Puro (51 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Puro
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—La Cúpula estima oportuno informarme de ciertas cosas, soy uno de los confidentes de tu padre.

—Seguro.

Perdiz no parece darle mucho crédito. Y por lo poco que sabe Pressia sobre Ellery Willux, duda bastante de que tenga algún confidente, y más aún de que Ingership sea uno de ellos. Willux no parece de esos que le cuentan secretos a nadie.

—Las armas en el aparador —les dice Ingership señalando un mueble pegado a la pared.

Cuando dejan pistolas, cuchillos y ganchos, los reclutas, nerviosos, se apresuran a imitarlos. Il Capitano cachea a sus propios soldados mientras los mira fijamente a los ojos, pero estos apartan la vista. Pressia se figura que está intentando calibrar su lealtad. No le dispararon cuando abrió fuego en la entrada, solo uno le dio al coche. ¿Significa eso que su lealtad está dividida? Si Pressia fuese uno de ellos, haría lo mismo que están haciendo: jugar a dos bandas para tratar de sobrevivir.

Bradwell cachea a Ingership, mientras Pressia se queda pensando que le gustaría preguntarle cómo era. ¿Cuánto de verdadero hay en él? ¿El metal que le cubre media cara le recorre la mitad del cuerpo? Puede ser, se dice la chica, que se pregunte también qué pensará Bradwell de ella. Su mejilla todavía conserva el recuerdo de su piel cálida, el latido de su corazón. Su dedo ha memorizado el corte de su labio. Le pidió que no se muriese y él le prometió que lo intentaría. ¿Siente él lo mismo que ella, un torbellino persistente que le aporrea el corazón? Con todo lo que ha perdido, lo único que sabe ahora es que a él no puede perderlo… en la vida.

Los soldados los registran por turnos. Pressia está al lado de Lyda y los reclutas recorren rápidamente sus cuerpos con las manos.

—No me gusta que me disparen —observa Ingership.

—Ni a ti ni a nadie —replica Il Capitano.

—Ni a nadie —resuena Helmud.

—Los soldados me acompañarán, solo por si acaso, y las jóvenes pueden esperar en el recibidor.

Pressia se pone tensa y mira a Lyda, que sacude la cabeza. Tienen el recibidor a su izquierda, todo lleno de cortinas y abarrotado de muebles y cojines.

—No, gracias —repone Pressia, que piensa en la trastienda de la barbería y en el armario donde en otros tiempos se escondía. Se acabaron los escondites. Se acuerda de la cara sonriente que dibujó en la ceniza: no quedará ni rastro, polvo al polvo. No tiene intención de volver a esconderse ni de que la esconda nadie.

—¡Esperad en el recibidor! —grita con tanta fuerza Ingership que Pressia se queda pasmada.

Lyda la mira de reojo y dice con toda la calma:

—Nosotras haremos lo que nos venga en gana.

Los arañazos de la cara de Ingership relucen; están en carne viva. Mira a Il Capitano, a Bradwell y por último a Perdiz.

—¿Y bien? —Espera a que hagan algún movimiento.

Los chicos se miran entre sí y Bradwell se encoge de hombros y le dice:

—¿Y bien qué? Ellas ya te han respondido.

—De acuerdo, no permitiré que la fea testarudez de estas jóvenes nos perturbe.

Da media vuelta en las escaleras y empieza a subirlas de peldaño en peldaño. Una vez arriba abre una puerta con una llave que le cuelga de una cadena del bolsillo.

Entran en lo que a primera vista les parece un gran quirófano, todo blanco y esterilizado. Bajo las ventanas hay una mesa larga con bandejas metálicas, cuchillos pequeños, algodones, gasas y una bombona de algún tipo de anestésico. Se agolpan todos en torno a una mesa de operaciones. Pressia se imagina que fue allí donde le instalaron los micros, las lentes y la tictac; lo tiene todo borrado…, salvo, tal vez, el papel pintado. Por un momento apoya el puño de muñeca en la pared, sin dejar de sujetar las pastillas a la altura de la cabeza. El papel pintado es verde claro, con unos barquitos que le resultan extrañamente familiares. ¿Fue eso lo que vio cuando recobró el sentido por un instante sobre la mesa, unos barquitos con las velas hinchadas?

—¿Haces aquí muchas cirugías? —pregunta Bradwell.

—Alguna que otra —le responde Ingership.

Los soldados parecen angustiados; no pierden de vista ni a Ingership ni a Il Capitano, sin saber quién les ladrará órdenes primero.

—Ve a por mi querida esposa —le manda Ingership a uno de ellos.

El soldado asiente y se ausenta solo por un par de minutos. Se oye un porrazo al otro lado del pasillo, unas voces y un forcejeo. Una puerta se cierra y el recluta regresa con la mujer, que todavía tiene la cara cubierta con la media de cuerpo entero, cosida para dejar solo a la vista los ojos, la boca y una poblada peluca de pelo claro. Por encima viste una falda larga y una blusa de cuello alto manchada de sangre que le traspasa desde la piel a la media y de esta a la ropa, como las humedades de una pared. La media corporal está rasgada por los dedos de una mano y se ven azulados, como si se los acabasen de retorcer. Tal vez así se haya hecho los arañazos Ingership. También tiene la media rasgada por un lado de la mandíbula, un hueco por el que se ve la piel pálida, un feo moratón y dos laceraciones que parecen quemaduras recién hechas. Pressia intenta recordar lo que le dijo exactamente la mujer en la cocina: «Te pondré al abrigo del peligro». ¿Ayudó a Pressia de algún modo? En tal caso, ¿cómo?

Ingership señala un taburete bajo de cuero que hay en un rincón de la habitación. La mujer escurre el bulto rápidamente hacia el asiento. En cuanto se acomoda, a Pressia le parece estar viendo una marioneta envuelta en una media, como los muñecos de puros que hacen los niños para luego quemarlos. Los ojos de la mujer, sin embargo, están muy vivos, no paran de mirar a todos lados y parpadear. Va repasando las caras de todos hasta que sus ojos se quedan fijos en Bradwell, como si lo reconociera y quisiera que él la reconociera a su vez. El chico, en cambio, no se da por aludido. La mujer mira por último a Pressia, con ojos huidizos, y aparta rápidamente la vista.

La chica le hace una seña con la cabeza, sin saber muy bien cómo interpretar los rasgos inexpresivos de la mujer, que le devuelve el gesto antes de volver a bajar los ojos y dejarlos fijos en sus dedos descubiertos. ¿Se supone que Pressia tiene que salvarla?

—¿Esto era antes el cuarto de un niño pequeño? —pregunta Lyda con tranquilidad, quizá para romper el hielo.

—Se supone que no debemos reproducirnos —le dice Ingership—. Órdenes oficiales. ¿Verdad, querida?

Pressia no entiende nada: ¿órdenes oficiales? Perdiz y Lyda intercambian una mirada, seguramente ellos conocerán bien las normas. Pressia se figura que a algunos se les permitirá reproducirse y a otros no.

—¿Y la caja? —le pregunta Ingership a su mujer, que se levanta y coge algo que hay junto al instrumental quirúrgico, un pequeño contenedor circular con un interruptor metálico fijado por bisagras y conectado a un largo tramo de cables que se pierden por un hueco de la pared. La mujer regresa a su asiento y deja el aparato sobre su regazo.

Bradwell se adelanta y pregunta sin más rodeos:

—Eso es, ¿no?

El movimiento repentino asusta a la mujer de Ingership, que se aprieta el interruptor contra el pecho.

—Tranquilidad, muchacho. Mi pobre esposa lleva unos días muy volátil. —Para demostrarlo, agita las manos junto a la mujer y esta se encoge del miedo—. ¿Lo ves?

La mujer se empequeñece como el perro que vivía al lado de las chabolas, al que Pressia solía dar de comer, el que mataron de un tiro los de la ORS.

—Tenemos lo que quieres —interviene Perdiz—. Mantengamos la calma.

—¿Qué es lo que pretendes? —le pregunta Ingership a Perdiz—. Eso es lo que no entiendo. Aquí fuera no hay futuro, y ya sabes que puedes volver si quieres. Tendrías que resarcirte de algún modo, pero tu padre te devolvería al redil. Eso sí, todos estos le servirían de poco. —Señala al resto de chicos con desprecio—. Tú, en cambio, podrías tener una vida.

—No quiero vivir en ningún redil. Prefiero morir luchando.

Pressia lo cree, y siente ahora que lo ha infravalorado, que tal vez ha confundido su falta de experiencia en este mundo con debilidad.

—¡Pues ten por seguro que tus deseos se cumplirán! —le dice Ingership tan alegre.

—¡Que la desarmes, Ingership! —le grita Il Capitano.

—Y tú, con ese retrasado a la espalda, ¿qué crees que será de ti? Nunca ganarás. Nada de lo que crees existe de verdad. ¡Ni siquiera tus soldados son tus soldados! Es el mundo de la Cúpula dondequiera que mires, hasta donde te alcanza la vista.

Il Capitano mira de reojo a los dos soldados.

—No pierdas el sueño por mí, Ingership. No te preocupes, estaré bien.

—Bien —dice Helmud.

—Mi mujer no ha parado de dar guerra desde que nos visitaste, Pressia. Se le han subido los humos. Un hombre sin compasión la habría dejado en medio del bosque para que se valiese por sí misma, pero yo he sido más bondadoso y me he limitado a administrarle un correctivo. Y mírenla ahora… más suave que un guante. Si le dijera ahora mismo que pulsase el interruptor, lo haría. A pesar de ser de naturaleza delicada, es muy obediente.

Mira a su mujer con condescendencia.

Claramente es todo un montaje, aunque Pressia no está segura de si es de cara a la Cúpula o si es algo más personal, una representación pública para una audiencia limitada.

Ingership se acerca a Pressia, quien agarra con más fuerza el frasco a la altura de su cabeza.

—¿Y si te dijera que están de camino? Las Fuerzas Especiales… y refuerzos, no solo media docena, sino un pelotón entero.

—Miente —dice Lyda—. Si Willux hubiese querido traerlos, ya estarían aquí.

Pressia no sabe si eso es cierto o no, pero admira la determinación de la otra chica.

—¿Me hablas a mí? —pregunta Ingership, que acto seguido va hacia Lyda y le pega una bofetada con el dorso de la mano. La chica se revuelve y se apoya en la pared para no perder el equilibrio. Pressia siente que se le enciende una mecha de rabia en la barriga.

Perdiz se abalanza sobre Ingership y lo zarandea por las solapas del uniforme.

—¿Quién te crees que eres? —Lo agarra con tanta fuerza que a Ingership apenas le llega el oxígeno.

Con todo, el hombre se queda mirando fríamente al muchacho.

—Te equivocas de bando —gruñe. Y, sin mirar a su mujer, añade—: Pulsa el botón.

—¡Nooo! —grita Bradwell.

Los dedos de la mujer rozan temblorosos el interruptor…, como lo haría alguien de naturaleza delicada.

—Todavía es joven —le dice Bradwell en voz baja—, acaba de perder a su madre, imagínate: una niña sin madre. —Pressia comprende lo que pretende. A la mujer de Ingership no le permiten tener hijos, pero en otros tiempos esperaron un bebé, ¿no es cierto? ¿Por qué si no empapelar una habitación como un cuarto de niños? Está jugando con ese recuerdo, con esa ternura—. Apiádate de ella. Tú puedes salvarla.

Ingership logra gritar una última vez:

—¡Pulsa el botón!

Mira a su marido y luego hace lo que le han ordenado: pulsa el botón. Pressia coge aire y Bradwell se abalanza sobre la mujer de Ingership y tira la caja al suelo, donde se hace añicos. Todos los presentes se quedan paralizados. No se produce ninguna explosión.

Pressia oye por dentro de sus oídos un tenue «tic» —solo uno en cada oído— y después, de repente, ya no los tiene taponados. Las lentes que tiene en los ojos se le nublan por un momento y se queda ciega. Pero no dura mucho, antes de poder siquiera gritar le vuelve la visión, y despejada, sin neblina.

Perdiz suelta a Ingership con un fuerte empujón contra la pared.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Perdiz.

—Estoy viva. Y veo y oigo mucho mejor. De hecho suena todo muy alto… hasta mi propia voz. —Pressia deja caer la mano con el frasco de las pastillas.

La mujer de Ingership se pone en pie y dice:

—Nunca activé la tictac. Cambié el cableado para que si alguien pulsaba el interruptor lo único que hiciese fuese desactivarlo todo. Te dije que te pondría al abrigo del peligro, te lo prometí.

—A continuación se dirige solo a Pressia—: Tienes que llevarme con vosotros.

—¡Nos matarán por esto! —le grita Ingership a su mujer, echado como está contra la pared, sin aliento—. ¿Lo sabías? ¡Nos matarán!

—Por ahora creen que ha muerto —dice la mujer de Ingership—. Tenemos tiempo para escapar.

Ingership la mira completamente conmocionado.

—¿Lo tenías planeado?

—Sí.

—Incluso vacilaste antes de pulsar el botón mientras me atacaban para que no sospecharan de que no ibas a matarla.

—Soy de naturaleza delicada.

—¡Me has desobedecido! ¡Me has traicionado! —aúlla Ingership.

—No —replica la mujer con una voz distante y etérea—. Nos he salvado para poder tener tiempo de escapar.

—¿De escapar a qué mundo? ¿Para convertirnos en miserables?

La mujer parece mareada y tiene que cogerse de las cortinas que hay por encima de la mesa para no caerse. La cara se le contrae bajo la media y lanza un grito.

Pressia mira a Lyda, que tiene una marca roja y un corte en el pómulo que le ha hecho el anillo de Ingership.

—Me ha salvado —dice Pressia.

Ingership se abalanza entonces hacia la mesa y saca una pistola de un mueble bajo. Cuando se vuelve, la apunta hacia Perdiz.

—Podría matarte ahora mismo, sin ojos ni oídos tu padre jamás se enteraría —le dice al chico, y después les grita a sus soldados—: ¡Apresadlos!

Pero los reclutas no se mueven; primero miran a Il Capitano y luego a Ingership.

—En realidad no te respetan, Ingership —le dice Il Capitano—, ni siquiera con una pistola. ¿No es verdad?

Los soldados siguen paralizados.

—Os mataría uno por uno —los amenaza Ingership, que apunta entonces el arma a la cara de Bradwell—. ¿Te crees que él no sabe quién eres?

—¿De qué hablas? —replica Bradwell.

—Willux lo sabe todo sobre ti y de quién vienes.

Bradwell entorna los ojos.

—¿De mis padres? ¿Qué sabe de mis padres?

—¿Te crees que va a dejar que un hijo de ellos le plante cara?

—¿Qué sabe sobre ellos? —Bradwell da un paso hacia Ingership, con el cañón ya en el pecho del chico—. Dímelo.

—No le importaría añadirte a su colección de reliquias. Yo te preferiría muerto, la verdad.

—¿Su colección? —se extraña Perdiz.

La mujer de Ingership tira tan fuerte de las cortinas de gasa que se sueltan de los ganchos de arriba. Se tambalea hacia atrás y está a punto de perder equilibrio, cuando se da la vuelta, por detrás de su marido, como atrapada en un capullo de gasa blanca, con algo brillándole en la mano.

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