Raistlin, el aprendiz de mago (4 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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El encuentro seguramente iba a resultar más desagradable de lo que Antimodes había temido. Uno de los niños, el que el archimago supuso el mayor de los dos, era un crío guapo o lo habría sido de no estar tan extremadamente sucio. Tenía una constitución robusta, brazos y piernas fuertes, y un semblante abierto y cordial; al sonreír dejó a la vista una dentadura mellada. Observó al archimago con interés y franca curiosidad, en absoluto intimidado por el forastero bien vestido.

—Hola, señor. ¿Sois hechicero? Kit dice que sí. ¿Querrías hacer algún truco? Mi gemelo sabe un montón. ¿Os gustaría verlo? Raist, haz ese que sacas una moneda de la nariz y...

—Cállate, Caramon —dijo el otro niño sin levantar la voz. Dirigió una mirada ceñuda a su hermano al tiempo que añadía—: Estás haciendo el ridículo.

El chico no se lo tomó a mal, sino que se echó a reír y se encogió de hombros, pero guardó silencio. Antimodes se quedó perplejo al oír que eran gemelos. Observó al otro chico, el que hacía los trucos. Éste no era un niño guapo en absoluto; estaba tan escuálido como un espectro.

Y mugriento. Iba vestido con ropas usadas que le dejaban las piernas al aire, y descalzo; además, desprendía el desagradable hedor que sólo los niños pequeños y sudorosos emiten. Llevaba el largo cabello de color castaño enredado, y a falta de una buena lavada.

Antimodes examinó detenidamente a los dos chiquillos y sacó conclusiones. A estos dos no los cuidaba una madre solícita. Ningunas manos amorosas peinaban aquellos enredados cabellos; ninguna voz afectuosa los regañaba para que se lavaran detrás de las orejas. No tenían el aspecto de los niños maltratados, pero indudablemente estaban desatendidos.

— ¿Cómo te llamas? —

preguntó Antimodes.

—Raistlin —contestó el chiquillo.

Tenía un punto a su favor: miraba a los ojos al hablar. Lo que más detestaba Antimodes de los niños pequeños era su costumbre de agachar la vista o mirar a cualquier parte excepto a él, como si temieran que fuera a golpearlos o a comérselos. Los ojos, azul claro, de este chico sostenían la mirada del archimago con firmeza y seguridad.

Aquellos iris azules no daban nada ni esperaban nada. Había en ellos un conocimiento casi excesivo, tal vez porque habían visto demasiado en sus seis años; demasiada tristeza, demasiado dolor. Habían mirado debajo de la cama y habían descubierto que realmente había monstruos acechando en las sombras.

« ¡Jovencito, apuesto a que te gustaría ser mago cuando seas mayor, ya lo creo que sí!»

Así era Antimodes, un comentario banal en circunstancias así. Sólo que tenía el suficiente sentido común de no decirlo en voz alta. Y menos ante aquella mirada sagaz.

El archimago sintió un cosquilleo en la nuca, y lo reconoció como el roce de los dedos del dios.

Conteniendo la excitación, Antimodes se dirigió a la hermana:

—Me gustaría hablar con tu hermano a solas. A lo mejor su gemelo y tú deberíais...

—Claro —se apresuró a aceptar Kitiara—. Vamos, Caramon.

—Yo no me voy sin Raistlin —fue la pronta respuesta del otro chico.

— ¡He dicho que vamos, Caramon! —repitió la jovencita con impaciencia. Lo agarró del brazo y le dio un fuerte tirón.

Incluso entonces, el chico se resistió a su hermana. Caramon era un niño fuerte; la muchacha no podría llevárselo de allí a menos que recurriera a un aparejo de poleas.

—Somos gemelos, señor. Todo lo hacemos juntos. —Miró seriamente a Antimodes.

El archimago echó una ojeada al gemelo más débil para comprobar cómo reaccionaba ante aquella situación. Un débil rubor teñía las mejillas de Raistlin; estaba avergonzado, pero también se advertía en él una especie de engreída complacencia. Antimodes sintió un escalofrío.

El placer que despertaba en él la demostración de lealtad y afecto de su hermano no era el de alguien que se complaciera por el amor de otro. Más bien parecía la satisfacción que siente un hombre al demostrar el talento de un perro bien entrenado.

—Anda, vete, Caramon —dijo Raistlin—. A lo mejor me enseña nuevos trucos. Te haré una exhibición esta noche, después de cenar.

Caramon no parecía muy convencido; Raistlin asestó a su hermano una mirada penetrante bajo la mata de cabello revuelto. Era una orden. Caramon bajó los ojos y a continuación, recuperada su alegría de manera repentina, agarró la mano de su hermana.

—Me han dicho que Sturm ha encontrado el agujero de un tejón, y que va a intentar sacarlo con silbidos. ¿Crees que puede hacerlo?

— ¿Y a mí qué me importa? —replicó la chica, malhumorada. Mientras echaba a andar le atizó un cachete en la cabeza que lo hizo trastabillar—. La próxima vez haz lo que yo te diga, ¿me oyes? ¿Qué clase de soldado vas a ser si no obedeces mis órdenes?

—Pues claro que las obedezco, Kit —protestó Caramon, que se frotaba la cabeza con gesto de dolor—. Pero me dijiste que abandonara a Raist, y sabes que tengo que cuidar de él.

Los dos salieron por la puerta y Antimodes los oyó discutir todo el tiempo mientras bajaban la rampa. Se volvió a mirar al pequeño.

—Siéntate, por favor —le dijo.

En silencio, Raistlin tomó asiento en la silla enfrente del mago. Era pequeño para su edad; los pies no le llegaban al suelo. Se quedó completamente inmóvil, sin rebullir ni balancear las piernas ni dar patadas a la silla. Entrelazó las manos sobre la mesa y miró fijamente a Antimodes.

— ¿Te apetece algo de comer o de beber? Yo te invito, naturalmente —añadió el archimago.

Raistlin sacudió la cabeza. Aunque el niño estaba sucio e iba vestido como un pordiosero, no estaba hambriento. Desde luego, a su gemelo no se lo veía desnutrido. Alguien se ocupaba de que hubiera comida en la mesa de casa. En cuanto a la excesiva delgadez del crío, Antimodes supuso que era a causa del fuego que alentaba en lo más recóndito del ser del chiquillo; un fuego que consumía el alimento antes de que pudiera nutrir el cuerpo; un fuego que dejaba al niño con un hambre insaciable que aún no comprendía.

De nuevo Antimodes notó el toque sagrado del dios.

—Raistlin, tu hermana me ha contado que te gustaría ira la escuela para estudiar magia —empezó Antimodes, como introducción al tema que les interesaba.

El niño vaciló un instante.

—Sí, supongo que sí —contestó después.

— ¿Lo supones? —repitió duramente el archimago, decepcionado—.
¿Es
que no sabes lo que quieres?

—Nunca pensé en ello —contestó Raistlin, que encogió los frágiles hombros en un gesto que recordaba al de su más robusto gemelo—. Me refiero a lo de ir a la escuela. Ni siquiera sabía que había sitios donde se aprendía magia. Imaginaba que era... —Buscó las palabras adecuadas para expresar su idea—. Creía que la magia era parte del propio ser. Como los dedos de las manos o de los pies.

Los dedos del dios martillearon el alma de Antimodes. Pero el archimago necesitaba más información. Tenía que estar seguro.

—Dime, Raistlin, ¿hay alguien en tu familia que sea mago? No pregunto por curiosidad —explicó Antimodes, que reparó en la expresión dolida que crispó los rasgos del pequeño—. Es sólo que hemos comprobado que el arte se transmite más a menudo como una herencia.

Raistlin se humedeció los labios. Bajó la vista hacia sus manos. Los dedos, esbeltos y ágiles para alguien tan joven, se doblaron hacia adentro.

—Mi madre —contestó en tono inexpresivo—. Ve cosas. Cosas lejanas. Ve otras partes del mundo. Ve lo que hacen los elfos o los enanos, debajo de la montaña.

—Es una adivina —dijo Antimodes.

—Casi todos piensan que está loca. —Raistlin alzó la vista, desafiante, presto para defender a su madre. Al advertir que Antimodes lo contemplaba comprensivamente, el niño se relajó y las palabras fluyeron como lo haría la sangre al cortarse una vena.

»A veces se le olvida comer. Bueno, no es que lo olvide exactamente, sino más bien como si hubiera comido en otra parte. Y no trabaja en la casa, pero eso es porque no está allí en realidad.

Está visitando lugares maravillosos y viendo cosas hermosas, fantásticas. Lo sé porque, cuando vuelve, está triste —continuó—. Como si no quisiera regresar. A veces nos mira como si no nos conociera.

— ¿Cuenta lo que ha visto? —preguntó suavemente el archimago.

—A mí, algo —respondió el niño—. Pero no mucho. Hace que mi padre se sienta desdichado, y mi hermana... Bueno, habéis visto a Kit. No tiene paciencia con lo que ella llama «los ataques» de madre. Así que no culpo a madre por querer abandonarnos —siguió Raistlin, que hablaba tan bajo que Antimodes tuvo que inclinarse hacia adelante para oírlo—. Si pudiera, me iría con ella y jamás regresaría aquí. Jamás.

Antimodes sorbió un poco de cerveza, utilizándolo como excusa para guardar silencio mientras controlaba su ira. Era una vieja historia, la misma que había visto una y otra vez. Esa pobre mujer no era diferente de otras muchas. Había nacido con el arte, pero se le negó su talento, seguramente ridiculizándola por ello, y sin duda la familia la convenció para que renunciara, en la creencia de que todos los hechiceros eran engendros diabólicos. En lugar de recibir el entrenamiento y la disciplina que le habrían enseñado cómo usar el arte en su beneficio y en el de otros, lo habían reprimido, asfixiado. Lo que debería haber sido un regalo se había convertido en una maldición. Si no estaba loca ya, pronto lo estaría. No había posibilidad de salvarla, pero sí de salvar a su hijo.

— ¿En qué trabaja tu padre? —preguntó Antimodes. —Es leñador. —Ahora que había superado los prolegómenos, Raistlin se mostraba más tranquilo. Puso las manos extendidas sobre el tablero—. Es grande, como Caramon. Mi padre trabaja muy duro. Apenas lo vemos. —No parecía que tal cosa afligiera demasiado al niño. Estuvo callado un momento, pensativo, el ceño fruncido, y luego preguntó:

»Esa escuela no está lejos, ¿verdad? Lo digo porque no me gustaría dejar sola a madre mucho tiempo. Y además está Caramon. Como dijo él, somos gemelos. Nos cuidamos el uno al otro.

Voy a marcharme de aquí muy pronto, y mis hermanos pequeños tendrán que arreglárselas
solos cuando yo no esté,
había dicho la mayor.

Antimodes estrechó la mano con el dios, Solinari, cerrando el trato.

—Hay una escuela aquí cerca. Está a unos ocho kilómetros, hacia el oeste, en un bosque apartado. Casi nadie sabe que se encuentra allí. Ocho kilómetros no es mucha distancia para un hombre adulto, pero sí una larga caminata para un niño, con trayecto de ida y vuelta a diario.

Muchos estudiantes viven allí, sobre todo los que vienen de lugares lejanos de Ansalon. Yo te sugeriría que hicieras lo mismo. La escuela dura sólo ocho meses al año, ya que el maestro pasa los meses de verano en la Torre de Wayreth, y podrías estar con tu familia ese período. Me gustaría hablar con tu padre, sin embargo. Es él quien tiene que inscribirte. ¿Crees que estará de acuerdo?

—A papá no le importará —contestó Raistlin—. Creo que se sentirá aliviado. Tiene miedo de que acabe como madre. —Las pálidas mejillas del niño se tiñeron repentinamente de un color carmesí—. A menos que cueste mucho dinero. Entonces no podré hacerlo.

—En lo relativo al tema económico, los hechiceros nos ocupamos de los nuestros. —Antimodes ya había tomado una decisión respecto a esto.

El niño no pareció entenderlo.

—Si es caridad, a papá no le gustará —dijo.

—Nada de caridad —replicó, enérgico, el archimago—. Disponemos de fondos en reserva para estudiantes meritorios. Ayudamos a pagar su enseñanza y otros gastos. ¿Podría mantener una entrevista con tu padre esta noche? Así se lo explicaría bien.

—Sí, debería volver a casa esta noche. Casi ha terminado el trabajo. Lo traeré aquí, porque a veces a la gente le cuesta encontrar nuestra casa después de anochecer —se disculpó Raistlin.

«Pues claro que costará», pensó Antimodes con pena. Sería una casa triste, descuidada; una casa solitaria que se escondía en las sombras y guardaba su oscuro secreto.

El niño era tan delgado, tan débil... Una fuerte racha de viento aplastaría su frágil cuerpo. La magia podría resultar un buen escudo para una criatura tan endeble, sería un cayado en el que apoyarse cuando se sintiera débil o agotado. O quizá se convertiría en un monstruo que absorbería la vida del escuálido cuerpo, dejándolo como una cáscara desecada, vacía. Podría ser que Antimodes estuviera iniciando a este niño en un camino que lo conduciría a una muerte temprana.

— ¿Por qué me miráis así? —inquirió el pequeño con curiosidad.

El archimago indicó por señas a Raist que se levantara de la silla y se acercara a su lado.

Antimodes le cogió las manos; el chiquillo se encogió e hizo intención de escabullirse.

«No le gusta que lo toquen», comprendió Antimodes, pero no lo soltó. Quería dar énfasis a lo que iba a decirle con el tacto en su carne, sus músculos, sus huesos. Deseaba que el niño sintiera las palabras además de oírlas.

—Escúchame, Raistlin —empezó, y el pequeño dejó de forcejear y se quedó quieto al comprender que esta conversación no era entre un adulto paternal y un niño, sino de igual a igual—. La magia no resolverá tus problemas, sino que los incrementará. La magia no hará que le gustes más a la gente, sino que aumentará su recelo hacia ti. La magia no aliviará tu sufrimiento, sino que se retorcerá y arderá en tu interior hasta un punto que en ocasiones pensarás que incluso la muerte sería preferible.

Antimodes hizo una pausa, estrechando las manos del niño que estaban calientes y secas, como si ardiera en fiebre. El mago buscó la forma de explicarlo para que el pequeño lo entendiera. El repiqueteo en la herrería que llegaba desde la calle le proporcionó una metáfora.

—El alma de un mago se forja en el crisol de la magia —dijo—. Eliges entrar en el fuego voluntariamente. Las llamas podrían destruirte; pero, si sobrevives, cada golpe de martillo servirá para moldear tu ser, cada gota de agua extraída de ti dará temple y fortaleza a tu alma.

¿Lo entiendes?

—Lo entiendo.

— ¿Quieres preguntarme algo, Raistlin? — inquirió el archimago al tiempo que le apretaba un poco más las manos—. ¿Alguna duda que pueda aclararte?

El niño vaciló, pensativo, no porque fuera reacio a hablar, sino porque se estaba planteando cómo expresar su necesidad.

—Mi padre dice que antes de utilizar su magia los hechiceros tienen que ir a un sitio oscuro y horrible donde deben luchar contra monstruos espantosos. Mi padre dice que a veces los magos mueren en ese sitio. ¿Es verdad?

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