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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (35 page)

BOOK: Reamde
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Cinco minutos más tarde entró Wendy y anunció que Devin había salido del estado de flujo más pronto de lo que era su costumbre y que podían pasar a verlo.

—Conozco el camino —dijo Richard.

El espacio carecía de ventanas. O, si estabas dispuesto a considerar las pantallas planas gigantes como ventanas a otros mundos, era un invernadero. En el centro estaba la máquina de entrenamiento elíptica de Devin, o más bien una de un conjunto de cintas sin fin, aparatos elípticos y otros artilugios similares que se habían ido apilando a medida que los estropeaba o se hartaba de ellos. Colgando del techo había una enorme estructura articulada: un brazo robótico industrial, capaz de ser programado para moverse y rotar en torno a un puñado de ejes con el silencio de una pantera y la precisión de un luchador de cuchillos. Sostenía una pantalla plana adicional y un soporte que contenía un puñado de aparatos: un teclado ergonómico, ratones de bola, y otros artilugios cuyos nombres Richard desconocía. Devin, desnudo a excepción de un par de pantalones cortos de gimnasia con el logotipo de una de sus organizaciones de caridad favoritas, agitaba el aire con las piernas, trabajando las palas recíprocas de la máquina. Chorros invisibles de frío viento rociaban su cuerpo desde abanicos de alta tecnología absolutamente silenciosos, sin llegar a evaporar del todo una pátina de sudor que hacía que todas sus venas y tendones, y la tableta de chocolate de sus abdominales, destacaran en su piel, como si la epidermis fuera un envoltorio colocado directamente sobre el nervio y el hueso. Según las estadísticas de esta mañana, el porcentaje de grasa del cuerpo de Devin era de un sorprendente 4,5, lo cual lo situaba en una seria situación de déficit de calorías que en teoría debería extender su vida más allá de los 110 años. El leve subir y bajar de su cabeza y su torso se compensaban con movimientos iguales por parte del brazo robótico, que usaba un control de visión para trazar su actitud a través de una cámara y calcular el vector de traslaciones y rotaciones necesarias para mantener la enorme pantalla exactamente a 22,5 pulgadas de sus córneas esculpidas por láser y el teclado y los demás aparatos a un cómodo alcance de sus dedos. Un casco hecho a medida, con lentes 3D abatibles (ahora mismo alzadas) y un micrófono le permitían dictar sus ideas o aceptar llamadas telefónicas según fuera necesario. Un arnés en el pecho controlaba su pulso y enviaba información inmediata de cualquier onda-T irregular a un cardiólogo de guardia que estaba en una
suite
de oficina tres kilómetros carretera abajo. De la pared colgaba un desfibrilador, parpadeando en verde.

Tú ríete, le había dicho una vez Richard a un colega, después de que visitaran el lugar, pero todo lo que está haciendo es aplicar los principios del manejo científico a una instalación de cien millones de dólares (es decir, el propio Devin) con un margen de beneficio astronómico.

Era extraño, pero poco de todo esto tenía que ver directamente con T’Rain. T’Rain había creado a Devin, pero su margen de beneficio en el trabajo basado en T’Rain era más pequeño de lo que conseguía por los otros trabajos que hacía. Entraba en EFE una media de 2,6 veces al día para una media de 2,1 horas, aunque trabajaba en ampliarlo a 2,2 horas, y se creía que, con una media de 18,2 episodios EFE por semana, solo dedicaba unas tres a trabajar en T’Rain, y casi todo eran ideas y esbozos para libros que se dictaban y entregaban a uno de sus negros para lo que Devin llamaba «terminación» y Richard llama «escritura». Pero naturalmente Richard no conocía los dados de cómo Skeletor pasaba de verdad su tiempo, así que tenía que aceptar todo esto de buena fe. Por lo que sabía, Devin podía haberse pasado el noventa por ciento de los episodios EFE del año pasado pergeñando el plan (no en el sentido del esbozo de una novela, sino de un complot secreto) para el estallido de la Guerrea.

—¡Hola, Dodge! —saludó, apenas corto de aliento. El sistema estaba programado para mantener su pulso entre el 75 y el 80 por ciento de su máximo recomendado, así que trabajaba duro pero no jadeaba en busca de aire.

—Buenas tardes, Devin —dijo Richard, deseando de pronto haberse acordado de traer un sombrero, porque hacía frío ahí dentro—. Pido disculpas si nuestra llegada ha sido una sorpresa.

—¡No hay problema!

—Suponía que con todo tu personal de apoyo y todo eso, alguien te habría recordado la cita.

Dijo esto en beneficio de la media docena de miembros del dicho personal que, inexplicablemente, se había colado en la habitación.

—¡No hay nada de qué preocuparse!

Y parecía que lo decía en serio. Si era verdad que el ejercicio aumentaba los niveles de endorfinas, Devin debía de vivir toda su vida con algo parecido a un gotero intravenoso de fentanilo.

—Te acuerdas de Plutón.

—¡Por supuesto! Hola, Plutón.

—Hola —dijo Plutón, con aspecto de estar incómodo por tener que pasar por todo este absurdo programa de cortesías sociales.

—¿Puedes hablar sobre una cosa? —dijo Richard.

—¡Claro! ¿Qué te ocurre?

—Nos —recalcó Richard—. A ti y a mí.

—Los dos estamos aquí, Richard —dijo Devin.

Richard mantuvo contacto ocular durante unos instantes, luego desvió la mirada y escrutó los rostros de todos los presentes en la sala.

—Esto no es
material
—dijo—. Devin y yo no vamos a generar propiedad intelectual. Ni se trata tampoco de ninguna especie de tormenta de ideas o esfuerzo de estrategia en el que vayamos a querer ideas y sugerencias de gente sorprendentemente inteligente y valiosa cuyo trabajo es suministrarlas. No hace falta hacer ningún registro de la conversación.

Richard pudo ver las expresiones de la gente apagarse mientras iba repasando la lista. Finalmente, volvió a mirar a Devin.

—Te veré en el tráiler —dijo—, por los viejos tiempos.

El tráiler estaba más limpio y, al mismo tiempo, era todavía más estercolero de lo que recordaba. Alguien había rociado todas sus superficies con una solución de lejía diluida. El lugar probablemente no contenía ni una sola brizna intacta de ADN. Como siempre, la tecnología informática había envejecido mal: la carcasa de plástico del elefantino monitor de tubo de rayos catódicos de Devin se había vuelto del color de las algas muertas. Había que reconocerle que tenía una alegre mesa roja en la cocina, y tres sillas a juego. Richard se sentó en una de ellas y se puso a mirar por la ventana mientras Devin, ahora con un chándal, recorría el solar seguido por un tren de apurados ayudantes. El último vagón de ese tren era Plutón, divertido y olvidado.

La delgada estructura élfica de Devin apenas causó ninguna impresión en las ajadas escaleras. Cerró de golpe la puerta y entró, con aspecto de estar jodido.

—Lo siento —dijo Richard—, pero hay unas cuantas cosas que tenemos que resolver.

Skeletor no esperaba que Richard empezara con una disculpa y por eso su ímpetu menguó.

—La Guerrea —dijo.

—Sí. ¿Sabes? La última vez que vine aquí, el día después de Acción de Gracias, estuve jugando en un Hy-Vee que me encontré en el camino y vi algo que en su momento me pareció curioso. Pero un mes más tarde, cuando la Guerrea empezó, quedó claro en retrospectiva que había estado viendo algunos preparativos. La creación de una quinta columna. Ataques de prueba en lo que pronto se convertirían en las líneas del frente de la Coalición Terrosa. Lo que me lleva a la pregunta, si cierta gente se estaba preparando para la Guerrea con un mes de antelación, ¿quién dice que no lo prepararon con seis meses o incluso con doce?

Devin se encogió de hombros.

—Ni idea.

No era la respuesta más indicada y sin embargo Richard se quedó sorprendido por su sinceridad. Conocía a Devin desde hacía mucho tiempo y creía poder leer el lenguaje corporal del hombre razonablemente bien.

Otra táctica.

—La cosa es que no hace ni media hora estoy saliendo del aeropuerto con Plutón y veo ese enorme cartel del Reino K’Shetriae, con el tipo del pelo azul, y a la luz de todo lo que ha estado pasando, no puedo dejar de verlo como una política de silbato de perro.

—¿Política de silbato de perro?

—Una señal que solo cierta gente puede oír. El color azul de ese pelo es una llamada para las Fuerzas de la Luz. La gente de la Coalición Terrosa lo ve y no va más allá de un escalofrío por su falta de gusto y miran hacia otro lado. Pero la gente de las Fuerzas de la Luz lo ven como un punto de concentración.

—Creo que es solo que un humanoide de pelo azul llama más la atención. Y el propósito del cartel es llamar la atención.

Richard no podía negar estos argumentos. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa de formica y sujetó su cabeza entre las yemas de sus dedos.

—Lo que me molesta es la trivialización —dijo—. T’Rain es una enorme máquina de matar virtual. No es más que guerreros con hachas y magos con bolas de luz luchando una serie interminable de duelos a muerte. No muerte real, desde luego, y que todos van al Limbo y regresan, pero con todo, el motor que hace funcionar todo el sistema (y con eso quiero decir que crea ingresos) es la emoción y la sensación de competencia que surge de estas confrontaciones mano a mano. Y por eso hicimos lo del Bien contra el Mal. Vale, no fue muy original, pero al menos era una explicación para el conflicto que impulsa nuestra fuente de ingresos. Y ahora, a causa de la Guerrea, el Bien contra el Mal ha sido sustituido por... ¿qué? ¿Primarios contra Pasteles?

Devin volvió a encogerse de hombros.

—Funciona para los Bloods y los Crips.
[05]

—¿Pero es esa la historia que has estado escribiendo?

—Es tan buena como la que teníamos antes.

—¿Y eso?

—Lo que teníamos antes no era realmente el Bien contra el Mal. Eso eran solo nombres puestos a dos facciones diferentes.

—De acuerdo —dijo Richard—. Admito que a menudo he pensado lo mismo.

—La gente que se dice parte del Mal no hacía en realidad cosas malas, y los que se decían parte del Bien no eran mejores. No es que los del Bien estuvieran, por ejemplo, sacrificando puntos en el mundo del juego para poder dedicar tiempo a ayudar a ancianitas a cruzar la calle.

—No les dimos la oportunidad de ayudar a ancianitas a cruzar la calle —dijo Richard.

—Exactamente, les fijamos unas tareas o misiones que tenían puesta la etiqueta «Bien»; pero, dirección artística aparte, eran indistinguibles de las tareas del «Mal».

—Así que la Guerrea es nuestros clientes diciendo que nuestra estrategia de «Bien/Mal» es una chorrada.

—No tanto como encontrar algo que les parece más real, más visceral.

—¿Y es qué, exactamente?

—El Otro —dijo Skeletor.

—¿El qué?

—Oh, vamos, tú mismo lo hiciste al ver ese cartel del aeropuerto. «¡Ugh! ¡Pelo azul! ¡Qué falta de gusto!» Cuando hiciste eso, identificaste, categorizaste al personaje como perteneciente al Otro. Y una vez que has hecho eso, atacarlo, asesinarlo, se vuelve más fácil. Quizás incluso una necesidad urgente.

—Guau.

Richard se sintió verdaderamente anonado porque la Musa Furiosa número 5, una estudiante graduada de literatura comparada de la Universidad de Washington que había trabajado en las minas de sal creativas de la Corporación 9592 durante un verano, apenas era capaz de escribir un párrafo sin invocar la palabra O. Oírla de labios de Skeletor había sacado a Richard de la inmediatez y la situación de la conversación y le hizo preguntarse si se había quedado dormido en el vuelo y estaba solo soñando esto. Tomó nota mental de buscar en Google a M.F. número 5 en la próxima oportunidad para averiguar si se había mudado a Nodaway.

Richard siempre se había rebullido incómodo durante las conversaciones con la palabra O, ya que tenía la sensación general, que no podía demostrar del todo, de que cierta gente lo usaba como una especie de cinta aislante intelectual. Y sin embargo cualquier resistencia a ella por su parte conducía a la acusación de que estaba clasificando a la gente a la que le gustaba hablar del Otro como ellos mismos pertenecientes al Otro.

Y por eso el resultado general de la invocación de la palabra O por parte de Skeletor en este punto fue que Richard quisiera echarle el telón a toda la conversación.

Pero no. Había accionistas en los que pensar. En algún nivel tenía que justificar el gastarse una burrada de dólares en combustible de avión solo para sentar su culo en esta silla de cocina.

Por un lado eso era estresante y apremiante, pero por otro no podía haber sido más cómodo. Richard conocía a unas cuantas personas que, como él mismo, básicamente no podían dejar de ganar dinero no importa lo que hicieran: podían echarlos a patadas de un taxi en marcha en cualquier lugar del mundo y estar dirigiendo un negocio de éxito en cuestión de semanas o meses. Normalmente hacían falta unos cuantos intentos para cogerle el tranquillo. Aparte de eso, era posible tener éxito más allá de todos los límites razonables si perseverabas en ello. Algunos encontraban un negocio adecuadamente favorable tan pronto en la vida que estaban maniatados; otros solo descubrían cómo hacer dinero cuando se acercaban a la edad de jubilación. Después del contrabando y el Schloss, Richard había llegado al punto en que solo sabía cómo hacerlo, en el sentido de todos los manitas adolescentes que jugaban con electricidad y sabían que para que algo funcione hay que conectar un cable a cada polo de la batería. En el fondo, hacer que un negocio funcionara era así de sencillo. Todo lo demás era toquetear los mandos.

—Háblame más de los Crips y los Bloods —dijo Richard, ganando tiempo mientras intentaba poner su casa mental en orden.

—A nosotros nos parecen iguales. Chicos negros de ciudad con gustos y entornos similares. Parece que todos deberían tirar del mismo carro. Pero no están en ello. Se disparan entre sí y se matan porque se ven mutuamente como menos que humanos. Y lo que digo es que en T’Rain hace tiempo que esa gente que últimamente hemos empezado a llamar la Coalición Terrosa siempre ha mirado a los que llamamos las Fuerzas de la Luz y los han considerado chabacanos, incultos, gente que no juega con carácter. Y lo que ha sucedido en los últimos meses es que los tipos de las F.D.L. se cansaron de eso y se revelaron y, ¿sabes?, reafirmaron su orgullo en su identidad, como el movimiento en favor de los derechos de los gays con esas malditas banderas de arcoíris. Y mientras sea posible que esos dos grupos se identifiquen mutuamente como... bueno, el Otro, y maten a gente basándose en que está mucho más arraigado que matarla fundamentándose en esa dicotomía completamente falsa y débil del Bien contra el Mal con la que estábamos trabajando antes.

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