Qumrán 1 (12 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: Qumrán 1
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La víspera de nuestra partida, acudimos al monasterio ortodoxo de Jerusalén para hablar con Kair Benyair, el intermediario del obispo Oseas que se había encargado de tratar con Matti el destino del último de los cuatro rollos de Qumrán. Nos era esencial hablar con aquel hombre que había visto los manuscritos y que tal vez supiera quién había podido matar a Oseas.

El monasterio ortodoxo estaba al extremo de una estrecha calle del barrio armenio. Llegamos ante una pesada puerta medieval coronada por un mosaico moderno, que se entreabrió lentamente cuando llamamos, dando paso a un diácono de aspecto suspicaz. No había muchos turistas que visitaran la iglesia, la rica biblioteca ni siquiera la sala inferior del edificio donde, según la tradición siria, había tenido lugar la Cena, unos dos mil años antes. Los visitantes eran escasos, y cuando se presentaban parecían inquietar a los anfitriones.

El diácono nos indicó el lugar donde se alojaban los sacerdotes, y la residencia de Oseas, en el último piso de uno de los edificios. Nos dirigimos allí pasando por el santuario de la iglesia. Sobre el altar con inscripciones sirias colgaban unos iconos dorados, iluminados por velas. Solemnes plegarias resonaban entre las paredes rocosas de la cripta. Desde hacía varios días se lloraba al sumo sacerdote.

Ante los aposentos de Oseas, una mujer nos recibió con frialdad. Viéndome ataviado con mi shtreimel y mi abrigo negro, me miró de arriba abajo, preguntándose por qué un judío religioso se aventuraba tan lejos de su barrio. Entonces mi padre le habló del motivo de nuestra visita y ella nos dijo que Kair Benyair estaba en Francia, adonde había ido precipitadamente tras la muerte de Oseas. Lo buscaban, si no como sospechoso al menos como testigo en aquel asunto. Pero no había dejado dirección y nadie sabía dónde se hallaba.

Mientras mi padre hablaba con la mujer, subí discretamente a los aposentos de Oseas. La puerta estaba abierta. Entré y descubrí tres grandes y suntuosas habitaciones, cubiertas por grandes bóvedas de piedra maciza, adornadas con muebles antiguos, objetos con piedras preciosas incrustadas, antiquísimos instrumentos de música y orfebrería.

Tantos tesoros, me dije, para terminar así. «Amasé también plata y oro, y los más preciosos joyeles de los reyes y las provincias, adquirí cantores y cantoras y las delicias de los hombres, una armonía de instrumentos musicales, varias armonías, incluso, de toda clase de instrumentos.» Me dirigí maquinalmente al despacho, que estaba lleno de cajas y papeles de todo tipo, libros en idioma sirio y diversos expedientes. En medio de todo ello, me llamó la atención un fragmento de pergamino enrollado. Lo tomé y lo abrí: era un pedazo de rollo. Lo metí en mi zurrón y bajé rápidamente.

Abajo, la mujer, que no había advertido mi ausencia, estaba negándole a mi padre el acceso a los aposentos. El misterio de la muerte de Oseas no se había aclarado todavía y las sospechas flotaban en el ambiente de un modo difuso, sin que nadie supiera exactamente hacia quién se dirigían. En aquellos tiempos de crisis, los extranjeros no eran bienvenidos. El venerable establecimiento, por temor al escándalo, prefería encerrarse en sí mismo como si deseara evitar que se extendiera un vergonzoso secreto de familia.

Fuera, en cuanto nos hubimos alejado lo suficiente, nos apresuramos a leer el manuscrito que yo había hurtado. Mi padre identificó enseguida un fragmento del rollo de Qumrán. Se hallaba en buen estado y no tardamos mucho tiempo en descifrarlo. Con el corazón palpitante, tradujimos juntos las diminutas letras de contornos bien dibujados:

  1. En la fortaleza que está
    en el valle de Achor, cuarenta pasos
    bajo los peldaños ir al este.
  2. En la sepultura,
    en la tercera hilera de piedras,
    barras de oro.
  3. En la gran cisterna que está
    en el patio del peristilo,
    en el yeso del parterre,
    ocultas en un agujero frente a la abertura superior,
    novecientas monedas.
  4. En la plaza del Estanque
    y bajo el conducto de agua,
    seis pasos al norte hacia el estanque,
    vajilla.
  5. En lo alto de la escalera del refugio,
    del lado izquierdo,
    cuarenta barras de plata.
  6. En la casa de dos piscinas,
    está el estanque,
    las vajillas y la plata.

—Es un fragmento del
Pergamino de cobre
—comentó mi padre—. El que Thomas Almond descifró en parte. Se trata de la localización de un tesoro enterrado en alguna parte.

—¿De qué tesoro habla?

—¿Quién sabe? Tal vez de la fabulosa riqueza del rey Salomón. Recuerda, el Templo era espléndido, con dobles puertas de oro, el suelo grabado con palmeras, techos dorados, muebles sagrados, candelabros de oro, instrumentos de música de maderas preciosas y su pequeño altar de hojas de oro. Y en el Santo de los Santos, los querubines de madera de olivo custodiaban el objeto más sagrado, el Arca de la Alianza.

—¡El Templo de Salomón fue destruido por los ejércitos de Nabucodonosor en el siglo VI antes de Cristo!

—Sí, pero las riquezas que contenía desaparecieron. A este respecto, distintas leyendas fueron pasando de generación en generación. Según una de ellas, extraída del segundo libro de los Macabeos, el profeta Jeremías era uno de los guardianes del tesoro. Tras la caída de Jerusalén, habría ordenado al tabernáculo que le siguiera, habría subido al monte Nebo y habría colocado el tabernáculo, el altar y el incienso en una gruta. Otra tradición supone que los judíos se llevaron el tesoro cuando se exiliaron en Mesopotamia; éstos lo enterraron en el emplazamiento de un templo y encerraron, al parecer, los candelabros de siete brazos y las setenta tablas doradas ocultándolos con otras piezas en una torre de Bagdad. Algunos afirman también que un escriba encontró las joyas, las piedras, el oro y la plata y los mostró a un ángel que los escondió. Otros afirman que la vajilla sagrada y el tesoro están bajo una piedra de la tumba de Daniel y que todos los que la toquen morirán de inmediato. Es lo que le habría ocurrido a un arqueólogo. Según ese texto, el tesoro estaría oculto cerca de Jerusalén, en una región que se halla tras los valles rocosos, más baja que las cumbres pero separada de ellas, en tres de sus lados, por abruptos barrancos. Todos esos parajes son visibles desde Qumrán. ¿Recuerdas lo que vimos en Khirbet Qumrán?

—¡Claro que sí! ¿No crees que el texto alude a la gran cisterna doble que está por debajo? «En la casa de dos piscinas está el estanque, las vajillas y la plata.»

—Sin duda. En todo caso, eso significa que Oseas estaba buscando el tesoro. Tal vez fuera ésa la causa de su asesinato.

—¿Pero por qué lo buscaba? ¿No había conseguido bastante dinero con los manuscritos?

—Recuerda lo que dice el Eclesiastés… «Quien tiene dinero no es saciado por el dinero y aquel a quien le gusta la buena vida, no es alimentado. También eso es vanidad.»

Tomamos la decisión de detenernos en Francia, al regresar, para buscar a Kair Benyair, sin tener todavía una idea precisa del modo cómo podríamos encontrarle.

Al anochecer, fui a ver al rabí para decirle que debía marcharme, sin poder no obstante explicarle por qué.

—¿Es acaso algo vergonzoso, para que no puedas revelármelo? —preguntó con aire suspicaz.

—No. Es con un fin honorable. Me voy con mi padre.

—¿Tu padre? —exclamó, sorprendido.

Sabía que mi padre no era religioso. Yo sospechaba, incluso, la palabra que el rabí debía de utilizar en su interior para calificarle, y que su tono revelaba perfectamente: un «apikoros». Un epicúreo, un renegado, un hombre sin ley.

—No te vayas para olvidar las leyes. Lejos de aquí hay muchas tentaciones. Corres el riesgo de no salvarte cuando llegue el Mesías, que será pronto ya. Presérvate, al menos. No olvides, cuando estés allí, la llegada del Mesías. Escucha a cada instante el sonido de sus pasos que se acercan, cada vez más, a Israel, su pueblo.

Me estremecí. Hacía ya mucho tiempo que aguardábamos su venida. Pero ahora el rabí anunciaba que había llegado el tiempo en que Dios iba a responder a la confianza intemporal. El rabí anunciaba que éramos la última generación del exilio y la primera de la Liberación. Era como si todo estuviera dispuesto en el mundo para que pudiese recibir esta revelación, y ahora, «Mesiah llega», decía profetizando. Durante la guerra de los Seis Días, nos había dicho que no tuviéramos miedo; cuando se hundió el comunismo y estalló la guerra del Golfo, había predicho que Israel era el lugar más seguro del mundo y que el tiempo de la destrucción no había llegado todavía. No se equivocó. Muchos creían que su inspiración era de origen celeste. Algunos pensaban que el propio rabí era el sujeto de la espera mesiánica. Otros afirmaban que la llegada del Mesías se hallaba sólo en nuestra religiosidad y no en una realidad histórica, contemporánea. «Pues el propio hombre no conoce su tiempo, al igual que los peces que caen en las fatales redes, y los pájaros que caen en el lazo.»

—No olvides —siguió diciéndome, antes de que me marchara, como una última recomendación o, tal vez, un primer mandamiento—, no olvides que hay que inspirar el aire del Mesiah desde el despertar y que el estudio de la Torá y las plegarias sólo sirven para que llegue más deprisa. Ora sin cesar para que el parto espiritual de Mesiah se produzca sin dolor y sin retraso. Serás como cuando el pueblo de Israel estaba en Egipto y clamaba a Dios para pedirle la liberación. Dios sólo nos esperaba a nosotros y la fuerza de nuestra exigencia. Por eso debes considerarte siempre medio merecedor y medio culpable. Realizar una sola mitzvah es ya lograr que el mundo entero se incline del lado del mérito y acarrear, para él y para todos, la postrera Liberación.

Algunos creían que el rabí tenía todos los atributos del Mesías y que, siendo así, era preciso, como el pueblo de Israel en los antiguos tiempos, expresar el compromiso con el futuro rey David, y decir: «Somos tus huesos y tu carne». Deseaban, del mismo modo, hacer saber que el rabí era el Rey-Mesías de su generación.

Pero yo, que tan devoto le era que habría seguido el menor de sus consejos, yo a quien la menor inflexión de su voz impresionaba y sumía en abismos de reflexión, yo, sin embargo, seguía dudando. Por grande que fuera mi fe y profunda mi devoción a la Torá, no esperaba con aquel fervor que algunos consideraban un elemento esencial —y el único, por así decirlo— de la práctica de la religión. Tenía una sincera fe en nuestro rabí y un inmenso respeto por aquel a quien consideraba el mayor de todos. Pero no vinculaba esta fe a una espera mesiánica, pues me parecía que iba a prolongarse mucho aún. Y mantenía, a este respecto, largas discusiones con mis compañeros de la yeshiva que, a menudo, me dejaban perplejo.

—Si es el Mesías, que lo demuestre —decía yo.

—Pero si lo ha demostrado ya, con todas las predicciones que ha llevado a cabo.

—Pues entonces, que nos libere; si es realmente el Mesías.

—Eso es lo que estamos ahora esperando. Por ello rezamos día y noche —respondían.

Pensaba que acabarían considerándome un ateo, un incrédulo incluso, a mí, que sólo vivía para la religión. No les gustaba mi espíritu inquisidor que, sin embargo, no era rebelde.

Cuando me despedí de ellos, mis compañeros de la yeshiva sólo me dijeron:

—Hasta la vista. Esperamos que estés de regreso antes de la Liberación.

Partí con la curiosa convicción de que seguía buscando al Mesías tanto como si me hubiera quedado a estudiar con ellos los textos. ¿Sería cierto que el Mesías se hallaba entre ellos? Quería cerciorarme personalmente de si no estaba en otra parte, lejos, en algún paraje del vasto mundo. «Pues fui rey sobre Israel en Jerusalén. Y apliqué mi corazón a buscar y sondear con prudencia todo lo que se hacía bajo los cielos, lo que es una enojosa ocupación que Dios dio a los hombres para que se ocuparan de ello. Contemplé todo lo que se hacía bajo el sol, y he aquí que todo es vanidad y tormento de espíritu. Lo que está torcido no puede enderezarse y los defectos no pueden contarse. Y apliqué mi corazón a conocer la sabiduría, y a conocer los errores y la locura; pero supe que también eso era un tormento de espíritu. Pues allí donde hay abundancia de ciencia, hay abundancia de pesadumbre y el que aumenta su ciencia aumenta su dolor.»

La víspera de mi partida, tuve un extraño sueño que me despertó con un sobresalto de espanto y me acompañó, perseverante, durante largas jornadas en las que sentí un profundo malestar. Poco tiempo después, lo olvidaría casi por completo, antes de recordarlo otra vez, cuando se produjeron acontecimientos capaces de aclarar su sentido…

Iba en coche con mi compañero Yehuda, que conducía. No era en Jerusalén sino en una ciudad que, sin saber por qué, asocié con Europa. Debíamos cruzar los brazos de un río, pero no se veía puente por ninguna parte. Yehuda propuso cruzar vadeando y se acercaba ya a la orilla. En el último momento, puesto que el camino me pareció demasiado peligroso y demasiado profundas las aguas, le grité que girara a la izquierda. Pero no tuvo tiempo de reaccionar y su brusco movimiento con el volante nos aproximó más aún a la superficie líquida. Entonces, en vez de hundirnos en las aguas, fuimos aspirados por los cielos, emprendiendo el vuelo hacia las nubes. Ante nosotros, un autobús había tomado el mismo camino. Yo esperaba socorro; que nos devolvieran a tierra. Pero el coche se elevaba inexorablemente, y nada ocurría. Entonces, Yehuda me lanzó una mirada, ineluctable y desolada al mismo tiempo, como diciéndome que no lo había hecho adrede. Grité: «¡Ahora no!».

Y desperté con estas palabras.

TERCER PERGAMINO
El Pergamino de la guerra

La primera guerra de los hijos de la luz

La conquista de los hijos de luz será emprendida en primer lugar

contra la partida de los hijos de las tinieblas,

contra el ejército de Belial,

contra la pandilla de Edom y de Moab y de los hijos de Amón

y la multitud de los hijos del Oriente y de Filistia,

y contra las pandillas de los Kittim de Assur y su pueblo,

que habrán acudido en auxilio de los impíos de la Alianza,

hijos de Levi e hijos de Judá e hijos de Benjamín.

La deportación del desierto combatirá contra ellos;

pues la guerra será declarada a todas sus pandillas,

cuando la deportación de los hijos de la luz

esté de regreso del desierto de los pueblos

para acampar en el desierto de Jerusalén.

La guerra postrera; derrota definitiva de los hijos de las tinieblas.

Y, tras esa guerra, de abajo subirán las naciones

y el rey de los Kittim entrará en Egipto.

Y, en su tiempo, saldrá, presa de violento furor,

para combatir contra los reyes del norte,

y su cólera intentará destruir

y aniquilar el cuerno de sus enemigos.

Será el tiempo de la salvación para el pueblo de Dios

y la hora del dominio para todos los hombres de su partida,

y del exterminio definitivo para toda la partida de Belial.

Y habrá inmensa angustia para los hijos de Jafed,

y Assur caerá sin que nadie le preste auxilio,

y el dominio de los Kittim desaparecerá,

para que sea derribada la impiedad sin que queden restos,

y sin que quede un solo superviviente de entre

todos los hijos de las tinieblas.

¡Tuyo es el combate!

¡Y de ti procede la potencia!

No, el combate no es nuestro.

Y no es nuestro vigor

ni la fuerza de nuestras manos lo que despliega valentía,

sino por tu vigor y por la fuerza de tu inmensa valentía,

como nos dijiste antaño:

«Una estrella hizo camino desde Jacob,

se levantó un cetro en Israel.

Y destroza las sienes de Moab,

y derriba a todos los hijos de Set.

Y domina desde Jacob,

y hace perecer a los huidos de la ciudad.

Y el enemigo se hace tierra conquistada

e Israel despliega su valentía».

Y por medio de tus ungidos, que contemplan las decisiones,

nos anunciaste el tiempo de los combates de tus manos,

aquellos en los que serías glorificado en nuestros enemigos,

aquellos en los que harías caer las pandillas de Belial,

las siete naciones de vanidad,

en la mano de los pobres que redimiste

por el vigor y la plenitud de la maravillosa potencia.

Y el corazón que se había deshecho, lo envolviste de esperanza;

y los tratarás como el Faraón

y como los jefes de sus carros en el mar de las cañas.

Y a aquellos cuyo espíritu se ha quebrado,

les harás pasar como una antorcha inflamada por la paja,

devorando a los impíos, y no regresarán

antes de haber exterminado a los culpables.

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