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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Puro (12 page)

BOOK: Puro
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¿Muertería? No tiene sentido. La ORS siempre anuncia las muerterías, una competición en la que permiten que durante veinticuatro horas los soldados se organicen en tribus y maten a gente, para más tarde llevar los cadáveres a un círculo balizado en campo enemigo y recibir puntos según el número de muertos; los que más consiguen ganan. La ORS lo considera un método para eliminar a los más débiles de la población civil. Anuncian las muerterías unas dos veces al año, pero hace nada hubo una. Precisamente el abuelo de Pressia aprovechó ese día para vaciar los armarios y hacer el panel-trampilla: con las estampidas y la locura de gritos nadie oiría su trabajo de carpintería. Nunca han hecho dos muerterías tan seguidas, y menos sin avisar. Decide que la mujer está loca o en estado de choque.

—¿Seguro que era una muertería? —la interroga el abuelo de Pressia—. Yo no he oído ningún cántico.

—¿Y cómo iba a haberme hecho la herida si no? Estaban al otro lado de los escombrales y se dirigían hacia el oeste, todavía arrasando con fuerza. He venido aquí corriendo en vez de a casa. —Ha venido para que la cosa, pero hace tanto que el abuelo no sutura que tiene que buscar su instrumental, que está al fondo del armario, y desempolvarlo—. ¡Dios santo, vaya día! Primero todo el jaleo de los rumores y luego una muertería. —La mujer se sienta a la mesa y contempla las figurillas de Pressia. Ve la foto y la toca ligeramente con un dedo. La chica siente curiosidad: ¿preguntará algo sobre el recorte? Ojalá hubiese pensado en quitarla de la mesa antes de meterse en el armario—. Habrá oído usted los nuevos rumores que corren, ¿no?

—La verdad es que hoy no he salido. —El anciano se sienta enfrente de la mujer y contempla la carne abierta.

—¿No se ha enterado?

El abuelo sacude la cabeza y se pone a limpiar el instrumental con alcohol. El cuarto se llena del fuerte hedor a anti-séptico.

—Un puro —le dice bajando la voz—. Un niño sin cicatrices, sin marcas y sin fusiones. Dicen que era ya mayorcito, un chaval alto y delgado, con el pelo afeitado, rapado.

—No puede ser —replica el abuelo. Eso es lo que piensa también Pressia; a la gente le gusta inventarse historias sobre puros. No es la primera vez que oye algo parecido, y los otros rumores nunca llevaron a nada.

—Lo vieron por los secarrales, pero luego se perdió de vista.

El abuelo se echa a reír, una risa que pronto se convierte en tos. Gira la cabeza y tose hasta jadear.

—¿Está usted en condiciones de hacer esto? —se interesa la señora—. ¿No tendrá los pulmones encharcados?

—Estoy bien. Es el ventilador de la garganta, que acumula mucho polvo y lo tengo que ir expulsando.

—En cualquier caso, no ha sido muy amable por su parte reírse.

El abuelo empieza a coser y la mujer hace una mueca de dolor.

—Pero ¿cuántas veces hemos oído lo mismo?

—Esta vez es distinto —replica la mujer—. No han sido amasoides borrachos, lo han visto tres personas diferentes. Y cada una lo vio e informó del suceso por su cuenta. Dicen que él no las vio y que tampoco quisieron acercársele porque despedía un aura sagrada.

—No son más que rumores, eso es todo.

Se quedan callados un rato mientras el abuelo cose la herida. A la mujer se le tensa la cara y se le cierran los engranajes. El anciano detiene la hemorragia; trabaja rápido, embadurna la herida con alcohol y luego la envuelve.

Cuando el abuelo dice «listo», la mujer se baja la manga de la camisa y se cubre el vendaje. Acto seguido le tiende una latita de carne y luego saca un fruto del bolso, de un color rojo vivo pero con la piel gruesa como la de una naranja.

—Es una belleza, ¿no le parece?

Se la da en pago por los servicios prestados.

—Es un placer hacer negocios con usted.

La mujer se detiene entonces para decirle:

—Puede creerme o no, pero ¿sabe lo que le digo? Que si un puro ha salido, ya sabe lo que hay.

—No, ¿el qué? Dígamelo.

—Pues que si hay una forma de salir tiene que haber también una forma de entrar. —Pressia siente un repelús. La mujer se lleva el dedo a la oreja y añade—: ¿Ha oído eso?

También Pressia oye algo ahora: los cánticos lejanos de la muertería. ¿Y si la mujer no está loca? Desea que el rumor sobre el puro sea cierto. Sabe que en ocasiones los rumores pueden servir de algo, a veces traen algo de cierto, aunque, por norma general, no son más que cuentos y mentiras. Este es de la peor clase, de esos que te engañan y te dan esperanzas.

—Si hay una forma de salir —repite la mujer, esta vez muy lenta y serenamente—, tiene que haber también una forma de entrar.

—Nunca vamos a entrar —le contesta el abuelo, impaciente.

—¡Un puro! —prosigue la mujer—. ¡Un puro aquí entre nosotros!

Y en ese momento todos oyen el traqueteo de un camión por el callejón. Se quedan quietos y en silencio.

Un perro ladrando como loco en el exterior, un disparo…, y se acabaron los ladridos. Pressia sabe qué perro era, ha reconocido el ladrido; era un animal que había sufrido muchas palizas y solo sabía aovillarse asustado o atacar. Siempre había sentido lástima por él y a veces le daba algo de comer, aunque no directamente de la mano, porque tampoco te podías fiar completamente de él.

Aguanta la respiración. Todo se queda en silencio salvo por el ruido del camión en el callejón. Mañana por la mañana alguien habrá desaparecido para siempre.

El abuelo golpea el suelo con el bastón: pamparapampan, pampán. Pressia no está preparada para irse; no quiere dejar al abuelo, que ahora se apresura a volver a su silla, de donde coge el ladrillo.

La mujer se agarra la herida y va hasta la ventana para otear el panorama.

—La ORS —susurra, aterrada.

El abuelo mira hacia donde está su nieta y sus ojos se encuentran por la pequeña rendija de la puerta del armario. Se le acelera la respiración y se le abren los ojos. Perdido, parece perdido…

Paralizada por el miedo, Pressia se pregunta qué será de él sin ella. A lo mejor la ORS viene a por otra persona, se dice. Quizás a por el chico que se llama Arturo, o a por las mellizas que viven en el cobertizo. Aunque no es que quiera que se lleven a las mellizas ni a Arturo, por supuesto. ¿Cómo iba a desearle eso a nadie?

Es incapaz de moverse.

En el callejón oye un grito ahogado y unas botas sobre la acera.

—Aquí no —murmura para sus adentros—. Por favor, aquí no.

Espera oír arrancar el motor, el chasquido del embrague… pero sigue allí, un ronroneo constante en el callejón.

El abuelo vuelve a golpear la punta de goma del bastón, esta vez con más fuerza: ¡pamparapampan, pampán!

Tiene que irse, pero antes dibuja con el dedo un círculo, dos ojos y una boca sonriente en la ceniza acumulada en la puerta del armario. Quiere decir: «Volveré pronto». ¿Lo verá el abuelo; lo entenderá? ¿Y si no regresa pronto? ¿Y si le pasa algo y no puede volver nunca?

La chica toma aire y a continuación empuja con el puño de cabeza de muñeca la trampilla, que cede un poco hasta que se abre de golpe y resuena contra el suelo polvoriento de la barbería. La luz baña el armario.

A Pressia le martillea el corazón en el pecho. Contempla los restos de la barbería en la penumbra; la mayor parte del techo salió volando, de modo que ahora se entrevé el cerrado cielo nocturno. Se siente desamparada al pasar del cálido abrazo del armario al raso.

Solo queda una silla en la barbería, una silla que se gira y que tiene una bomba de pie que la sube y la baja. La repisa de enfrente está también intacta. Tres peines flotan en un tubo de cristal cubierto de polvo y lleno de botes de agua azul turbia, como suspendidos en el tiempo.

Anda a tientas pegada a la pared y pasa por delante de los espejos rotos. Oye otro camión renqueante. Es raro que haya más de uno. Se agacha y aguanta la respiración, inmóvil. Oye una radio en el camión, una versión enlatada de una vieja canción con guitarras estridentes y bajos retumbantes, una que no conoce. Le han contado que cuando se llevan a la gente le atan las manos a la espalda y le ponen cinta en la boca. Pero ¿tienen la radio encendida mientras lo hacen? Por alguna razón esto se le antoja lo peor de todo.

Se agacha aún más y procura no respirar. ¿Vienen solo a por ella, con un camión que bloquea todo el callejón y otro por la calle paralela? Todos los espejos están rotos salvo uno de mano que hay sobre la repisa. Una vez le preguntó al abuelo por los espejos de mano y este le explicó que solían usarse para enseñarles la nuca a los clientes. No entiende para qué iba a querer nadie verse la nuca. ¿Qué necesidad podían tener?

Desde donde está alcanza a ver la Cúpula por encima de la loma, hacia el norte. Es un orbe brillante y resplandeciente salpicado de grandes armas negras, una fortaleza deslumbrante coronada por una cruz que brilla incluso tras el aire impregnado de ceniza. Piensa en el puro, al que en teoría han visto por los secarrales, alto y delgado, con el pelo muy corto. Tiene que ser solo un rumor, no puede ser verdad. ¿Quién va a salir de la Cúpula para ir allí a que lo atrapen?

El camión se pone en marcha y un foco inunda la estancia con su luz. Se queda quieta. El haz recae sobre un fragmento triangular y, por un segundo, mirándolo fijamente, ve sus propios ojos, almendrados como los de su madre japonesa… tan guapa, tan joven… Y las pecas de su padre por encima del puente de la nariz. Y la media luna quemada que le cerca el ojo izquierdo.

Si se va, ¿qué será de
Freedle
? La cigarra no lo resistirá.

La luz pasa de largo y el camión surge y desaparece, las iniciales ORS y una garra negra pintadas en un lateral. Pressia se queda completamente quieta mientras el motor aullante y la canción de la radio se desvanecen en la noche. El primer camión sigue en el callejón. Oye un grito, pero no es la voz de su abuelo.

Escruta el exterior por los grandes huecos donde en otros tiempos estaba la cristalera: está oscuro, hace frío y no hay nadie por la calle. Avanza pegada al muro hasta los restos de la puerta de la calle. Al lado hay un extraño tubo oxidado pintado con espirales azules y rojas descoloridas, partido y combado. El abuelo dice que antes se solía poner en todas las barberías, que es un símbolo que en otros tiempos significó algo. Traspasa el umbral y camina sin apartarse del muro medio en ruinas.

¿Cuál era el plan? Esconderse. La boca de riego que le enseñó el abuelo está a tres manzanas. Él creía que allí estaría segura, pero ¿había acaso algún sitio seguro?

«Bradwell —se dijo Pressia—. El movimiento clandestino.» Todavía tiene el plano doblado que le metió el chico en el bolsillo. Seguro que está en casa, preparando la siguiente clase de Historia Eclipsada. ¿Y si se llega a darle las gracias por el regalo y finge que le ha parecido un detalle muy amable y nada cruel? ¿La acogerá? Aunque le debe un favor al abuelo por lo de los puntos, nunca se le ocurriría plantarse en su casa para pedírselo. Jamás. Con todo, decide intentarlo hasta allí. Fandra no sobrevivió pero su hermano sí.

En el suelo, junto a la puerta, hay una campanilla chamuscada. Le sorprende. La coge pero le falta el badajo y no suena. Puede hacer algo con ella, algún día.

Aprieta la campanilla con tanta fuerza que los bordes se le clavan en la mano.

Perdiz

Pezuña

P
erdiz oye las ovejas antes de verlas: el roce contra las zarzas oscuras del bosque que tiene enfrente, los balidos erráticos. La forma en que balbucea una de ellas le recuerda a Vic Wellingsly cuando se rio de él en el vagón del monorraíl. Pero eso fue en otro mundo. El sol se ha puesto y todo rastro de calor se ha desvanecido del aire. Está a las afueras de la ciudad, en sus restos calcinados y arrebujados. Huele el humo de las fogatas, oye voces en la distancia, algún grito ocasional. Un puñado de alas se baten sobre su cabeza.

Ha conseguido cruzar la franja de terreno arenoso donde se ha bebido todo el agua y donde en dos ocasiones le ha parecido ver un ojo en la tierra, un parpadeo aislado que se ha perdido rápidamente en la arena. ¿Una alucinación? No está seguro.

Va bordeando el bosque. Si la tierra puede estar tan viva entonces el bosque tiene que ser demasiado peligroso. Asume que ahí es donde viven algunos de los miserables. Piensa en su madre, «la santa», como solía llamarla su padre, y en los miserables a los que en teoría salvó. Si ella sigue viva, ¿vivirán ellos también?

Un gran pájaro de plumaje negro graso cae en picado a poca distancia de su cabeza. Ve el pico puntiagudo como una bisagra retorcida y las garras que se abren y se cierran en el aire. Asombrado, contempla su vuelo hasta que se pierde en el bosque. Piensa en el pájaro de alambres de Lyda en su jaula y le sobrevienen la culpa y el miedo. ¿Dónde está ella ahora? No puede ignorar la sensación de que está en peligro, de que su vida ha cambiado. ¿Le harán unas cuantas preguntas y la dejarán volver a su vida normal? En realidad Lyda no tiene nada que contarles. Le vio llevarse el cuchillo, pero si lo confiesa, parecerá que se está guardando algo, que sabe más de lo que dice. ¿Los vio alguien besarse? En caso afirmativo, eso la hará parecer sospechosa. Recuerda el beso. Le viene a la cabeza una y otra vez, dulce y suave. Lyda olía a flores y a miel.

En ese momento las ovejas aparecen entre los árboles, renqueantes sobre unas pezuñas delgadas y deformes, y Perdiz corre a esconderse entre las zarzas para observarlas. Da por hecho que son salvajes. Van hasta una grieta socavada en la tierra que está llena de agua de lluvia. Tienen lenguas rápidas, casi picudas, algunas brillantes como cuchillas. Su pelaje está lleno de gotas de agua y enredos. Cada ojo va por un lado y los cuernos son grotescos: algunas tienen muchísimos, a veces en fila, como un risco de púas por el lomo del animal, y otros semejan trepadoras, forman espirales, se entrelazan y luego viran cada uno a un lado. Una de las ovejas los tiene hacia atrás, como una melena, y se han fusionado con el espinazo de modo que la cabeza se ha quedado fija en el sitio.

Por muy aterradores que puedan resultarle los animales, Perdiz agradece saber que el agua es potable. Le ha entrado una tos irregular… ¿será por haber aspirado las fibras con púas? ¿O de la ceniza arenosa? Esperará a que las ovejas se alejen y rellenará las botellas.

Pero el rebaño no es salvaje. Un pastor con un brazo sajado y las piernas arqueadas sale a trompicones de la espesura, pegando gritos desagradables y blandiendo un palo afilado. Tiene la cara afeada por las quemaduras y uno de los ojos parece haberse escurrido y asentado en el pómulo. Calza unas bastas botas cubiertas de barro y va arreando a los animales con varazos, mientras produce unos extraños sonidos guturales con la boca. De pronto se le cae el palo y se agacha para cogerlo. Al volver la cara —tensada por las heridas y los verdugones—, clava los ojos en Perdiz. Tuerce el gesto y le dice:

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