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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Puro (29 page)

BOOK: Puro
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Han llegado a una zona de verja que sigue en pie. Bradwell es el primero en trepar por ella y Perdiz se apresura a seguirlo. Cuando saltan al suelo encuentran ante ellos otro tramo de restos calcinados y burbujas de plástico fundido.

—¿Y qué hizo Estados Unidos? —le pregunta Perdiz.

—¿De veras quieres saberlo? Dicen que soy demasiado pedante.

—Quiero saberlo.

—Estados Unidos conocía los turbios efectos inesperados de la bomba, y en secreto fue desarrollando nuevas ciencias…, las invenciones de tu padre. Ciencias que generaran resistencia a la radioactividad en estructuras y les permitieran controlar los efectos de la radiación. En lugar de hibridaciones insospechadas y sin razón de ser, el gobierno estadounidense quería hibridaciones premeditadas para crear superespecies.

—Codificación. Yo he pasado por eso. Pero no era un espécimen maduro. —Aunque se siente orgulloso, no es que se opusiese en ningún momento; es simplemente algo que pasó.

—¿En serio?

—Sedge sí lo era, yo no. Pero ¿cómo consiguieron tus padres la información que necesitaban?

—Uno de los genetistas, Arthur Walrond, era amigo de mi madre, Silva Bernt. Walrond tenía una vida social muy mo-vida, conducía un descapotable y era un bocazas con remordimientos. Uno de los fines de semana que vino a ver a mis padres se emborrachó y se fue de la lengua sobre algunos secretos de las nuevas ciencias. Por supuesto, todo cuadraba con lo que mis padres sospechaban. Empezó a pasarles información. —Bradwell se detiene y mira al otro lado de los restos calcinados de un vecindario en ruinas. Se frota la cabeza, parece cansado.

—¿Qué pasa? —le interroga Perdiz.

—Nada. Acabo de acordarme de cuando convenció a mis padres para que me comprasen un perro: «Es hijo único en una familia de enganchados al trabajo. ¡Compradle al chico un chucho!» Walrond era rollizo, bajito y andaba como un pato pero era un conversador agudo con un buen coche, además de un mujeriego, por extraño que parezca. Su físico no acompañaba a su ritmo de vida.

»Sabía lo que podían llegar a hacer con las cosas en las que trabajaba. El gobierno utilizaba el término “potencial ilimitado” pero él siempre añadía “para la destrucción”. Fue muy descuidado. Cuando se enteraron de que estaba filtrando secretos lo avisaron con el tiempo suficiente para que se suicidase antes de que se presentasen en su casa para arrestarlo. Y les hizo ese favor, con una sobredosis. —Bradwell suspira—. Le puse
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a mi perro por él. Luego tuve que abandonarlo cuando mis padres murieron; mi tía era alérgica. Cómo quería a ese perro tontorrón… Hace un alto y se queda mirando a Perdiz—. Tu padre mandó matar a los míos. Probablemente dio la orden en persona. Les dispararon mientras dormían, antes de las Detonaciones, a dos pasos, con silenciadores. Yo estaba durmiendo en mi cuarto; me los encontré cuando me levanté.

—Bradwell… —acierta a decir Perdiz, que intenta acercarse, pero el otro chico lo rechaza.

—¿Sabes lo que creo a veces? —No muy lejos se oyen ruidos de animales, un aullido, un graznido como de pájaro—. Creo que nos estábamos muriendo todos de enfermedades masivas. Los sanatorios estaban llenos. Empezaron a reconvertir las cárceles para albergar a los enfermos. El agua estaba saturada de petróleo. Y por si con eso no bastase, había gran cantidad de munición, revueltas en las ciudades… El duelo era acallado con maíz, la insoportable levedad de los rellenos de los pasteles… Nos estábamos atragantando con contaminantes y radiación…, un pulmón calcinado muerto tras otro. Cuando nos dejaron a nuestra suerte, nos dedicamos a dispararnos y a quemarnos vivos. Sin las Detonaciones nos hubiésemos quedado unos pocos hasta acabar matándonos todos a garrotazo limpio, en una auténtica sangría. Por eso lo aceleraron todo, ¿no? Ya está.

—Tú no piensas así.

—No. Cuando estoy un poco más optimista, creo que podríamos haberle dado la vuelta. Había mucha gente como mis padres que estaban en el lado bueno. Les faltó tiempo.

—Supongo que a eso se le podría llamar optimismo.

—No estuvo tan mal ser educado por unos enemigos del Estado. Crecí ya de vuelta de todo. Tras las Detonaciones supe que no debía ir a las grandes superficies, como hizo el resto. Supe también que no había que esperar ningún consuelo, al contrario de lo que hizo todo el mundo, ansioso de ver llegar agua, mantas y primeros auxilios de manos del ejército. Mis padres me habían contado lo suficiente como para saber que no podía confiar en nadie. Lo mejor era que me diesen por muerto. Y eso soy, una baja, que es algo que aquí no está nada mal.

—Es difícil morir cuando ya se está muerto.

—Pero ¿sabes lo que se me quedó grabado?

—¿El qué?

—Encontré una nota de Walrond entre las cosas de mis padres, garabatos de un borracho: «Lo cierto es que… podrían salvarnos a todos pero no quieren». Es algo que siempre me ha atormentado. Y luego, en una entrevista, alguien le preguntó a Willux sobre la resistencia a la radiación en la Cúpula y él dijo: «La resistencia a la radiación tiene un potencial ilimitado para todos nosotros».

—Pero no fue así, no para todos.

—Tu padre deseaba la destrucción casi total para poder empezar de cero. Pero ¿competía contra los que estaban más cerca?, ¿o contra los que estaban cerca de hallar la resistencia a la radiación para todos? ¿Era como el inventor de la armadura, que cuando todo el mundo tuvo armadura se vio obligado a inventar la ballesta? ¿Una carrera armamentística de arma, defensa, mejor arma, mejor defensa?

—No lo sé. Para mí es también un desconocido. —Por una fracción de segundo Perdiz le desea la muerte a su padre. «Eso es maldad», piensa para sus adentros; y no es solo que su padre la tenga, es que la ha utilizado. «¿Por qué?», se pregunta Perdiz—. Siento mucho lo de tus padres —le dice a Bradwell.

Contempla las extensiones desoladas que los rodean. Se tambalea un poco, intentando procesar tanta pérdida y, en ese momento, se le engancha el pie con algo y tropieza.

Cuando recupera el equilibrio se agacha para coger un objeto de metal con tres púas en abanico que terminan en una punta afilada, enterrada en el barro y la ceniza. Bradwell retrocede hasta donde está el otro chico y se queda mirando lo que tiene en la mano.

—¿Qué es, un dardo? —le pregunta Perdiz—. Me acuerdo de los que se lanzaban a las dianas, pero nunca había visto uno tan grande.

—Sí, pero de punta de acero —explica Bradwell.

Perdiz oye el sonido antes de verlo: un runrún que es casi un zumbido. Empuja a Bradwell para apartarlo de la trayectoria y aterrizan en el suelo con todo su peso, sin aliento, justo cuando otro dardo se clava tras ellos. Bradwell se pone en pie como puede y grita:

—¡Por aquí!

Ambos echan a corren hacia un fundido rojiazul y se agazapan tras él.

Los dardos no tardan en llegar con un silbido que acaba en un golpe seco. Se clavan dos en el otro lateral del plástico y entonces todo se queda en silencio.

Perdiz escruta por el otro lado del fundido y vislumbra una construcción levantada con ladrillos y paredes que se apoyan en fundidos arrastrados desde otros jardines.

—Una casa. Con una cerca baja por delante.

Perdiz recuerda las vallas con puertecitas que se abrían y que mantenían a raya los pulcros perros que brincaban en sus jardines. Esta cerca, sin embargo, no son más que unos cuantos palos clavados en el suelo con cosas colgando de los picos. A primera vista no ve qué pueden ser, pero entonces se fija mejor y distingue un armazón ennegrecido y redondeado: un costillar con algunos huesos partidos y otros ausentes. Dos palos más allá hay un cráneo ancho —humano—, del que falta un trozo. Frente a los restos de la casa hay dos calaveras más, iluminadas por dentro con velas, igual que las calabazas de Halloween; Perdiz se acuerda de que llevaba puesta una caja cuando se disfrazó de robot. Los fundizales eran famosos por sus fiestas, por los árboles con fantasmas colgando y los Santa Claus trepando por los tejados. Ahora ve lo que parece un jardín con tierra revuelta y estacas, pero solo son más huesos, diseminados como para decorar, huesos de manos que surgen por aquí y por allá como brotes. En otro mundo, esas cosas —las cercas de estacas, las lámparas de calabaza, los jardines— simbolizaban el hogar. Ya no.

—¿Qué pasa? —pregunta Bradwell.

—Nada bueno. Están orgullosos de sus presas. —Otro dardo impacta contra el plástico—. Y tienen buena puntería. ¿Serán las protectoras?

—Puede ser. Si es así, debemos rendirnos. Queremos que nos capturen y nos lleven con su cabecilla. Pero no sabré si son ellas hasta que las vea; necesito mejor perspectiva. Voy a correr hasta aquel fundido de allí. —Bradwell señala hacia el frente.

—Intenta que no te den.

—¿Cuántos dardos les quedarán?

—Lo que no quiero saber es lo que pueden usar cuando se les acaben los dardos —dice Perdiz sacudiendo la cabeza.

Bradwell sale a todo correr. Cuando los dardos caen como la lluvia sobre él, deja escapar un grito. Se tambalea y se coge el codo izquierdo. Le han dado en el hombro, pero sigue corriendo y se lanza tras el siguiente fundido.

Perdiz va a por él antes de que Bradwell intente retenerlo. Esprinta y derrapa hasta pararse junto al chico herido, que ya tiene la manga de la chaqueta ensangrentada. Agarra el dardo clavado en el brazo de Bradwell.

—¡No! —exclama este intentando zafarse.

—Tienes que sacártelo. ¿Qué pasa?, ¿te asusta un dolorcillo de nada? —Le coge el brazo por debajo del codo—. Seré rápido.

—Espera, espera. Hazlo a la de tres.

—Vale. —Perdiz echa el peso sobre el brazo de Bradwell, lo sujeta contra el suelo y con la otra mano rodea el dardo, que está bien profundo—. Una, dos… —Y lo saca llevándose un trozo de chaquetón con él.

—¡Mierda! —grita Bradwell. La herida echa sangre a borbotones—. ¿Por qué no has contado hasta tres?

«Quien la hace la paga», piensa Perdiz en un impulso, para devolvérsela a Bradwell por la hincha que le tiene, por meterse con él cuando Pressia desapareció. Lo cierto es que él también alberga cierto odio hacia el chico, aunque solo sea porque Bradwell se lo tiene a él.

—Hay que vendarlo.

—¡Mierda! —grita Bradwell pegándose el codo a las costillas.

—Quítate el chaquetón. —Perdiz lo ayuda a sacárselo por el brazo y luego aprovecha el desgarrón para romper la manga y utilizarla para envolver el músculo del hombro, apretándola con fuerza—. Ojalá hubiese podido verlas bien.

—Ah, pues ¿sabes qué? Pienso que vas a tener suerte. —Bradwell señala hacia el frente.

Hay un par de ojos cerca del suelo: un crío que atisba por detrás de la pierna de una criatura más grande pertrechada para la batalla, con una coraza hecha con cuchillas de cortacésped y un casco. Por un hombro le cae una larga trenza, mientras que las armas que lleva solo son reconocibles por sus componentes: una cadena de bici, un taladro, una motosierra.

—No está mal —dice Perdiz—. Solo una mujer y un crío. Nosotros somos dos.

—Espera.

Por detrás empiezan a aparecer muchas más sigilosamente. Todas son mujeres y la mayoría también llevan niños, bien abrazados, bien a su lado, así como más armas: cuchillos de cocina, tenedores de barbacoa de dos puntas, desbrozadoras. Sus caras son mosaicos de vidrio, azulejos, espejo, metal, baldosa y algún plástico reluciente. Muchas tienen joyas fusionadas en muñecas, cuellos y lóbulos; deben de ir recortándose la piel para que no les crezca sobre las joyas, que están perfiladas por pequeñas costras oscuras y enrojecidas.

—¿Nos han encontrado? ¿Era este el grupo que esperabas? —pregunta Perdiz.

—Sí. Creo que sí.

—Parecen amas de casa —susurra Perdiz.

—Con sus críos.

—¿Por qué no han crecido los niños?

—No pueden. Están atrofiados por el cuerpo de sus propias madres.

A Perdiz le cuesta creer que haya llegado a sobrevivir gente de la que residía en ese lugar. Siempre fueron personas sumisas que carecían del valor de sus convicciones. Y los que demostraron cierto valor —como tal vez la señora Fareling— desaparecieron. ¿Son estos las madres y los niños de las urbanizaciones cercadas, quienes en otros tiempos se deleitaban entre plásticos?

—¿Estamos a punto de que nos dé una paliza de muerte una asociación de madres?

Cuando el grupo avanza Perdiz se da cuenta de que no es solo que los niños vayan con sus madres, es que están pegados. La primera mujer que vieron tiene unos andares extraños; el crío que parecía estar cogiéndole de la pierna en realidad está fusionado a ella. Sin piernas, el niño solo tiene un brazo, mientras que el torso y la cabeza surgen del muslo de su madre. A otra mujer le salen del cuello unos ojos en la cabeza protuberante de un bebé, como si tuviese bocio.

De rasgos angulosos y rostro adusto, van con el cuerpo ligeramente encorvado, como preparadas para embestir.

Perdiz se aprieta bien la bufanda para asegurarse de que su cara impecable quede oculta.

—Ya es tarde para eso. Limítate a levantar las manos y sonreír.

Todavía de rodillas, ambos alzan las manos por encima de la cabeza.

—Nos rendimos. Hemos venido para ver a vuestra Buena Madre. Necesitamos su ayuda —les dice Bradwell.

Una mujer con un crío fusionado en la cadera se adelanta hasta Perdiz empujando una especie de cochecito armado con cuchillos. Otra mujer con una podadora en la mano avanza hasta Bradwell y le pega un rodillazo en el pecho con una fuerza asombrosa; acto seguido le pone las cuchillas delante de la cara, y las abre y las cierra amenazante, las hojas brillantes y afiladas. Tiene el utensilio fusionado en una mano y lo acciona con la otra. Por último pone el pie descalzo sobre el esternón de Bradwell, abre la podadora todo lo que puede y se la pega a la garganta.

Al sentir que le tiran del brazo hacia atrás, el otro chico saca el garfio de la carne y se gira en redondo oscilando sobre la cabeza de una niña atrofiada. Tiene la mano de su madre fusionada en medio de la espalda. El chico se echa hacia delante y la mujer le mete rápidamente la rodilla en la barriga, le encaja un gancho en la barbilla y le pone un cuchillo de cocina contra el corazón.

La hija ríe.

Perdiz sabe que las mujeres y sus hijos fusionados son agresivos a la par que disciplinados: son soldados. Con su fuerza codificada podría llevarse por delante a media docena de una embestida, pero ahora ve que son más de cien. Las sombras se mueven y se acercan otras mujeres para despojarlos de los cuchillos, los garfios y los dardos que acaban de cosechar.

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