos. Ahoga un grito en la garganta y le da al botón que hay en el asa de la puerta para bajar la ventanilla. No ocurre nada. Tiene que encender el motor. Coge las llaves y las gira adelante y atrás, pero solo se oyen unos chasquidos huecos. Aprieta más la llave y el motor vuelve a la vida y todo empieza a vibrar por la energía. El terrón sigue girando y revolviéndose. Le da al botón y desciende la ventanilla, que deja entrar el aire ceniciento. Alza la pistola y la amartilla con manos temblorosas. Vacila y luego intenta apuntar.

El terrón cae al suelo y se va, aunque no muy lejos.

Pressia se queda paralizada, mientras la ceniza sigue entrando en el coche. Está en posición pero nunca ha disparado un arma. No es una oficial, es solo una chica de dieciséis años. Aunque pudiese darle a la Cúpula lo que quiere, ¿qué le harían a Perdiz? ¿Qué pasaría con Il Capitano y Helmud? ¿Y su abuelo? Se lo imagina en la cama del hospital, sonriendo, con las aspas del pequeño ventilador borrosas. ¿Había un asomo de preocupación en sus ojos? ¿Intentaba advertirla de algo?

¿Qué ocurre aquí cuando ya no te necesitan? Conoce la respuesta a esa pregunta.

—Perdóname —susurra, porque está convencida de que ya le ha fallado al abuelo. Se imagina a santa Wi en su cabeza, con sus delicados rasgos. Esa es su oración—: Perdóname.

Y en ese momento siente cómo le tiran con fuerza de la pistola. Se echa hacia atrás negándose a soltarla. Los brazos son lo siguiente en aparecer, fuertes, terrosos, inhumanos, con garras. La cogen por los hombros y empiezan a tirar de ella hacia fuera del coche. Intenta no soltar el arma pero ya no está en posición de disparo, de modo que golpea al terrón en el pecho con la culata del rifle.

Sabe que el coche es su mejor protección; tiene que permanecer dentro como sea, aunque los brazos siguen tirando de ella. Se echa hacia atrás y mete el puño de muñeca por el volante para agarrarse pero en el proceso pierde el arma.

El terrón la atrae con los brazos. Huele el hedor a podrido, acre y mezclado con el olor a óxido. El ser de tierra consigue soltarla del volante y le saca medio cuerpo por la ventanilla, pero Pressia entrelaza las piernas en el volante.

Entonces, sin embargo, mira por encima del hombro del terrón y ve una cresta de arena que toma la forma de una espina dorsal, con listones de madera por costillas.

El terrón tiene demasiada fuerza y, cuando sus piernas ceden, ambos salen disparados hacia delante. Al verse liberada, Pressia se arrastra a por el arma, la coge del suelo, se da media vuelta y dispara. El terrón cae al suelo en añicos.

La cresta dorsal avanza entonces. Pressia se pone en pie y apunta pero el terrón se desliza por debajo de ella, como un tiburón bajo una canoa. Se vuelve y ve temblar el suelo igual que el agua agitada por la tormenta. Empiezan a aparecer más terrones y a alzarse.

Hay uno a su izquierda del tamaño de un lobo y otro que sale disparado como un géiser a seis metros del suelo. Se gira y dispara, y vuelta a girarse y disparar, sin detenerse a evaluar los daños. Está retrocediendo para intentar volver al coche y encerrarse dentro.

¿Dónde está Il Capitano? ¿Se habrá equivocado de atajo?

Otro terrón grande como un lobo se abalanza sobre ella y la derriba, y acaba dando con su cuerpo contra la tierra reseca. Aunque no tiene morro, siente su aliento caliente en la nuca, en la cara. Lo rechaza con la culata del arma, le da en lo que cree que son las costillas y el terrón deja escapar un gruñido.

Empieza a arrastrarse a gatas pero la cresta dorsal revolea el cuerpo de Pressia y hace que se le caiga el arma y le salga todo el aire de los pulmones de golpe. El arma resbala hasta los pies del terrón lobuno.

Justo en ese momento escucha un grito. ¿Il Capitano?

La cresta espinosa retrocede. Un cuchillo cruza el aire y raja en dos al bicho, que se tambalea y cae al suelo. La macheta de carnicero resuena al dar contra la tierra del bicho.

Ahí está Il Capitano.

—Vengo de la carnicería.

Ahora hay terrones por doquier. Helmud se revuelve mientras Il Capitano embiste con otro cuchillo a tres columnas de arena giratorias y las mata en un visto y no visto, partiéndolos en dos. Lo poco de vida que les quedaba sisea, y las cenizas y el polvo sobrantes llueven sobre las esteranías.

Pressia dispara a los terrones todo lo rápido que sabe. Il Capitano le grita pero, entre los oídos taponados y los estallidos, no entiende lo que le dice.

Otro terrón se le echa encima de repente, la inmoviliza y la aprieta aún más por el pecho. Pressia se arrodilla e intenta quitárselo de encima pero la tiene bien agarrada. Con los músculos del cuello tirando hacia el otro lado, suelta el arma e intenta zafarse. No puede respirar. De pronto aparece Il Capitano, que coge al terrón por la garganta, presiona una pistola eléctrica en lo que parece la cabeza y la descarga. El terrón cae en el acto.

Pressia jadea intentando respirar.

Il Capitano la coge de la mano y le da algo pequeño y duro.

—Ten.

Pressia no puede hablar.

—A lo mejor vale algo.

Cuando un nuevo terrón viene a por ellos, Il Capitano coge el rifle y dispara, lo cual hace que otro cercano se aleje siseando.

Mira el colgante y lo reconoce al instante. Significa que Bradwell volvió con Perdiz a la carnicería después de perderla a ella. Puede que todavía estén juntos.

Pero ¿por qué está roto? ¿Qué ha pasado con la otra mitad?

Alza la vista y se ve rodeada por un enjambre de terrones. Siente que algo la coge por la cintura y patalea con toda su fuerza. A cada patada salpica arena y ceniza. Araña y propina codazos pero sigue sintiéndose arrastrada por la propia tierra hambrienta. Cuando trata de echarse hacia delante ve un ejército de terrones acechante en la distancia. ¿La meterá ese terrón bajo tierra y se la comerá? Le viene el temor a la asfixia, no quiere morir enterrada viva.

A su alrededor el mundo balbucea, va y viene. Sigue luchando pero la han envenenado, anestesiado, pegado… Está débil y tiene hambre y sed. La visión, ya nublada, se le oscurece del todo.

Grita el nombre de Il Capitano, que la llama por el suyo, y, a través del polvo que levanta en su forcejeo, Pressia lo ve luchar con los terrones, cargado siempre con Helmud. Sigue en pie pero se le avecinan más terrones. Está cerca del coche; ve el brillo negro. Los terrones lo lanzan a un lado del vehículo y cae al suelo. Van a morir allí mismo.

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