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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Literatura infantil

Querido hijo: estamos en huelga (4 page)

BOOK: Querido hijo: estamos en huelga
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L
a pizza estaba muy rica, pero por una vez Felipe no la disfrutaba.

Sus peores sospechas se confirmaron cuando su padre, sin hablarle de las mates o la lengua, le preguntó muy feliz:

—¿Has ido a jugar al fútbol esta mañana?

—Sí —respondió con el bocado a medio masticar.

—Qué bien —asintió el cabeza de familia.

Felipe casi se tragó el trozo entero.

—Efta pizza eftá bueísima… —farfulló el hombre con la boca llena.

Otro silencio breve.

—¿Has marcado algún gol?

—Me han hecho un penalti cuando iba a hacerlo.

—¿Lo has tirado tú?

—No, el capitán del equipo.

—Muy bien —asintió su padre—. Así me gusta. Solidario y respetando los galones.

¿Le hablaba de la camiseta rota, inventándose una prodigiosa jugada, para que estuviera orgulloso de él?

No, mejor no.

De un momento a otro le diría lo habitual: que estudiara, que no dejara pasar los días, que no lo hiciera todo a última hora, que el verano se iba en un abrir y cerrar de ojos y bla-bla-bla.

Lo de todos los años pero agravado por los dos suspensos.

Sí, se había apalancado un poco durante el curso, la verdad.

—Papá…

—¿Sí?

—¿En qué piensas?

—¿Yo? En nada. Estoy contento, eso es todo. ¡He batido mi récord!

—¿Estás contento… porque has batido tu récord con la máquina?

—Sí, ¿te parece poco? ¿Cuál es el tuyo?

—Novecientos cincuenta y siete mil.

—Bueno, no está mal —se hizo el chulo—. Eres joven. Yo, un millón noventa y dos mil.

—¿Has hecho… un millón noventa y dos mil?

—Sí.

—¿Y cuándo juegas tú con la consola para tener tanta práctica?

—Oh, he empezado hoy. Engancha mucho, ¿sabes? No me extraña que no hagas nada más que jugar con ella.

—Yo no hago eso —se defendió Felipe.

—No, si está bien —comentó su padre encogiéndose de hombros—. No todo el mundo puede ser arquitecto o médico. A lo mejor te conviertes en campeón mundial de matar marcianitos.

Aquello era el colmo.

—Papá, ¿te encuentras bien?

—De fábula —le dio un enorme bocado a la pizza y masticó con energía—. Ya tengo ganas de acabar de comer para volver a jugar. ¡Seguro que llego al millón y cuarto!

—¡Papá!

—¿Qué?

—¿No vas a trabajar?

—No, hoy no. Tengo la tarde libre, ¿por qué?

—Podríamos ir a alguna parte.

—Huy, no, no puedo.

Era la misma conversación que habían mantenido una semana antes, solo que al revés.

Aquello tenía cada vez más mala espina.

Felipe se levantó y pasó por detrás de su padre buscando el lugar por el que los marcianos de verdad se habían apoderado de su cerebro. No vio nada. A lo mejor eran esporas y las había respirado. O como el bicho de
Alien,
que salía por el pecho.

—Recoge tú la mesa —ordenó el hombre y se puso en pie todavía masticando el último bocado de pizza—. ¡Vamos allá!

Lo vio caminar en busca de su butaca y del mando de la consola.

Se sintió muy solo.

Muy mal.

Hizo lo que le decía, porque no tenía ni fuerzas para discutir. Recogió la mesa, puso los platos en el fregadero y se metió otra vez en su habitación. Tuvo que cerrar la puerta porque el entusiasmo de su padre rayaba en la locura. Cada vez gritaba más.

Puso música para no escucharle.

Leyó un poco más.

Una hora.

Cuando salió, los gritos seguían.

—¡Aaah!… ¡No podrás conmigo!… ¡Vamos, ven, bicho peludo!… ¿Ah, sí, ah, sí, tú y quién más? ¡Toma ya!

Era insoportable.

Y su madre sin volver.

Llegó al salón e hizo una última tentativa.

—¡Papá, salgo!

—Mmm…

—¡Papá, que me voy!

Esperaba el «no vuelvas tarde» o peor, el «¿adónde vas?» preliminar al recordatorio de los suspensos.

Pero ni por esas.

—¡Vale!

Felipe caminó hasta la puerta, la abrió, salió, cerró despacio y bajó la escalera peldaño a peldaño, pensativo, sin creerse lo que estaba sucediendo, porque desde luego sucedía algo y muy grave, con o sin marcianos de verdad apoderándose de la voluntad de sus padres.

Cuando llegó a la calle no supo adónde ir, porque era demasiado temprano para reunirse con Ángel.

—¡Jo! —resopló abatido, sentándose en el bordillo, frente a su casa.

9
Y la guinda nocturna

N
o llegó muy tarde, y por si acaso, fue a darle un beso a su madre, que ya estaba en casa.

—Hola, mamá.

—Hola, cariño, ¿lo has pasado bien?

—Sí.

—Me alegro.

Eso fue todo.

Creía que su padre habría acabado con la consola pero se equivocó. A un par de pasos del salón, oyó ya sus comentarios y suspiros:

—¡Ya, ya…! ¡Un millón y cuarto, sí, bien!

Se asomó por la puerta. Su padre estaba desencajado, rojo, con los ojos fuera de las órbitas. Disfrutando como un niño, eso sí.

—Mamá, ¿has visto a papá?

—Sí, como un crío, ¿verdad?

—¿No estará enfermo?

—Qué va, es que le ha cogido el tranquillo a eso. ¡Ya puedes despedirte de la consola!

Y se echó a reír alegremente.

Fue de vuelta a su habitación, al libro. Se sentía hundido, sin ganas de nada, aunque reconocía que la novela era muy buena, la mejor de las que había leído en los últimos tiempos. Era lo único que le evitaba pensar en lo que sucedía en casa y le apartaba de las preocupaciones. Su madre en plan pasota y su padre…

¿Y si los extraterrestres eran ellos?

Felipe comprendió que estaba realmente asustado.

Se puso a leer y esta vez le costó más concentrarse. Un sexto sentido le advertía del peligro. Conocía muy bien a sus padres, desde que había nacido, y aquello no era normal; todo lo contrario, era anormalísimo.

Esperó la hora de la cena con un nudo en el estómago y la cabeza llena de malos presagios.

Pero al menos, como antes, el libro logró capturar su atención y se volcó en él, sumergiéndose en la historia. Tanto que de pronto miró la hora y se quedó a cuadros.

¡Las nueve y veinte!

En su casa se cenaba muy puntual, porque su madre era una maniática de las «comidas-a-su-hora». Eso permitía hacer bien las digestiones, acostarse sin tener la cena como quien dice todavía en la garganta, no sufrir pesadillas a causa de un estómago repleto. Ah, y comer sano, siempre sano.

Las nueve y veinte y no le habían llamado para cenar.

Dejó el libro y asomó la cabeza al pasillo.

Aguzó el oído.

¿Seguiría su padre jugando como un loco?

Se armó de valor y fue al salón.

No, su padre ya no jugaba. Él y su madre estaban viendo una peli en la tele, tan ricamente. Debía de ser divertida porque se reían como bobos, muy juntitos, abrazados en el sofá como una pareja de novios.

Y a ambos lados tenían sendos platos vacíos.

Ellos sí habían cenado.

¡Bocadillos! ¡Nada de comida sana y-en-la-mesa!

Cada vez le costaba más digerir todo aquello, así que volvió a vacilar. Pero tenía hambre. Mucha hambre. Por lo tanto se acercó a su madre y…

—Mamá.

—Ahora no, Felipe, que está muy interesante. Espérate a que pongan los anuncios.

—Pero…

—Chissst…

Los dos rieron de nuevo cuando a la protagonista se le cayó todo por el suelo.

No tuvo más remedio que hacer lo que le decía ella. Una voz interior le aconsejaba que mantuviera la calma, que no gritara, que no se enfadara. Por lo menos hasta saber qué estaba pasando.

Tuvo suerte. A los dos minutos empezaron los anuncios.

—¡Voy a hacer pis! —dijo su padre.

Felipe se quedó solo con su madre.

—Mamá… —le recordó que estaba allí.

—¿Qué quieres?

—Cenar.

Su madre alzó las cejas. Igual que si le pidiera algo muy raro.

—¿No has cenado?

—No.

—¿Y eso?

—Bueno… si no me has llamado.

—¿Llamado? ¿Para qué?

—Pues para cenar.

—Veamos… —ella se puso de cara a él sin cambiar de posición, las piernas dobladas sobre el sofá—. ¿Quieres cenar?

—Sí.

Ella le cogió el brazo derecho.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Mi brazo.

—¿Y esto? —sostuvo su mano.

—Mi mano —dijo él sin entender nada.

—Y a ver… —se puso a contarle los dedos—. Uno, dos, tres, cuatro… y cinco. ¿Correcto?

—Sí.

Le cogió el otro brazo, el izquierdo.

—¿Te parece a ti que este es igual?

—Sí.

—¿O sea que tienes dos brazos, dos manos y veinte dedos, y todo funciona correctamente?

—Sí —Felipe tragó saliva, empezaba a comprender por dónde iban los tiros.

—Pues mira tú —la mujer hizo un gesto de lo más evidente—. Tienes lo necesario para hacer de todo, como por ejemplo la cena.

—¡Mamá!

—¡Ay, Felipe, que te has pasado el día gastándome el nombre, hijo! ¡Hala, vete a la cocina! Hay pan, embutidos en el
tupper
azul y zumo en la nevera —la película iba a continuar, porque la cadena puso un último anuncio de autopropaganda que ya conocían. Entonces ella gritó—: ¡Quique, la peli!

Su padre reapareció en el salón a la carrera.

Se sentó en el sofá, volvieron a cogerse de las manos como críos, ella se recostó sobre él y pasaron de todo menos de la película.

Imposible decirles ya nada más.

Y mucho menos preguntarles de una buena vez qué estaba pasando allí.

Felipe los dejó solos.

Se reían.

Tan panchos.

Fue a la cocina, se preparó un bocata, se lo zampó con apetito, y como no había vigilancia materna, incluso se pasó con el chocolate de postre, aun sabiendo que luego podía tener una mala noche y pesadillas. Era una venganza tonta, porque el que lo pasaba mal era él, pero es que estaba furioso.

Tanto como preocupado.

Cuando se metió en la cama, a la hora que quiso, porque ni su padre ni su madre lo apremiaron para que lo hiciera y apagara la luz, le dolía el estómago y por su cabeza solo volaban malos presagios.

10
El segundo día

D
urmió muy inquieto y tuvo tantas pesadillas que al abrir los ojos al día siguiente, tarde aunque no tanto como la mañana anterior, pasó de Águila Negra y saltó de la cama dispuesto a enfrentarse a la verdad. Y si sus padres eran extraterrestres o habían sido abducidos por ellos, buscaría un antídoto o algo así.

Porque, desde luego, normales no estaban.

Vaya que no.

Salió de su habitación para ir primero al cuarto de baño, pero apenas si pudo dar un paso. El pasillo, siempre inmaculado, estaba ahora lleno de carteles pegados a la pared y a las puertas con cinta adhesiva. Carteles con enormes letras de colores, chillonas, espectaculares.

Se le doblaron las rodillas cuando empezó a leerlos:

«Padres unidos jamás serán vencidos», «Padres al poder», «Dad una oportunidad a los padres», «¡Resistiremos!», «No nos moverán», «¡A las barricadas!», «Abajo la dictadura de los insolidarios», «Mayo del 68 revisado», «Somos espíritus libres»…

El de su puerta decía «¡Peligro!».

Porque se estaba haciendo pis, que si no…

Se metió en el cuarto de baño. En el espejo había una pintada en rojo: «¡Huelga!». Y al subir la tapa del inodoro, descubrió otra escrita en el interior: «¡Caca!».

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