Raistlin, el aprendiz de mago (20 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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— ¿Qué pasa, hermanito? ¿Temes que se resienta mi delicada sensibilidad femenina? No te preocupes —añadió con una sonrisa y un guiño—. No es el primer hombre desnudo que veo.

Sofocado hasta la raíz del pelo, Caramon ayudó a su hermana a tumbar a Raistlin en la cama. El joven aprendiz de mago tiritaba tan violentamente que parecía a punto de caerse del lecho.

Hablaba, pero no tenía sentido lo que decía y, de vez en cuando, gritaba y los miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas por la fiebre. Kit revolvió por la casa y sacó todas las mantas que había y se las echó encima. Posó los dedos en la garganta del joven para sentir el latido del pulso, apretó los labios y frunció el ceño al tiempo que sacudía la cabeza.

Caramon estaba a su lado, observando lo que hacía con gesto preocupado, ansioso.

— ¿Aún vive esa vieja bruja? — preguntó bruscamente Kit—. Ya sabes, la que habla con los árboles y silba como un pájaro y tiene un lobo como animal de compañía.

— ¿Meggin la Arpía? Sí, todavía anda por ahí. Supongo. —Caramon no parecía muy seguro—.

No voy mucho por esa parte de la ciudad. Papá no quiere... —Hizo una pausa, tragó saliva y volvió a empezar—: Papá no quería que fuéramos allí.

—Tu padre ha muerto, Caramon. Ahora estáis solos —replicó Kitiara con brutal franqueza— Ve a Meggin la Arpía y dile que necesitas extracto de corteza de sauce. Y date prisa. Tenemos que hacer que baje esta fiebre.

—Extracto de corteza de sauce —repitió para sí el joven varias veces mientras se ponía la capa—. ¿Algo más?

—Por ahora no. Ah, Caramon — Kitiara lo llamó cuando ya abría la puerta—, no le digas a nadie que he vuelto a la ciudad, ¿vale?

—Claro, Kit. ¿Por qué no?

—No quiero que me molesten un montón de chismosos con sus preguntas y su fisgoneo. Anda, vete. ¡Eh, un momento! ¿Tienes dinero?

Caramon sacudió la cabeza.

Kitiara metió la mano en la bolsita que llevaba colgada del cinturón, sacó un par de monedas de acero y se las echó a su hermano.

—A la vuelta de la casa de la vieja bruja pásate por donde Otik y compra una botella de brandy. ¿Hay algo de comer en casa?

—Sí. Los vecinos trajeron montones de cosas.

—Ah, claro, se me había olvidado. La comida del funeral. Vale, de acuerdo. Y recuerda lo que te he dicho: no le cuentes a nadie que estoy aquí.

Caramon se marchó, picada la curiosidad por la advertencia de su hermana. Tras unos segundos de larga y sesuda reflexión, el joven decidió que Kitiara sabía lo que se hacía. Si se corría la voz de que estaba en la ciudad, todos los chismosos desde aquí a las Praderas de Arena vendrían a fisgonear. Raistlin necesitaba descanso y quietud, no un tropel de visitas. Sí, Kit sabía lo que se hacía. Ayudaría a Raistlin. Estaba seguro.

Por lo general el mocetón veía las cosas por el lado positivo; no era de los que rumiaban lo que ya había pasado ni se preocupaban por lo que había de llegar. Era sincero y confiado y, como la mayoría de la gente sincera y confiada, creía que todo el mundo era de la misma condición. En consecuencia depositó toda su fe en Kitiara.

Se dirigió a buen paso, bajo el aguacero, hacia la casa de Meggin la Arpía, que vivía en una choza desvencijada construida en el suelo, al pie de los vallenwoods, no muy lejos de la taberna El Abrevadero que tan mala fama tenía. Concentrado en el recado y sin dejar de musitar para sus adentros «corteza de sauce, corteza de sauce» una y otra vez, Caramon estuvo a punto de tropezar con un viejo lobo gris que estaba tumbado a la puerta, cruzado en el umbral.

El animal gruñó, y Caramon reculó precipitadamente.

—Hola, perrito guapo —le dijo al lobo.

El animal se incorporó, con el pelo del lomo erizado, y al gruñir frunció los belfos de manera que le enseñó unos dientes amarillentos pero muy afilados.

La lluvia seguía cayendo a mares sobre el joven, que llevaba empapada la capa y estaba metido en barro hasta los tobillos. A través de la ventana veía la luz de una vela y una figura que se movía de acá para allá por el interior de la choza. Hizo un nuevo intento de pasar ante el lobo.

—Eres un buen perro —le dijo y alargó la mano para darle palmaditas en la cabeza.

Los dientes amarillentos le lanzaron una dentellada que casi lo dejó sin mano.

Caramon metió las manos en los bolsillos v se retiró de la puerta, con intención de llamar a los cristales de la ventana. El lobo tenía otras ideas. Y las impuso.

Caramon no podía marcharse sin la corteza de sauce. Ponerse a llamar a gritos no era muy educado, pero en estas circunstancias era la única salida que le quedaba al desesperado mocetón.

— ¡Arpía...! ¡Ejem! —Se puso colorado y empezó de nuevo—. ¡Señora Meggin! ¡Señora Meggin!

Un rostro apareció en la ventana; era de una mujer de mediana edad, con el canoso cabello sujeto hacia atrás, muy tirante. Tenía los ojos relucientes y claros. Y pinta de loca. Miró intensamente al empapado Caramon y después desapareció de la ventana. Al joven se le cayó el alma a los pies, o al barro, que a este paso no tardaría en llegarle a las rodillas. Entonces oyó un chirrido, como cuando se levanta una tranca de hierro, y la puerta se abrió. La mujer le dijo una palabra al lobo que Caramon no entendió.

El animal se tumbó panza arriba, con las patas en el aire como un cachorro, y la vieja bruja le rascó la barriga.

—Buen chico — dijo, y levantó la cabeza—. ¿Qué quieres? El tiempo es un poco inclemente para que andes tirando piedras a mi casa, ¿no te parece?

Caramon se puso colorado como un tomate. El incidente de lanzar piedras a la casa había ocurrido hacía mucho tiempo, cuando sólo era un crío, y había supuesto que no lo reconocería.

—Bueno, ¿qué es lo que quieres? —repitió.

—Corteza —dijo en voz baja, avergonzado, nervioso y azorado—. Una clase de corteza, pe... pero se me ha olvidado cuál.

— ¿Para qué es? —preguntó ásperamente Meggin.

—Eh... Kit... No, no quería decir eso. Es para mi hermano. Tiene fiebre.

—Extracto de corteza de sauce. Ahora te lo traigo. —La vieja lo miró—. Te pediría que entraras para resguardarte de la lluvia, pero apuesto a que no querrás.

Caramon echó una ojeada al interior de la choza. Un cálido fuego ofrecía una imagen tentadora, pero entonces vio un cráneo encima de la mesa —una calavera humana— junto a otros cuantos huesos. También atisbo lo que parecían las costillas de una caja torácica, saliendo de una espina dorsal. Si no le hubiera parecido tan horrible, habría pensado que la mujer intentaba reconstruir una persona empezando por los huesos y continuando hacia afuera. Retrocedió un paso.

—No, señora. Gracias, señora, pero estoy muy bien aquí fuera.

La vieja bruja esbozó una mueca y soltó una risita cascada. Cerró la puerta. El lobo se enroscó en el umbral sin quitarle ojo a Caramon.

El joven permaneció bajo la lluvia, cada vez más empapado, preocupado por su hermano, esperando que la bruja no tardara y preguntándose, inquieto, si hacía bien fiándose de ella. A lo mejor necesitaba más huesos para su colección. A lo mejor había ido a coger un hacha...

La puerta se abrió tan bruscamente que Caramon dio un brinco de sobresalto. Meggin le tendió un frasquito.

—Aquí tienes, chico. Dile a tu hermana que le haga tragar a Raistlin una cucharada grande por la mañana y otra por la noche hasta que la fiebre ceda. ¿Entendido?

—Sí, señora. Gracias, señora. —Caramon buscó torpemente las monedas en el bolsillo. De repente cayó en la cuenta de lo que había dicho la mujer y balbució—: No es... eh... para mi hermana. No está aquí... exactamente. Está fuera. No me... —Se calló. No sabía mentir.

Meggin soltó otra risita.

—Por supuesto que está, pero no se lo diré a nadie, no temas. Espero que tu hermano Raistlin se ponga bien. Cuando esté recuperado, dile que venga a verme. Echo de menos sus visitas.

— ¿Mi hermano viene aquí? —preguntó, atónito, Caramon.

—A todas horas. ¿De quién crees que ha aprendido lo que sabe sobre hierbas? De ese estúpido zopenco de Theobald, no, desde luego. Sería incapaz de distinguir entre una manzana silvestre y un diente de león aunque lo mordiera en el culo. No olvides la dosis, ¿o prefieres que te lo escriba?

—Lo..., lo recuerdo —dijo Caramon, que le tendió una moneda.

Meggin hizo un gesto con la mano, desdeñándola.

—A mis amigos no les cobro. Sentí mucho lo de la muerte de tus padres. Ven a visitarme alguna vez, Caramon Majere. Me gustará charlar contigo. Apuesto a que eres más listo de lo que crees.

—Sí, señora —contestó cortésmente el joven, sin tener ni idea de a lo que se refería la mujer y sin la menor intención de aceptar su invitación.

Hizo una torpe inclinación y, llevando el frasquito del extracto de corteza de sauce con el cuidado con que una madre sostendría a su recién nacido, se dirigió chapoteando por el barro hacia la rampa que llevaba a las copas de los árboles. Estaba bastante desconcertado con la noticia de que Raistlin visitaba a la vieja bruja y aprendía cosas de ella. ¡A lo mejor había tocado la calavera! Caramon hizo un gesto de asco. Todo el asunto era increíblemente chocante.

Iba tan aturdido que olvidó por completo que tenía que pasarse por la posada para comprar el brandy y recibió un buen rapapolvo de Kitiara cuando llegó a casa.

Tuvo que volver a salir, bajo el aguacero, para hacer el encargo.

5

Raistlin estuvo muy enfermo durante varios días. La fiebre bajaba un poco después de administrarle una dosis de la corteza de sauce, pero volvía a subir y, en cada ocasión, parecía ascender aun más. Cuando Caramon le preguntaba, Kitiara le quitaba importancia a la enfermedad de su gemelo, pero la preocupación de su hermanastra no le pasaba inadvertida al mocetón.

A veces, por la noche, cuando Kit lo creía dormido, la oía soltar un borrascoso suspiro o la veía tamborilear impacientemente los dedos sobre el brazo de la mecedora de su madre, que Kit había llevado al pequeño cuarto que compartían los gemelos.

Kitiara no era una tierna enfermera, no tenía paciencia con la debilidad. Se había propuesto que Raistlin iba a vivir y hacía cuanto estaba en su mano para obligarlo a mejorar, de modo que la irritaba e incluso se enfadaba cuando el paciente no respondía a sus cuidados. En aquel momento decidió tomarse el asunto como una batalla personal y la expresión de su semblante se tornó tan torva, inflexible y determinada que Caramon se preguntó si incluso a la muerte no la amilanaría enfrentarse a ella.

Debió de ser así, ya que la lúgubre presencia acabó cediendo y se retiró.

La mañana del cuarto día de la enfermedad de su gemelo, Caramon despertó después de pasar una noche intranquila. Encontró a Kit recostada en la cama, con la cabeza descansando sobre los brazos y los ojos cerrados, vencidos por el sueño. Raistlin también dormía, pero no con el pesado sopor atormentado por pesadillas, sino con un sueño reparador, tranquilo. Caramon adelantó la mano para tocar el cuello de su gemelo y sentir el pulso; al hacerlo, rozó a Kitiara en el hombro.

La mujer se incorporó bruscamente, lo agarró por el cuello de la camisa con una mano y retorció fuertemente la tela contra su garganta. En la otra mano centelleó una daga con la luz del sol matinal.

— ¡Kit, soy yo! —graznó Caramon, medio estrangulado.

Kitiara lo miró fijamente, sin que hubiera en sus ojos el más mínimo destello de reconocimiento. Después sus labios se entreabrieron en una sonrisa sesgada. Lo soltó y alisó las arrugas que le había dejado en la camisa mientras la daga desaparecía rápidamente, tanto que Caramon no vio dónde fue a parar.

—Me has sobresaltado —le dijo.

— ¡No fastidies! —repuso vivamente Caramon. Le dolía el cuello donde la tela se le había hincado y se lo frotó mientras miraba a su hermana con recelo.

Era más baja que él y de constitución bastante más ligera, pero ahora estaría muerto de no haber hablado cuando lo hizo. Todavía sentía su mano apretándole la tela alrededor de la garganta, dejándolo sin respiración.

Hubo un incómodo silencio entre ambos. Caramon había advertido algo inquietante en su hermana; algo escalofriante. No era el ataque en sí mismo lo que lo había perturbado, sino el feroz y anhelante regocijo que asomó a sus ojos cuando lo atacó.

—Lo siento, chico —dijo la mujer al cabo—. No tenía intención de asustarte. —Le dio un cachete amistoso en la mejilla—. Pero no vuelvas a acercarte a hurtadillas a mí cuando duermo, ¿vale?

—Claro, Kit. —Caramon aún se sentía inquieto, pero estaba más que dispuesto a aceptar que el incidente había sido culpa suya—. Siento haberte despertado. Sólo quería ver cómo se encuentra Raistlin.

—Ha pasado la crisis —informó Kitiara con una sonrisa cansada pero triunfante—. Se pondrá bien. —Miró al enfermo con orgullo, del mismo modo que habría hecho con un enemigo derrotado—. La fiebre remitió anoche y no le ha vuelto a subir. Deberíamos marcharnos y dejar que duerma. —Empujó hacia la puerta al joven, que se mostraba reacio a salir del cuarto.

»Vamos, haz caso a tu hermana mayor. En compensación por el susto que me has dado podrías prepararme un buen desayuno.

— ¡Susto! — resopló, desdeñoso, Caramon—. No estabas asustada ni pizca.

—Un guerrero
siempre
lo está —lo corrigió Kit. Tomó asiento a la mesa y devoró con ansia una manzana que todavía estaba verde, una de las primeras frutas de temporada recogidas—. Lo que cuenta es en qué conviertes ese miedo.

— ¿Qué? —Caramon levantó la vista de la hogaza de pan que estaba cortando en rebanadas.

—El miedo puede apoderarse de ti, dejarte paralizado —explicó Kit mientras le daba otro mordisco a la manzana—. O puedes conseguir que trabaje en tu favor utilizándolo como otra arma más. El miedo es algo muy curioso. Puede conseguir aflojarte las rodillas o que te orines en los pantalones o que te pongas a sollozar como un bebé. Pero también puede hacerte correr más deprisa y asestar golpes mucho más fuertes.

— ¿Ah, sí? ¿De verdad? —Caramon pinchó una rebanada de pan en un tenedor y la sostuvo sobre la lumbre de la cocina.

—Una vez tomé parte en un combate —empezó a contar Kit, que se recostó en la silla y puso los pies encima de otra que tenía al lado—. Un puñado de goblins saltó sobre nosotros. Uno de mis compañeros, un tipo al que apodábamos Bart Nariz Azul porque tenía las napias de un raro tono azulado, estaba luchando con un goblin y su espada se partió por la mitad. El goblin aulló de júbilo, imaginando que mi compañero podía darse por muerto. Bart estaba furioso, tenía que hacerse con un arma como fuera. El goblin lo atacaba por cualquier dirección, y Bart brincaba de aquí para allí como un demonio del Abismo para esquivar los golpes. A Bart se le metió en la mollera que necesitaba un garrote, de modo que agarró lo primero que le vino a la mano y que era nada menos que un árbol. No una rama, sino un condenado árbol. Arrancó de cuajo aquel árbol (se oía cómo las raíces salían o se partían) y le atizó al goblin en la cabeza con él, que cayó muerto en el acto.

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