—Malditos sean todos de aquí al Abismo y vuelta —masculló Kit, que se sentó en el suelo, a la sombra del peñasco, con el carbonizado cadáver por toda compañía—. Un dragón. Así me condene. Un dragón de verdad, vivito y coleando.
»¡Oh, deja de lloriquear, Kit! —se reprendió—. Eso es imposible. Ya sólo falta que creas en los ghouls. Ese pobre bastardo fue alcanzado por un rayo, ni más ni menos.
Pero se estaba engañando. Podía ver claramente al hombre, corriendo, arrojando su espada en su aterrada huida, la hoja de buen acero inútil contra semejante enemigo.
Kitiara metió la mano en la bolsa de cuero marcada con el emblema del águila negra y sacó un pequeño pergamino, una hoja de vitela prietamente enrollada y metida en un anillo. Contempló el rollo de papel con el ceño fruncido en un gesto meditabundo mientras se mordisqueaba el labio inferior. El general Ariakas le había entregado el pergamino y le había dicho que tenía que entregárselo a Immolatus.
Furiosa por el engaño del que creía que estaba siendo víctima, Kit había cogido el rollo de papel sin mirarlo y lo había guardado sin contemplaciones en la bolsa. Había escuchado, con mal disimulado desdén, comentar a Ariakas que él sabía mucho sobre dragones; justo lo mismo que ella le había dicho a Caramon sobre las becadas horrendus.
Examinó el anillo que sujetaba el pergamino. Era un sello en el que había grabado un dragón de cinco cabezas.
—¡Oh, vaya! —exclamó Kitiara, que se enjugó el sudor de la frente. El dragón de cinco cabezas, el antiguo símbolo de la diosa Takhisis. Kit vaciló un momento y después sacó el pergamino del anillo. Con mucho cuidado desenrolló el papel y echó un rápido vistazo a lo que había escrito.
Immolatus, te ordeno que obedezcas el llamamiento que te hago por medio de este mensajero. Cuatro son las veces que has desdeñado mi orden. No habrá una quinta. Estoy perdiendo la paciencia. Adopta una forma humana y regresa a Sanction con el portador de esta misiva y de mi sello para, una vez allí, presentarte ante lord Ariakas, designado como general de mis ejércitos de los Dragones.
Wryllish, sumo sacerdote de mi templo, ha escrito esta orden en mi nombre, Takhisis, Reina de la Oscuridad, Dragón de las Cinco Cabezas, Señora del Abismo y futura Soberana de Krynn.
—¡Oh, maldición! —exclamó Kitiara—. ¡Oh, maldito sea todo! —Apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza en las manos—.¡Soy una idiota! ¡Una estúpida! Pero ¿quién lo habría imaginado? ¡Oh!, ¿qué he hecho? ¿Cómo salgo ahora de este lío?
Levantó la cabeza para mirar al cadáver; la ambigua sonrisa de la guerrera estaba petrificada en un rictus duro, tenso y amargo.
—Adiós a todas mis esperanzas, a todas mis ambiciones. Aquí es donde acaban, en la vertiente de una montaña, con mis huesos fundidos en una roca. Pero ¿cómo iba a imaginar que Ariakas me estaba diciendo la verdad? Un dragón. ¡Y yo tengo que ser su condenado mensajero!
Permaneció sentada largo rato en lo alto de la desolada ladera, contemplando el vacío cielo azul que parecía tan próximo, observando cómo descendía el sol hasta parecer que se estaba poniendo por debajo de ella, tan alta se encontraba sobre la línea del horizonte. El aire empezaba a enfriarse rápidamente. Kit se estremeció y sintió que se le ponía carne de gallina en los brazos, bajo la suave túnica de lana que llevaba debajo del coselete de malla. Había llevado una capa de paño, forrada con zalea, pero no la sacó del petate.
—Es más que posible que el aire se caliente a no tardar —se dijo, y un atisbo de su ambigua sonrisa retornó a sus labios—. Demasiado pronto y demasiado caliente para que resulte saludable.
Se sacudió para salir del aletargamiento, sacó la capa de la bolsa y, echándosela sobre los hombros, se dispuso a estudiar con más detenimiento el mapa que le había entregado Ariakas. Localizó todos los hitos del terreno: el pico de la montaña, que estaba partido en dos, como si un gigante hubiese descargado su hacha sobre él; un peñasco saliente, emergiendo de la ladera a semejanza de una nariz ganchuda.
Ahora que sabía dónde mirar, localizó la caverna sin demasiada dificultad. La entrada al cubil del dragón quedaba oculta bajo un saliente, no muy lejos de donde se encontraba sentada Kit, a través de un corto tramo por un terreno accidentado, pero de fácil acceso. Solinari estaba en menguante, pero arrojaría suficiente luz para ver el camino entre las rocas. Kit se puso de pie y miró hacia la falda de la montaña. Le había pasado por la cabeza la idea de buscar la salida fácil, simplemente saltar por el borde al vacío. La salida fácil; la del cobarde.
«Miente, engaña, roba… Al mundo no le importan esas faltas —le había dicho su padre en cierta ocasión—. Pero el mundo desprecia a los cobardes.»
Esta podría ser su última batalla, pero estaba decidida a que fuera gloriosa. Le dio la espalda al sol y miró al frente, a la oscuridad cada vez más intensa.
No tenía un plan de ataque, y tampoco se le ocurría cuál podría servir de algo en aquellas circunstancias. No podía hacer otra cosa que entrar sin llamar por la puerta principal. Plantó la mano con firmeza en la empuñadura de la espada, adelantó la barbilla, apretó los dientes y dio un paso adelante con decisión.
Una bestia inmensa apareció al borde de la cornisa, bajo el saliente, extendió las alas —unas alas colosales que empequeñecían las de cualquier criatura— y alzó el vuelo, planeando en el aire. El último fulgor del ocaso arrancó destellos en las escamas rojas, que centelleaban y relucían como chispas saltando de un tronco encendido o como los rubíes de una dama, o como gotas de sangre. Un hocico; una cola larga y sinuosa; un cuerpo tan colosal y pesado que parecía imposible que las alas pudieran sustentarlo; una cresta de afiladas puntas, negra en contraste con la rojiza y moribunda luz del crepúsculo; enormes y poderosas patas, rematadas con afiladas garras; ojos ardientes como el fuego, escrutadores.
Por primera vez en sus veintiocho años de vida, Kit supo lo que era el miedo. El estómago se le encogió, y el sabor de la bilis le subió a la reseca boca. Los músculos de sus piernas se agarrotaron y la mujer estuvo a punto de caer al suelo. La mano que reposaba sobre la empuñadura de la espada se quedó enervada, sudorosa. Su mente sólo era capaz de concebir una idea: «¡Corre, ocúltate, huye!». Si hubiese habido un agujero cerca, Kit se habría acurrucado en él. En ese momento, hasta la idea de saltar al vacío desde la escarpada ladera le pareció una acción juiciosa y prudente.
Kitiara se agazapó a la sombra del peñasco y se quedó allí, temblando, con la frente húmeda por un frío sudor. Sentía el pecho oprimido, el corazón le latía alocadamente y le resultaba difícil respirar. Era incapaz de apartar los ojos del dragón, una vista que era espantosa, hermosa, espeluznante. La bestia medía por lo menos quince metros; extendido, el dragón cubriría el patio de entrenamiento y aún rebasaría sobre el templo.
La mujer temió que el reptil la hubiese visto.
Immolatus ignoraba que la humana se encontraba allí; Kit podría haber sido un mosquito posado en la piedra, por lo que sabía o le importaba. Había alzado el vuelo en la noche para cazar, ya que su última comida la había hecho hacía días; una comida que, por un golpe de suerte, había venido a él. Tras zamparse al mensajero, Immolatus se había sentido demasiado perezoso para buscar más alimento hasta que el hambre lo despertó de sus agradables sueños; unos sueños de saqueo, fuego y muerte. Notando el encogido estómago pegado contra las costillas, había aguardado esperanzado para ver si otro sabroso, aunque pequeño, bocado entraba en su caverna.
No ocurrió así e Immolatus se irritó un poco consigo mismo y lamentó profundamente haberse dado el capricho de divertirse con uno de los soldados, persiguiendo al aterrorizado hombre ladera abajo y contemplando cómo ardía como una antorcha viviente. Si hubiese sido previsor, habría mantenido vivo a su cautivo hasta tener de nuevo apetito.
«En fin —pensó malhumorado el dragón—. No tiene sentido lamentarse por sangre vertida.» Alzó el vuelo y giró en círculo una vez sobre el pico de su cubil para asegurarse de que todo estaba en orden.
Kitiara se quedó completamente inmóvil, paralizada como un conejo cuando ve lebreles; incluso contuvo la respiración, deseando que el corazón no le latiera tan fuerte, porque le daba la impresión de retumbar como un trueno, y que el dragón volara lejos, muy lejos. Parecía que el reptil lo iba a hacer, ya que viró para coger las corrientes térmicas que subían por la vertiente de la montaña. Kit estaba a punto de llorar de alivio cuando, de repente, su garganta se contrajo.
El dragón cambió el rumbo, olisqueó el aire mientras la inmensa cabeza y los ojos rojos giraban de aquí para allí, buscando el olor que le había hecho la boca agua.
¡Olor a ovejas! ¡La condenada zalea del forro de la capa! Kitiara sabía con tanta certeza como si hubiese estado sentada entre los hombros del dragón que la bestia estaba husmeando ovejas, que le apetecían unos cuantos borregos para cenar, pero que tampoco se decepcionaría cuando descubriera su error y viera que su presa era una humana cubierta con lana.
El inmenso hocico se volvió en su dirección y Kitiara alcanzó a ver los afilados dientes y colmillos cuando las fauces se abrieron expectantes.
—Reina de la Oscuridad —imploró Kit, pidiendo ayuda por primera vez en su vida—, estoy aquí siguiendo tus órdenes. Soy tu servidora. Si quieres que mi misión tenga éxito, entonces más vale que hagas algo ¡y deprisa!
El dragón se acercó, más oscuro que la noche, ocultando las primeras estrellas con sus enormes alas. Cuanto más oscurecía, más rojos brillaban sus funestos ojos. Indefensa, incapaz de moverse, incapaz incluso de desenvainar la espada, Kitiara sintió cómo la muerte se le aproximaba.
Sonó un balido frenético, el sonido de pezuñas golpeando contra las rocas. El dragón se lanzó en picado; la estela del viento a su paso aplastó a Kit contra el peñasco. Las alas batieron una sola vez y un grito de muerte resonó entre las rocas. La cola del dragón se agitó de lado a lado en un violento gesto de placer y el reptil viró en el aire y volvió a pasar por encima de Kitiara. Sangre caliente goteó en el rostro alzado de la mujer; una cabra montes recién matada colgaba de las garras del dragón.
Immolatus estaba satisfecho de su captura y su buena suerte; jamás una cabra montes se había aventurado tan cerca de su cubil. Llevó al animal muerto de vuelta a la caverna, donde cenaría sin prisa. Recordó extrañado el intenso olor a oveja que había detectado en la vertiente; un olor raro, mezclado con el de humano, pero enseguida lo olvidó; prefería con mucho la carne de cabra montes que la de cordero. O la de humano, a decir verdad. Por lo general había poca carne en los huesos humanos y tenía que trabajar demasiado para conseguirla, arrancando primero la armadura, que siempre le dejaba un regusto metálico en la boca. De regreso en el cubil, acomodó su inmenso corpachón sobre las piedras del suelo, que deberían haber sido un tesoro —siempre pensaba lo mismo, resentido— y empezó a despedazar al animal capturado.
Kitiara estaba a salvo de momento. Desmadejada por el intenso alivio, se acurrucó en el suelo junto al peñasco, incapaz de moverse. Los músculos, tensos por la descarga de adrenalina, seguían agarrotados. No podía soltar la mano crispada sobre la empuñadura de la espada. Merced a un esfuerzo de voluntad logró relajarse, apaciguar su desbocado, corazón, recobrar la respiración. Ante todo, debía pagar una! deuda.
—¡Reina Takhisis, gracias por tu intercesión! —musitó humildemente mientras alzaba los ojos al cielo nocturno—, ¡Vela por mí y no te fallaré!
Saldada la deuda, Kitiara se arrebujó en la capa y se tendió bajo el cielo estrellado. Evocó la conversación mantenida con el general Ariakas, una charla a la que apenas había prestado atención, y se esforzó por recordar lo que el hombre le había contado sobre los dragones.
La cabrá montes era un animal gordo y sabroso. Satisfecho el apetito y contento de no haber tenido que bregar demasiado para capturar la presa, Immolatus se arrellanó en su lecho de rocas e imaginó que el montón eran riquezas, su tesoro, y volvió a dormirse, refugiándose en sus sueños una vez más.
La mayoría de los otros dragones dedicados al servicio de la Reina de la Oscuridad se habían alegrado cuando Takhisis los despertó de su largo sueño impuesto a la fuerza, pero Immolatus no.
Los que había tenido a lo largo del último siglo habían sido sueños de fuego, de aterrorizar a indefensos humanos y elfos, enanos y kenders, de reducir a cenizas sus miserables moradas, de atrapar a sus hijos con sus enormes fauces e hincar los dientes en su tierna carne, de demoler castillos y empalar a los aullantes caballeros con sus afiladas garras, las cuales podían traspasar las corazas más fuertes. Sueños de revolver entre los escombros, después de que se hubiesen enfriado, y recoger relucientes gemas, copas de plata, espadas mágicas y brazales de oro, que amontonaba en unas pocas carretas que había tenido la precaución de no incendiar, y a continuación transportarlas en las garras, de vuelta al cubil.
Antaño su caverna había estado abarrotada de tesoros, hasta el punto de que apenas cabía en ella su corpachón. Huma, aquel condenado caballero del demonio, y su maldito hechicero Magius habían puesto fin a la diversión de Immolatus. De hecho, casi habían acabado con él mismo.
La Reina Oscura —maldito fuera su negro corazón— había emplazado a Immolatus para que se uniese a ella en lo que se suponía iba a ser la guerra que acabaría con todas las contiendas. Una guerra en la que los Caballeros de Solamnia serían barridos de la faz del mundo, que tan largo tiempo llevaba padeciendo su irritante azote. La Reina Oscura les había asegurado a sus dragones que no podían perder, que eran invencibles. A Immolatus le había parecido divertido; por aquel entonces era un dragón joven. Había abandonado su gran tesoro para reunirse con sus hermanos: Dragones Azules, Rojos y Verdes, los Blancos de los hielos perpetuos del sur y los Negros de las sombrías ciénagas y oscuras guaridas del subsuelo.
La guerra no se había desarrollado como estaba previsto. Los taimados humanos*habían inventado un arma, una lanza forjada con un metal mágico y plateado cuyo resplandor era tan hiriente para los ojos de un dragón como su afilada punta era mortal para el corazón del reptil. Los despreciables caballeros habían llevado esa arma terrible y mortífera a la batalla. Immolatus y los de su especie combatieron con arrojo pero, al final, Huma y su Dragonlance obligaron a Takhisis a abandonar este plano de existencia, forzándola a hacer un pacto desesperado. Sus dragones no serían exterminados, pero se sumirían en un sueño de siglos y siglos para que no alteraran el equilibrio del mundo, y lo mismo les ocurriría a los dragones de colores metálicos, aliados con el Bien: los Dorados, Plateados, de Bronce, de Cobre y de Latón.